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Sí, mi padre y Wheeler eran ya muy viejos y quizá ambos recorrían en ascuas sus penúltimos trechos, no por pavor religioso sino por aprensión biográfica; o quizá no tanto, y apenas si temían tiznarse. Mi padre parecía bastante conforme consigo mismo y sereno en su presente, con alguna amiga de supervivencia y con sus hijos y nietos que lo visitaban y lo conducían a hablar del pasado personal o colectivo, y ése es el gran alivio (yo iba faltando últimamente, desde mi nueva marcha a Inglaterra y mi deliberado aturdimiento para no pensar mucho en el mío, que todavía no me resultaba alivio; él no me decía nada, pero cuando nos llamábamos o nos escribíamos —esto último, para complacerlo: 'No me gusta el buzón siempre vacío, o sólo con propaganda y demás porquerías'—, yo notaba que me echaba de menos, un poco acaso); no debía de prever cambios sensibles, ni ningún episodio maléfico que arruinara a la postre su historia ya trazada en esencia en tiempos mucho más difíciles que los actuales y ya contada a sí mismo, si no con orgullo sí desde luego sin repugnancia ni casi embellecimientos, eso suponía; y tampoco era probable que la estropease a ojos ajenos, ni siquiera a los exigentes ojos de un hijo, ni que defraudase mi confianza por tanto, a menos que hiciera yo un día algún mal descubrimiento, y dejara de ocultarse algo oculto. (Yo sí estaba en condiciones de defraudar la suya y la de cualquiera, inconvenientes de tener la vida tan sólo a medias; y sin duda habría ya defraudado unas cuantas, la de Luisa y la de mis hijos seguro.)

En lo que respectaba a Wheeler, tal vez él sí tenía más riesgo, por ser un falso anciano y porque tras su venerable y amansado aspecto aún se escondían maquinaciones enérgicas, casi acrobáticas, y tras sus abstraídas divagaciones una mente observadora, analítica, anticipadora, interpretativa; y que sin cesar juzgaba; él parecía dispuesto a intervenir no sólo en su tiempo menguante y a la vez sobrante, a no dejarlo ya más en poder del azar y a dictarle lo más posible sus contenidos finales, sino a tener todavía participación e influencia en algún que otro asunto menor del mundo, aunque fuera sólo por interpuestos amigos, a través de mí o a través de Tupra, o de alguien que no conociéramos ni yo ni Tupra, quién sabía cuántos más se acercaban a visitarlo en su casa junto al río, o simplemente le telefoneaban, o hablaban con la señora Berry como intermediaria, o incluso quizá le escribían cartas. Él me había puesto en contacto con Tupra y con cuanto de éste venía, eso para empezar, aquel habría sido un movimiento espontáneo suyo, una intervención en mi vida y una mano prestada a Bertram, un ofrecimiento en todo caso, nadie más que él podía haberme ofrecido al grupo y al edificio sin nombre a los que ahora pertenecía sin apenas darme cuenta de la pertenencia, algo más me la di aquella noche a su término. Wheeler no renunciaba a tramar, a encauzar, a manipular y a escenificar, y en ese sentido no sólo se exponía aún a tiznarse con el ascua o la brasa, sino a quemarse. No parecía temerlo, como tampoco mi padre, pero cada uno con su temeridad distinta o incluso opuesta: podía ser que Juan Deza se considerase ya pintado y en regla y listo, y Peter Wheeler sin remedio y garabateado en cambio, desde su mismo nombre sustituido y tachado, así lo veía yo con mi percepción imperfecta; habría sido aventurado, excesivo, injusto, decir que el primero se sentía a salvo y el segundo condenado, aunque fuera en el plano narrativo sólo, y no en el moral en modo alguno. No sé, tal vez Wheeler sabía aplicarse a sí mismo su convencimiento de que los individuos llevan sus probabilidades en el interior de sus venas, y de que sólo es cuestión de tiempo, de tentaciones y circunstancias que por fin las conduzcan a su cumplimiento; y conocía bien las suyas, puede que de antemano pero ya también por experiencia; y sabía que él había dispuesto de las tres cosas en abundancia, sobre todo de tiempo: para ser persuasivo y encerrar más peligro y volverse más ruin que sus enemigos, y desarrollar una capacidad de fabulación superior o más mortífera que la de ellos; para aprovecharse de la mayoría de la gente, que es tonta y frivola y crédula y en la que es fácil prender un fósforo que dé lugar a un incendio, y que éste a su vez se propague como la peor de las epidemias; para hacer caer a otros en la odiosa y destructiva desgracia de la que jamás se sale, y así convertir a esos sentenciados en bajas, en no personas, en talados árboles de los que rebañar leña podrida; tiempo para esparcir brotes de cólera, y de malaria, y peste, y poner muchas veces en marcha el proceso de la negación de todo, de quién eres y de quién has sido, de lo que haces y lo que has hecho, de lo que pretendes y pretendiste, de tus motivos y tus intenciones, de tus profesiones de fe, tus ideas, tus mayores lealtades, tus causas... Le constaba que todo podía ser deformado, torcido, anulado, borrado. Y tenía conciencia de que al final de cualquier vida más o menos larga, por monótona que hubiera sido, y anodina, y gris, y sin vuelcos, siempre habría demasiados recuerdos y demasiadas contradicciones, demasiadas renuncias y omisiones y cambios, mucha marcha atrás, mucho arriar banderas, y también demasiadas deslealtades, o quizá eran todas trapos blancos, rendiciones. 'Y no es fácil ordenar todo eso', había dicho, 'ni siquiera para contárselo a uno mismo. Demasiada acumulación... Mi memoria está tan llena que a veces no lo soporto. Quisiera perderla más, quisiera vaciarla un poco. O no, eso no es cierto... Lo que quisiera es que no se me hubiera llenado tanto.' Y después había añadido lo que yo bien recordaba (desde entonces me volvía como un eco de tarde en tarde, o no tan tarde): 'La vida no es contable, y resulta extraordinario tanto empeño en relatarla... A veces pienso que más valdría abandonar la costumbre y dejar que las cosas sólo pasen. Y luego ya se estén quietas'.

Sí, tal vez Wheeler se habría abstenido de tomar la palabra en el famoso último día: habría desdeñado exponer su caso, y abrumar al cansado juez con sus razones argumentadas y la enumeración de sus hechos notables o con su completa historia desde el nacimiento, y solicitar o esperar justicia o la ultrajante misericordia, de haber él vivido y muerto en los tiempos en que ese día aún tenía vigencia para la mayoría de los humanos. Quizá habría preferido acogerse a la fórmula Mirandade los detenidos en América (me fue una vez recitada, imperfectamente), quiero decir crearla avant la lettrey claro que sin ese nombre en medio de aquel gran baile, de modo que su beneficio o perjuicio no habrían trascendido a los vivos en ningún caso (no quedaría en realidad ya ningún vivo, en esa jornada, caí en la cuenta, y sería todo après la lettre). Puede que Wheeler hubiera guardado silencio y así le hubiera ahorrado a ese juez un trago o dos, media cachimba, dejándole la tarea en cambio de la ordenación y el recuento, al fin y al cabo lo había visto ya todo y lo había oído, a él no hacía falta contarle con inevitables vergüenza y esfuerzo, sería tirar el tiempo aunque allí ya no lo hubiera o sólo ese tiempo absurdo que sí tendría comienzo pero carecería de término. Y de haber sido interrogado, o si el juez lo hubiera instado a defenderse o a alegar algo —'¿Qué tienes que decir a esto, Peter Rylands y Peter Wheeler, de Christchurch en la Nueva Zelanda?'—, ni siquiera habría respondido 'Nada', sino que habría sostenido el silencio, rehuyendo la careless talkhasta el último instante, también ésa y aun en medio de tanta, porque aquél sería el día supremo de la charla indiscreta y la conversación imprudente, de la locuacidad y la verborrea y las cantadas de plano, el instituido para los reproches y las justificaciones máximas, las acusaciones y los descargos, las excusas, las apelaciones, los mentís furiosos y los testimonios sesgados, para algún perjurio iluso y los múltiples chivatazos ('Oh no, yo no quería, yo fui ajeno', 'A mí que me registren', 'Yo no he sido', 'A mí me obligaron con amenazas', 'A mí me pusieron una pistola en la sien, tuve que hacerlo', 'La culpa fue de él, fue de ella, fue de ellos, fue de todos excepto mía'); el día más indicado para quitarse de encima los infinitos muertos y echárselos a los otros siempre. Sí, quizá Wheeler habría renunciado a participar en ese guirigay del mundo, y a jugar ninguna baza en la descompensada partida: 'Calla, calla y no digas nada, ni siquiera para salvarte. Guarda la lengua, escóndela, trágala aunque te ahogue, como si te la hubiera comido el gato. Calla, y entonces sálvate'.

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