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Parece ser que el silencio le fue causa de más de un disgusto y le trajo fama de arrogante: a partir de la adolescencia Emily contestaba mucho con monosílabos o no contestaba nada, lo cual hacía que alguna gente la rehuyera y sus hermanas se le quejaran. Ella era, sin embargo, la favorita de su padre, como lo demuestra el hecho de que la enseñara a disparar un arma y con frecuencia se la llevara por ahí a tirar salvajemente a voleo (ella se convirtió en adicta). El señor Brontë —que exotizó su original Brunty a su paso, cómo no, por Oxford (tal vez porque Brontë significa «trueno» en griego)— tenía fama de excéntrico y de austero, y aunque los informes existentes provienen de fuentes no muy fidedignas (por resentidas), se afirma que en su celo se negaba a dar carne a sus hijas y las condenaba a un régimen de patatas; una noche de lluvia, se dice, tras descubrir que las niñas se habían puesto unas botitas que les había regalado un amigo, las quemó por encontrarlas demasiado lujosas; rasgó en pedazos un vestido de seda que su mujer guardaba en un cajón, más para mirarlo que para ponérselo; y en una ocasión serró los respaldos de varias sillas hasta convertirlas en taburetes. De ser todo esto cierto, hay que reconocer que bastante hicieron las hermanas Brontë con no darse a la bebida como su hermano. Lo fuera o no, lo que sí parece seguro es que el señor Brontë también era muy afectuoso con ellas, y además se molestó en adiestrarlas: las hacía ponerse una máscara y a continuación las interrogaba, considerando que con el rostro tapado se acostumbrarían a responder con libertad y osadía. A Emily le preguntó una vez qué debía hacer con Branwell cuando éste se ponía imposible: «Razonar con él, y cuando no atienda a razones, azotarlo». La niña contaba seis años, de manera que siempre tuvo proclividad hacia las medidas drásticas. Siendo ya mayor dio de puñetazos en la cara y los ojos a su perro Keeper—se los infló— antes de que, tras regañarlo, el animal pudiera saltarle a la garganta. En otra ocasión separó al mismo perro y a otro callejero que se habían enzarzado en una pelea echándoles pimienta en los hocicos, lo cual indica que pese a su taciturnidad era una mujer decidida. No en balde sus hermanas la apodaban «El Mayor». Sin embargo, y aunque era la más alta de la familia, a veces se la describía como un ser más bien frágil y de salud precaria. Después de una estancia de ocho meses con las hermanas en Bélgica empezó a temerse también un poco por su salud mental, pero esa es una acusación coloquial frecuente en las discusiones familiares. Le gustaba mucho Walter Scott y era devota de Shelley y de la noche, por lo que dormía poco, para disfrutarla.

Fue su hermana Charlotte quien, no sin grandes insistencias, la convenció de publicar sus poemas. Más adelante las tres, bajo los pseudónimos de Currer, Ellis y Acton Bell, enviaron a los editores sus respectivas primeras novelas. La única que momentáneamente no fue aceptada fue la de Charlotte, pero sí su segunda, Jane Eyre. Las críticas de Cumbres borrascosasfueron más bien positivas, aunque ninguna se atrevió a saludarla como luego la ha señalado el tiempo, es decir, como una obra maestra.

En 1848, un año después de su publicación, Emily tenía que ir a menudo a la taberna del Toro Negro a recoger a Branwell y ayudarlo a volver a casa. Su preocupación era sólo cotidiana, y ni ella, por falta de visión de futuro, ni Charlotte, por espíritu justiciero, hicieron nada serio por curar a Branwell, que en poco tiempo acabó en la tumba, tras pasar periodos de terroríficas toses y espantoso insomnio. Emily tardó sólo tres meses en seguir sus pasos, y aunque una criada de la casa sentenció que había muerto «con el corazón roto por amor a su hermano», dando pie a algunas especulaciones incestuosas, cabe más bien suponer que Emily Brontë no conoció en vida las pasiones que tan bien supo representar en sus Cumbres borrascosasy semiincestuosas.

Durante su enfermedad se negó a tratarse o a que la viera un médico y guardó una vez más largos silencios, dispuesta a dejarse llevar por la naturaleza, que no se mostró benigna. El 19 de diciembre se empeñó en levantarse y vestirse, luego se sentó junto al fuego de su habitación a peinarse los abundantes y largos cabellos. El peine se le cayó entre las llamas, y no tuvo fuerzas para recogerlo, la alcoba se fue llenando de olor a hueso quemado. Luego bajó al salón, y allí, sentada en el sofá, murió a las dos de la tarde tras negarse una vez más a volver a la cama. Tenía sólo treinta años, y ya no escribió más nada.

ARTISTAS PERFECTOS

Nadie sabe la cara que tuvo Cervantes, y tampoco hay certeza sobre la que tuvo Shakespeare, por lo que el Quijotey Macbethson textos a los que no acompaña ninguna expresión personal, ningún rostro definitivo, ninguna mirada que los ojos de los demás hombres hayan podido congelar y hacer propia a través del tiempo. Si acaso sólo los que la posteridad ha tenido necesidad de otorgarles, con vacilaciones y mala conciencia y mucho desasosiego, expresión y mirada y rostro que seguramente no fueron de Shakespeare ni de Cervantes.

Parece como si los libros que aún leemos nos resultaran más ajenos e incomprensibles cuando no podemos echar un vistazo a las cabezas que los compusieron; parece como si nuestro tiempo, en el que nada carece de su correspondiente imagen, se sintiera incómodo ante aquello cuya responsabilidad no puede atribuirse a un rostro; parece, incluso, como si las facciones de los escritores formaran parte también de su obra. Tal vez por eso, anticipándose, los autores de los últimos dos siglos han dejado numerosos retratos, en cuadro o en fotografía, y tal vez por eso yo he ido desarrollando la costumbre, a lo largo de los años, de coleccionar postales con esos retratos. La colección, hecha sin método y meramente acumulativa, consta hoy de unas ciento cincuenta imágenes. Son las que estoy acostumbrado a ver, aquellas con las que estoy familiarizado. Es con estos retratos, y no con otros (quizá mejores o más llamativos), con los que identifico e identificaré siempre a Dickens, a Faulkner o a Rilke, porque los tengo a mano y a veces los miro. Es significativo que no haya entre ellos el de ningún español, pero da la impresión de que en nuestro país esas imágenes no han interesado, no se venden postales de nuestros escritores, o yo no he logrado encontrarlas. Inglaterra es lo opuesto, ya que Londres cuenta con un museo de retratos tan sólo, la National Portrait Gallery, de la que inevitablemente proceden muchos de estos rostros. En este texto me limitaré a mirarlos una vez más, brevemente, no todos sino unos cuantos, pero ahora con la pluma en la mano. Sería iluso tratar de extraer lecciones ni leyes, o meros rasgos comunes. El único que salta a la vista es que todos son escritores; y por fin artistas perfectos, ya que ahora están todos muertos.

Pero quizá se podría observar que no son demasiados los que se muestran de cuerpo entero, ni siquiera muchos los que enseñan algo más que su cabeza aislada, como si sólo de ella, y no también de sus manos, hubieran salido las palabras por las que los conocemos. De los pocos que aparecen sentados o incluso de pie o echados y dejan ver parcial o totalmente sus cuerpos por lo general inútiles, tal vez sea Dickens el más extraordinario, pese a que sus poses no parecen demasiado estudiadas y tienen mucho de cotidianas. No cabe duda de que el autor posó, pero podría no haberlo hecho. Las tres veces está sentado, y en dos de las fotos lo está del revés en una silla, esto es, a horcajadas. En la primera, a solas, podría pensarse que la postura es artificial, preparada. Apoya los brazos sobre el respaldo, el derecho elevado hasta conseguir que la mano le sostenga la cabeza, melancólica y graciosamente inclinada. Tiene la mirada ida, pero con coquetería, y es al mismo tiempo una mirada de acero, como si estuviera ante un espectáculo que no le agradara. El pelo algo revuelto, la barba de chivo, los pantalones no tan arrugados. En la segunda foto está con sus hijas, leyéndoles de un volumen tan exiguo que no podría tratarse de ninguno suyo. También aquí está sentado en silla, el respaldo por delante, y dos veces son demasiadas para no pensar que Dickens, efectivamente, tenía que sentarse así casi siempre. En esta segunda foto el pelo y la barba están más canosos y apaciguados, y se le ven los pies, bien pequeños, la ropa más de andar por casa. En ambos retratos está muy erguido, como si fuera de escasa estatura o muy nervioso. En ambos, contra lo esperable, se nos muestra serio, no parece hombre jocoso, ni siquiera alegre, sino un poco respingón y atildado. Sus hijas lo veneran, lo adoran, le aguantan toda manía y toda impaciencia. Tiene algo de petimetre, y sin embargo no logra engañarnos: el hombre que dio vida a Pickwick, a Micawber, a Weller, a Snodgrass y a tantos otros deja ver su verdadero carácter ocurrente y festivo en ese detalle: es un hombre al que no le importa posar con las piernas abiertas y descompuestas, es un hombre que se sienta a horcajadas. No lo hace así en la tercera foto, en la que no obstante ofrece otro rasgo de inteligencia y astucia, ya que no finge estar escribiendo, lo cual sería una vulgaridad y difícil de fingir además, sino que finge estar pensando con la pluma en la mano, ambas tocan el papel. Dickens está parado, cavilando sobre la siguiente frase que no escribirá, con los ojos perdidos y un poco risueños, lo cual no es de extrañar, ya que lo último que podemos creer de él, ni seguramente podía creer él de sí mismo, es que cuando escribía sus velocísimos e inmensos tomos se detuviera nunca a pensar tanto rato.

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