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Mallarmé mantiene alzada una pluma que no toca el papel, y por tanto él sí finge estar escribiendo, pero lo hace muy mal, con su chal doblado sobre los hombros, ante sí la mesita contra un fondo blanco delator. A diferencia de Dickens, que logra desentenderse y dominar a la cámara que lo retrata, Mallarmé no sólo está pendiente de ella, sino fascinado y esclavizado. Para él ese momento es un momento de eternidad, una representación confesa y además histórica, la mirada es la de alguien que ya ha recibido y aún espera instrucciones con complacencia, es una mirada de obediencia, gratitud e infantil ilusión. El hombre que la sostiene admira el progreso con ingenuidad, del mismo modo que se admira de un soneto con la rima en —yx. Por eso resulta mucho más realista el óleo que pintó Manet, en el que un cigarro ocupa el lugar de la pluma, y la mano izquierda, que en la foto aguardaba sólo el advenimiento del instante eterno sin saber qué hacer, se esconde en el bolsillo de la chaqueta en un gesto habitual. En el óleo Mallarmé es más joven y está más delgado, se recuesta tranquilo y no mira nada: aún no cree en la existencia de momentos de eternidad.

Por el contrario Oscar Wilde creyó siempre en ellos y sólo en ellos, y por eso, uno a uno, los va cuidando. Pero su capacidad para engalanarse es tan exagerada que el disfraz acaba por convertirse en lo más auténtico y en lo descontado, o en lo que menos cuenta. Lo que más le preocupa es su propio rostro, y en sus dos retratos Wilde ansia ser un hombre guapo y logra mirar como si en verdad lo fuera: como lo hacen hoy en día los modelos de publicidad. El gesto de la boca es el mismo en las dos ocasiones, como si su dueño supiera de sobra ante el espejo que es el único aceptable, el único favorecedor. Lo curioso de las dos fotos es que toda la ironía y el humor de que estaba dotado Wilde han ido a parar a la vestimenta y están del todo ausentes de la cara, a la que se toma muy en serio. Las fosas nasales demasiado abiertas indican que Wilde está en vilo, conteniendo la respiración. Se trata de un hombre que, pese a todo, está convencido de que la belleza sólo puede venir del rostro y de la expresión. La sortija, el bastón, la melena, los guantes, las pieles, el sombrero, la capa y el lazo en realidad le traen sin cuidado, son sólo el inicial y más tarde prescindible reclamo, lo que obligará al espectador a reparar en sus fotos, requisito previo para que después pueda fijarse en lo que de verdad importa, en la mirada y el rostro de quien, lejos de bromas, desea alcanzar por encima de todo la belleza de la seriedad.

Eso es algo que no parece preocuparle a Baudelaire, quizá porque a él no le es necesario con unos rasgos tan nobles. Mira esquivo con los puños en los bolsillos cuando es más joven y tiene más pelo, y airado o expectante —impaciente— cuando es más viejo y está más calvo. Es un elegante natural, pero ha añadido deliberación, aún más con la edad, y la oreja que en ambas fotos asoma es notable, subraya con su agudeza la intensidad del conjunto, como también los pliegues que se harán arrugas. La expresión es casi idéntica en los dos retratos, más dura y harta en el segundo, como quien quiere que todo acabe de una vez y está ya ocupándose de lo que no puede estar ni estará en la imagen, de lo que queda fuera de cualquier imagen. Es sobre todo un hombre con prisas, mientras lo retrataban ya ha desaparecido, quizá porque lo que más le interesa no está en su rostro, o no lo tiene.

Henry James puede decirse que no lo tuvo nunca, ni siquiera cuando llevaba barba, en su ya calvísima juventud. En todo caso, no es esa imagen pilosa la que de él ha quedado, sino la del cuadro de Sargent, muy parecida a la de la foto en que se lo ve acompañando a su hermano William, mayor que él. La cara de James es un todo uniforme, las mejillas y el cráneo formando un continuumindivisible de político o de banquero. Sin embargo, en el cuadro de Sargent, de mirada opaca, se ve un detalle que le impide ser ninguno de esos personajes, por mucho que todo tienda hacia la respetabilidad: el pulgar introducido en el bolsillo de su chaleco, con torpeza y con timidez, sin aplomo y con incomodidad, la mano entera, azorada, se cuelga de él. En la foto son en cambio los ojos lo único que se salva de ser pasado por alto, junto con la corbata de lazo jovial, una extraordinaria concesión a la fantasía en individuo tan aséptico. Pero esa mirada es de una inteligencia que produce espanto, pues es una inteligencia volcada hacia el exterior, mucho más inquisitiva que la de su hermano, tan filosófico, cuyo rostro parece tener más personalidad a primera vista y engaña: basta con mirar las miradas para comprobarlo, la de William al frente, casi sin ver, la de Henry sesgada, viendo seguramente hasta lo que no hay.

La de Sterne no ofrece dudas: es una de las más vivas de un siglo repleto de miradas vivas, y pertenece a un hombre consciente de su gran talento, pero no presumido. El sí muestra sus manos con desenvoltura en el cuadro de Reynolds, el dedo índice de la derecha en la sien, señalando su ingenio, la izquierda sobre la cadera, bien asentada, segura de sí misma y de la conveniencia de la posición, tan distinta de aquella otra de Mallarmé. Con el codo aplasta sin escrúpulos las hojas por las que se le recordará (mientras viva estará por encima de ellas), y los labios esbozan una sonrisa de malévola amenidad, la de quien sabe qué va a responder en cuanto su interlocutor haga pausa, pues parece que estuviera escuchando por cortesía (su turno) a alguien de retórica muy inferior. El busto de mármol, en cambio, es una idealización fallida: el peinado romano y la desnudez incongruente se ven desmentidos por los ojos como dos brasas y la enorme nariz: parece todo lo contrario de un hombre en reposo, es más, no parece que ese rostro pudiera descansar jamás, ni siquiera apresado en un bloque de mármol por el que pese a todo se cuela su agitada respiración.

Gide, como antes James, también introduce el pulgar en el bolsillo de su chaleco, pero el gesto es de muy diferente signo, casi contrario. En ese Gide joven con barba, capa y sombrero hay buenas dosis de chulería y una clara predisposición al agravio, en él se ve casi a un duelista profesional. Los ojos son tacaños, huidizos y despreciativos, y toda la figura (el cuello alzado, la barba, el decidido paso) está llena de aristas, es afilada. Casi todo ha desaparecido, milagrosamente, en la foto de su madurez: en ella se ve a un individuo comprensivo y doliente, la dureza sólo perceptible en los labios tan dibujados y finos y negada en cambio por las generosas cejas y por los lentes que suavizan una mirada quizá aflictiva que parece conmiserativa. Si se contempla cada retrato por separado, se estará en ambos casos ante un hombre misterioso, pese a cuanto contó en sus diarios. Si se contemplan los dos al tiempo, nos encontramos con un enigma.

Conrad, a quien Gide tradujo, se ve muy serio, en butaca, no sabe dónde colocar las manos y por eso una de ellas es puño cerrado y la otra está abierta, cubriéndola y disimulándola. Le preocupa mucho su apariencia, como si fuera un hombre que habitualmente no vistiera tan bien como aquí, es decir, no con la pulcritud conseguida para la ocasión. Su retrato se pretende un monumento a la respetabilidad, por la que tanto se afanan los emigrantes y los exiliados, que antes de nada deben demostrar que son gente de bien. La barba está cuidadísima, pero difícilmente podría ser la de un genuino súbdito inglés, con las guías del bigote tan punzantes y esa forma tan picuda y triangular. Los ojos sin pestañas son muy severos, podrían ser los de un hombre justo incubando cólera, alguien inocente a quien se está juzgando. O quizá sean sólo los de un oriental.

Aunque no orientales, pertenecen a la misma familia los de William Faulkner, quien también aparece de punta en blanco en la primera foto, con aire de padrino de boda por culpa de ese pañuelo que se destaca tan insolentemente y del pelo blanquísimo y tan bien peinado. Con la frente arrugada, da la impresión de haber abandonado a regañadientes la idea de pegarle unos tiros a su inminente yerno para resignarse a verlo convertido en tal, pero parece tan reciente el descarte que en la mano izquierda aún se intuye el ademán de quien empuñaría un rifle con serenidad y determinación. En la segunda foto Faulkner se rasca un brazo en mangas de camisa rodeado de perrillos enanos, pero la imagen carece de toda informalidad, por supuesto de carácter idílico e incluso de apacibilidad: el perfil tan severo como el frente de la primera foto, la nuca bien rasurada, un hombre tímido y aun huraño. En ambas ocasiones mira como quien ve llegar a unas visitas molestas e inoportunas a las que no quisiera ni dirigir la palabra. Faulkner, sin duda, preferiría seguir con sus perros o encaminarse hacia la boda de su hija de una vez, aunque fuera sin llevar el rifle.

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