Me preguntaba en mi insomnio si debía hablar con Luisa, con la que ya no coincidía nunca en el desayuno de la cafetería, habría abandonado la costumbre para no aumentarse la pena o para ir olvidando mejor, o quizá iría más tarde, cuando yo ya estuviera en el trabajo (acaso era a su marido al que le tocaba madrugar más y ella sólo lo acompañaba para retrasar la separación). Me preguntaba si no era mi obligación prevenirla, ponerla al tanto de quién era aquel amigo, su pretendiente quizá inadvertido y su constante protector; pero carecía de pruebas y podría tomarme por loca o por despechada, por vengativa y desquiciada, resulta complicado irle a nadie con un cuento tan siniestro y turbio, cuanto más exagerada y alambicada una historia más difícil de creer, en eso confían, en parte, quienes cometen atrocidades, en que costará darles crédito precisamente por su magnitud. Pero no era tanto eso cuanto algo más extraño, por su escasez: la mayoría de la gente está dispuesta, a la mayoría le encanta señalar con el dedo a escondidas y acusar y denunciar, chivarse a sus amistades, a los vecinos, a sus superiores y jefes, a la policía, a las autoridades, descubrir y exponer a culpables de cualquier cosa, aunque lo sean sólo en su imaginación; hundirles la vida si pueden o por lo menos dificultársela, procurar que haya apestados, crear desechos, desprendidos, causar bajas a su alrededor y expulsar de su sociedad, como si la reconfortara decirse tras cada víctima o pieza cobrada: ‘Ese ha sido desgajado, apartado, ese ha caído y yo no’. Entre toda esa gente hay unos pocos —a diario vamos menguando— que sentimos, por el contrario, una indecible aversión a asumir ese papel, el papel del delator. Y tan al extremo llevamos esa antipatía que ni siquiera nos es fácil vencerla cuando conviene, por nuestro bien y el de los demás. Hay algo que nos repugna en marcar un número y decir sin confesar nuestro nombre: ‘Mire, he visto a un terrorista al que buscan, su foto está en los periódicos y acaba de entrar en tal portal’. Probablemente lo haríamos en un caso así, pero pensando más en los crímenes que podríamos evitar con ello que en el castigo de los ya pasados, porque esos nadie es capaz de remediarlos y la impunidad del mundo es tan inabarcable, tan antigua y larga y ancha que hasta cierto punto nos da lo mismo que se le añada un milímetro más. Suena raro y suena mal, y sin embargo puede ocurrir: quienes sentimos esa aversión preferimos a veces ser injustos y que algo quede sin castigo antes que vernos como delatores, no lo podemos soportar —al fin y al cabo la justicia no es cosa nuestra, no nos toca actuar de oficio—; y todavía nos es más odioso ese papel cuando se trata de desenmascarar a alguien a quien se ha querido, o peor: a quien, por inexplicable que sea —pese al horror y la náusea de nuestra conciencia, o es de nuestro conocimiento, que sin embargo se sobresalta menos cada día que se completa y se va—, no se ha dejado enteramente de querer. Y entonces pensamos algo que no llega a formularse del todo, un balbuceo incoherente y reiterativo, casi febril, algo semejante a esto: ‘Sí, es muy grave, es muy grave. Pero es él, aún es él’. En aquel tiempo de espera o de adiós no pronunciado no lograba ver a Díaz-Varela como un peligro futuro para nadie más, ni siquiera para mí, que le había tenido momentáneo temor y aún se lo tenía intermitente en ausencia, en mi recuerdo o en mis anticipaciones. Quizá pecaba de optimista, pero no lo veía capaz de repetir. Para mí seguía siendo un aficionado, un intruso ocasional. Un hombre normal en esencia, que había hecho una sola excepción.
Al decimocuarto día me llamó al móvil, cuando yo estaba en la editorial reunida con Eugeni y con un autor semijoven que nos había recomendado Garay Fontina en premio a la adulación con que aquél lo obsequiaba en su blogy en una revista literaria especializada que dirigía, es decir, pretenciosa y más bien marginal. Me salí del despacho un momento, le dije que lo llamaría más tarde, él pareció no fiarse y me retuvo un instante.
‘Es sólo un minuto’, dijo. ‘¿Qué tal te va que nos veamos hoy? He estado fuera unos días y tengo ganas de verte. Si te parece, te espero en casa cuando salgas del trabajo.’
‘No sé si hoy me voy a retrasar, hay mucho lío aquí’, improvisé sobre la marcha; quería pensármelo, o por lo menos tener tiempo para hacerme a la idea de ir a verlo otra vez. Seguía sin saber qué prefería, su esperada e inesperada voz me trajo alarma y alivio, pero en seguida prevaleció el envanecimiento de sentirme requerida, de comprobar que todavía no me había dado carpetazo, que no se había desentendido de mí ni me dejaba desaparecer en silencio, aún no era la hora de mi difuminación. ‘Déjame que te diga algo por la tarde. Según cómo vayan las cosas, me paso o te aviso de que no podré.’
Entonces dijo mi nombre, lo que no solía hacer.
‘No, María. Pásate.’ E hizo una pausa, como si en verdad quisiera sonar imperativo, y así sonó. Como yo no respondí nada en el acto, añadió algo para rebajar esa impresión. ‘No es sólo que tenga ganas de verte, María.’ Dos veces mi nombre, eso ya era insólito, un mal augurio. ‘Tengo que consultarte algo urgente. Aunque sea tarde, no me importa, yo no me voy a mover de aquí. Te esperaré en todo caso. Y si no, te iré a buscar’, terminó con resolución.
Tampoco yo pronunciaba mucho su nombre, lo hice esta vez por mimetismo o para no quedarme atrás, es frecuente que oír el nuestro nos ponga en estado de alerta, como si estuviéramos recibiendo una advertencia o fuera el preámbulo de una adversidad o de un adiós.
‘Javier, hace un montón de días que no nos vemos ni hablamos, tan urgente no será, podrá esperar un día o dos más, ¿no? Si al final me es imposible, quiero decir.’
Me estaba haciendo de rogar pero deseaba que no desistiera, que no se conformara con un ‘veremos’ o un ‘quizá’. Su impaciencia me halagaba, pese a notar que no se trataba, aquel día, de una impaciencia meramente carnal. Incluso era probable que no hubiera en ella ni un ápice de carnalidad, sino que obedeciera tan sólo a la prisa por poner y verbalizar un final: una vez que se decide que las cosas no floten, que no se diluyan ni se mueran calladas ni sea pálida su conclusión, entonces por lo general se hace arduo y casi imposible esperar; hay que decirlo y soltarlo en seguida, hay que comunicárselo al otro para zafarse de golpe, para que sepa lo que le toca y no ande engañado y ufano, para que no se crea que sigue siendo alguien en nuestra vida cuando ya no lo es, que ocupa un lugar en nuestro pensamiento y en nuestro corazón del que precisamente ha sido relevado por ellos; para que se borre de nuestra existencia sin dilación. Pero me daba lo mismo. Me daba lo mismo si Díaz-Varela me estaba convocando tan sólo para largarme, para despedirme, hacía catorce días que no lo veía y había temido no volverlo a ver y eso era lo único que me importaba: si él me veía de nuevo quizá le costara mantener su decisión, yo podría tentarlo, hacer que anticipara su futura añoranza de mí, persuadirlo con mi presencia para dar marcha atrás. Pensé eso y me di cuenta de lo idiota que era: son desagradables esos momentos, cuando ni siquiera nos avergüenza percatarnos de nuestra idiotez y nos abandonamos a ella de todas formas, con plena conciencia y a sabiendas de que nos diremos muy pronto: ‘Pero si lo sabía y estaba segura. Pero qué tonta he sido, por favor’. Y esta reacción como de hierro hacia el imán me vino, para mayor inconsecuencia y mayor idiotez, cuando ya estaba medio decidida a romper toda relación con él si él volvía a solicitarme. Había hecho matar a su mejor amigo, eso era demasiado para mi conciencia despierta. Ahora comprobaba que no lo era, o todavía no, o que mi conciencia se enturbiaba o adormecía al menor descuido, y eso me llevaba a pensar lo mismo: ‘Pero qué tonta soy, por favor’.
Díaz-Varela estaba mal acostumbrado, en todo caso, a que yo no opusiera más resistencia a sus proposiciones que la que me imponía mi trabajo, y hay pocas tareas que no puedan dejarse para el día siguiente, al menos en una editorial. Leopoldo nunca fue obstáculo mientras duró, él estaba respecto a mí en la misma posición que yo respecto a Díaz-Varela, o quizá en una aún peor, yo tenía que poner de mi parte para estar a gusto en la intimidad con él, y nunca me pareció que Díaz-Varela hubiera de recurrir a un voluntarismo semejante conmigo, aunque tal vez eso eran ilusiones mías, quién sabe nada de nadie con seguridad. A Leopoldo yo le decía cuándo podíamos vernos y cuándo no y le fijaba la duración, para él siempre fui una mujer absorbida por actividades inagotables de las que ni siquiera le hablaba, debía de figurarse mi pequeño y pausado mundo como una vorágine difícil de soportar, tan pocas veces ponía mi tiempo a su disposición, tan atareada me mostraba ante él. Duró lo que Díaz-Varela en mi vida: como ocurre con frecuencia cuando se simultanean dos relaciones, la una no sabe sobrevivir sin la otra por muy distintas u opuestas que sean. Cuántas veces dos amantes no terminan su historia adúltera cuando el que estaba casado se separa o queda viudo, como si de pronto se atemorizaran de verse solos frente a frente o no supieran qué hacer ante la falta de impedimentos para vivir y desarrollar lo que hasta entonces era un amor limitado, confortablemente condenado a no manifestarse, acaso a no salir de una habitación; cuántas veces no se descubre que lo que empezó de una manera azarosa debe ceñirse para siempre a esa manera, y que la incursión en otra es sentida y rechazada por las partes como una impostura o falsificación. Leopoldo nunca supo de Díaz-Varela, ni una palabra sobre su existencia, no era asunto suyo, no tenía por qué. Nos separamos en buenos términos, mucho daño no le hice, aún me llama de tarde en tarde, poco rato, nos aburrimos, tras las tres primeras frases no encontramos de qué hablar. Tan sólo vio truncada una breve ilusión, por fuerza tenue y algo escéptica, la ausencia de entusiasmo es indisimulable y la percibe hasta el más optimista. Eso es lo que creo, que apenas lo dañé, no se enteró. Tampoco es cuestión de averiguarlo ahora, qué más da o qué más me da. Díaz-Varela no se molestaría en saber cuánto daño me causó a mí, o si no me lo causó: al fin y al cabo yo siempre fui escéptica, ni siquiera puede decirse que me hiciera ninguna verdadera ilusión. Con otros sí, con él no. Algo aprendí de este amante, a pasar por encima sin mirar mucho atrás.