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Tenía que reconocerlo, pero no lo hice para sus oídos. Que además se jactara me resultó insufrible.

—¿Y de qué se trataba esta vez, Bertram? —le pregunté en cambio—. Tú al final no la has utilizado, maldita sea, sólo has amagado por suerte, y no sé de qué te ha servido, ni desenvainarla y aterrorizarnos con ella ni lo que ha venido luego, el resto. No he visto que a De la Garza aprovecharas para interrogarlo, ni que quisieras sacarle nada, ni que le exigieras disculpas, ni que lo obligaras a deshacer nada hecho ni a soltar dinero. ¿Qué buscabas, si puede saberse? ¿Asustarme a mí? Ha sido gratuito e innecesario. Ha sido un descomunal abuso. No hacía falta una lansquenete de doble filo. Ni medio ahogarlo en un retrete. Ni machacarlo contra esa barra. A menos que se tratara de algo sin más finalidad que el castigo, por haberte entorpecido. Ese hombre es un gran capullo, de acuerdo —me vino a la lengua ahora 'asshole', como equivalente—, pero es inofensivo. No se puede ir por ahí pegando a la gente, no se puede ir matándola. Y menos si me involucras a mí en ello.

Tupra volvió a invadir con sus rizos mi lado del coche, un momento, para mirar de nuevo por la ventanilla hacia donde yo había mirado de nuevo, quizá quiso comprobar que no se había dibujado de pronto ninguna figura en mi ventana encendida.

—Yo no hago eso —me dijo—. Y veo que entiendes de espadas. Sí, es una lansquenete o Katzbalger, auténtica —añadió con pedantería y un punto de orgullo—. Pero dime según tú: ¿por qué no se puede?

Me desconcertó aquella salida, hasta el extremo de no saber en el instante a qué se estaba refiriendo, pese a acabar yo de decir qué era lo que no se podía.

—¿Por qué no se puede qué?

—Por qué no se puede ir por ahí pegando, matando. Es lo que has dicho.

—¿Cómo que por qué? ¿Qué quieres decir, por qué?

Mi desconcierto iba en aumento, y para las cosas más obvias no se tiene contestación, a veces. Las damos por descontadas de tan obvias, supongo, y uno deja de pensar en ellas, más aún de cuestionárselas, y así pasan décadas literalmente sin que les dediquemos un pensamiento, ni el más mísero y distraído. Por qué no se puede ir por ahí matando, era esa tontería lo que me preguntaba Tupra. Según yo. Y yo ahora no tenía respuesta para la tontería, o sólo tontas y pueriles, heredadas y nunca alcanzadas: porque no está bien, porque la moral lo condena, porque la ley lo prohíbe, porque se puede ir a la cárcel, o al patíbulo en otros sitios, porque no se debe hacer a nadie lo que no quiero que a mí me haga nadie, porque es un crimen, porque es pecado, porque es malo. Era seguro que él me estaba preguntando más allá de todo eso. No me contestó en seguida. Vio que no sabía responderle, o no con prontitud al menos. Sacó otro Rameses II, ahora volvió a no ofrecerme, lo consideraría un despilfarro, dos tan cercanos; se lo llevó a los labios, no lo encendió aún, y en cambio hizo girar la llave y puso el motor en marcha. No creí ni durante un segundo que fuera para invitarme a bajar, para despedirme por fin y ya marcharse. El tampoco soltaba las presas, ni dialécticas ni de ninguna clase.

—Espero que efectivamente nadie te aguarde arriba, lo espero por ella —dijo entonces, y levantó el índice hacia el techo y luego miró el reloj; yo miré el mío en ademán casi reflejo, mimético: no, no era muy tarde a pesar de todo, ni siquiera para Londres, y en Madrid cualquier noche habría estado tan sólo mediada, las fiestas en su apogeo—; porque todavía no va a ser hora de subir a verla. No es demasiado tarde, pese a todo, y mañana puedes no ir a trabajar, si quieres. Pero conviene que hablemos un poco más de todo esto, veo que te lo has tomado muy mal, demasiado, te explicaré por qué sí hacía falta. Vamos a ir a mi casa un rato, no nos llevará más de una hora, hora y media. Quiero enseñarte allí unos vídeos, los tengo allí, no en el despacho, no son para que los vea cualquiera. También te contaré un par de episodios, alguno de historia medieval, precisamente. Te contaré de Constantinopla, por ejemplo. Quizá también algo de Tánger, no tan antiguo, aunque ya de hace unos siglos. Y mientras llegamos, vete pensando algo más lo que has dicho. Para explicarme por qué no se puede.

Me había quedado callado, tras no encontrar respuesta a su pregunta tonta. O a lo mejor no era tan tonta y ninguna respuesta era fácil. No me pareció que pudiera negarme. Y además no tenía sentido, después de cuanto ya llevábamos recorrido, aquella noche.

—Sé lo que ocurrió en Constantinopla, en 1453 —dije a falta de palabras. Hacía muchísimos años, antes de vivir en Oxford, había leído un maravilloso libro de Sir Steven Runciman, que no era de Oxford sino de Cambridge: The Fall of Constantinople 1453, sobre esa caída de Constantinopla. Tampoco era verdad que supiera aún lo ocurrido, no lo recordaba, uno lee y aprende y se olvida luego, si no sigue leyendo, si no sigue pensando.

—Ya —contestó Tupra, o ‘ I see', fue lo que dijo—. Pero te contaré también de un poco antes.

Arrancó, dio la vuelta a la plaza para salir de ella en dirección al norte. No sabía dónde vivía, pensé: 'Quizá en Hampstead'. Volví a mirar hacia mis luces con la cabeza vuelta, también hacia las del bailarín confiado. Tupra miró de reojo mis dos miradas. Seguía todo encendido, los ventanales danzantes, mi silenciosa ventana. La mía tenía que seguirlo por fuerza, y así seguiría hasta que yo volviera, con Tupra nunca se sabía a qué hora se regresaba. Y por mucho que él se empeñara, por suerte, no había nadie en la casa, esperándome, que pudiera apagar nada en mi ausencia, mientras yo no estaba. Nadie tenía mis llaves, y allí nunca me esperaba nadie.

Julio de 2004

(Fin del Segundo Volumen de Tu rostro mañana)

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