—¿Saben cómo murió exactamente su padre? Quiero decir —dudé, no supe si volver a traerlo—, la navaja.
—No, yo no entré nunca en detalles, sólo les dije que lo había atacado ese individuo, no les he contado nunca el modo. Pero Carolina sí debe saberlo, estoy segura de que leyó algún periódico y de que sus compañeros se lo comentaron impresionados. La idea le ha de dar tal espanto que jamás me ha hecho preguntas ni se ha referido a ello. Es como si las dos estuviéramos tácitamente de acuerdo en no hablar de eso, en no recordarlo, en borrar de la muerte de Miguel ese elemento (el elemento clave, el que se la produjo), para que pueda quedar como un hecho aislado y aséptico. Es lo que todo el mundo hace con sus muertos, por otra parte. Intenta olvidar el cómo, se queda con la imagen del vivo y si acaso con la del muerto, pero evita pensar en la frontera, en el tránsito, en la agonía, en la causa. Alguien está ahora vivo y después está muerto, y en medio nada, como si se pasara sin transición ni motivo de un estado a otro. Pero yo aún no puedo evitarlo y es lo que no me deja vivir ni empezar a recuperarme, en el supuesto de que haya recuperación para esto. —‘La habrá, la habrá’, volví a pensar, ‘antes de lo que crees. Y así te lo deseo, pobre Luisa, con toda mi alma’—. Con Carolina sí puedo hacerlo, le conviene a ella y eso me basta. Cuando estoy a solas, en cambio, no me es posible, sobre todo a estas horas, cuando ya no es de día ni tampoco es aún de noche. Pienso en esa navaja entrando y en lo que Miguel debió de sentir, y en si le dio tiempo a pensar algo, si pensó que se moría. Entonces me desespero y me pongo enferma. Y no es una manera de hablar: me pongo literalmente enferma. Y me duele todo el cuerpo.
Sonó el timbre y, sin imaginar quién sería, supe que la conversación y mi visita habían tocado a su fin. Luisa no había inquirido nada acerca de mí, ni siquiera había vuelto a las preguntas que me había hecho en la terraza por la mañana, en qué trabajaba y qué nombre les ponía mentalmente a Deverne y a ella cuando los observaba en el desayuno común. No estaba aún para curiosidades, no estaba para interesarse por nadie ni para asomarse a otras vidas, la suya la consumía y se le llevaba todas las fuerzas y la concentración, probablemente también la imaginación. Yo no era más que un oído sobre el que verter su desgracia y sus pensamientos tenaces, un oído virgen pero intercambiable, o quizá no del todo, esto último: al igual que a la niña, le debía de inspirar confianza y familiaridad, y acaso no se habría sincerado de la misma forma con cualquiera, no con cualquiera. Al fin y al cabo yo había visto a su marido muchas veces y por tanto le ponía rostro a su pérdida, conocía la ausencia que era causa de su desolación, la figura desaparecida de su campo visual, un día tras otro y otro más y otro más, y así monótona e irremediablemente hasta el final. En cierto sentido yo era ‘de antes’, luego capaz de echar también en falta al difunto a mi modo, aunque los dos hubieran hecho siempre caso omiso de mí y Desvern se viera obligado ya a hacerlo durante toda la eternidad, yo llegaba demasiado tarde para él, nunca sería más que la Joven Prudente en quien se había fijado muy poco y tan sólo de refilón. ‘Es su muerte, sin embargo, lo que me permite estar aquí’, pensé extrañada. ‘De no haberse producido yo no estaría en su casa, porque esta era su casa, aquí vivió y este era su salón y quizá ahora ocupo el lugar en el que tomaba asiento, de aquí salió la mañana última en que yo lo vi, la última en que también lo vio su mujer.’ Era seguro que a ella yo le caía bien, y que me percibía a su favor, compasiva y apenada; notaría vagamente que en otras circunstancias podríamos haber sido amigas. Pero ahora estaba como en el interior de un globo, habladora pero en el fondo aislada y ajena a todo lo exterior, y ese globo tardaría mucho en pincharse. Sólo entonces me podría ver de veras, sólo entonces dejaría de ser aquella Joven Prudente de la cafetería. Si en aquellos momentos le hubiera preguntado cómo me llamaba, probablemente no lo habría recordado, o si acaso sólo el nombre pero no el apellido. Tampoco sabía si nos volveríamos a ver, si habría más ocasión: cuando saliera de allí me perdería en una nebulosa.
No esperó a que contestara el servicio, había al menos una criada, que fue quien me contestó a mí al llegar. Se levantó y fue hasta la entrada y descolgó el telefonillo. Le oí decir ‘¿Sí?’ y después ‘Hola. Te abro’. Era alguien bien conocido, que ella esperaba o que solía pasarse a diario sobre aquella hora, no hubo el menor tono de sorpresa ni de emoción en su voz, hasta podía ser el chico de los ultramarinos que venía con un pedido. Aguardó con la puerta abierta a que el visitante recorriera el tramo de jardín que separaba el portal de la calle de la casa propiamente dicha, vivía en una especie de chalet u hotelito, de los que hay varias colonias en zonas céntricas de Madrid, no sólo en El Viso, también a espaldas de la Castellana y en Fuente del Berro y en otros sitios, milagrosamente escondidas del monstruoso tráfico y del perpetuo caos general. Me di cuenta entonces de que en realidad tampoco me había hablado de Deverne. No lo había evocado, ni había descrito su carácter o manera de ser, no había dicho cuánto echaba de menos tal o cual rasgo suyo o tal o cual costumbre común, o cómo la mortificaba que hubiera dejado de vivir —por ejemplo— alguien que disfrutaba tanto de la vida, la impresión que yo tenía respecto a él. Me percaté de que no sabía más de aquel hombre que antes de entrar. Hasta cierto punto era como si su muerte anómala hubiera oscurecido o borrado todo lo demás, eso ocurre a veces: el final de alguien es tan inesperado o tan doloroso, tan llamativo o tan prematuro o tan trágico —en ocasiones tan pintoresco o ridículo, o tan siniestro—, que resulta imposible referirse a esa persona sin que de inmediato la engulla o contamine ese final, sin que su aparatosa forma de morir tizne toda su existencia previa y en cierto modo la prive de ella, algo de lo más injusto. La muerte chillona se hace tan predominante en el conjunto de la figura que la sufrió, que cuesta mucho recordarla sin que sobre el recuerdo se cierna al instante ese dato último anulador, o pensarla de nuevo en los largos tiempos en que nadie sospechaba que pudiera ir a caerle tan abrupto o pesado telón. Todo se ve a la luz de ese desenlace, o, mejor dicho, la luz de ese desenlace es tan fuerte y cegadora que impide recuperar lo anterior y sonreír en la rememoración o el ensueño, y podría decirse que quienes así mueren mueren más profunda y cabalmente, o quizá es doblemente, en la realidad y en la memoria de los demás, porque ésta es una memoria para siempre deslumbrada por el hecho estúpido clausurador, amargada y distorsionada y también acaso envenenada.
Podía ser, asimismo, que Luisa se encontrara todavía en la fase del egoísmo extremo, esto es, que sólo fuera capaz de mirar su propia desgracia y no tanto la de Desvern, pese a la preocupación expresada por su momento postrero, el que él tuvo que comprender que era de adiós. El mundo es tan de los vivos, y tan poco en verdad de los muertos —aunque permanezcan en la tierra todos y sin duda sean muchos más—, que aquéllos tienden a pensar que la muerte de alguien querido es algo que les ha pasado a ellos más que al difunto, que es a quien de verdad le pasó. Es él quien hubo de despedirse, casi siempre contra su voluntad, es él quien se perdió cuanto estaba por venir (quien ya no vio crecer y cambiar a sus hijos, por ejemplo, en el caso de Deverne), quien tuvo que renunciar a su afán de saber o a su curiosidad, quien dejó proyectos sin cumplir y palabras sin pronunciar para las que siempre creyó que habría tiempo más tarde, quien ya no pudo asistir; es él, si era autor, quien no pudo completar un libro o una película o un cuadro o una composición, o quien no pudo terminar de leer lo primero o de ver lo segundo o de escuchar lo cuarto, si era sólo receptor. Basta con echar un vistazo a la habitación del desaparecido para darse cuenta de cuánto ha quedado interrumpido y en vacuo, de cuánto pasa en un instante a resultar inservible y sin función: sí, la novela con su señal que ya no avanzará más páginas, pero también los medicamentos que de repente se tornan lo más superfluo de todo y que pronto habrá que tirar, o la almohada y el colchón especiales sobre los que la cabeza y el cuerpo ya no van a reposar; el vaso de agua al que no dará ni un sorbo más, y el paquete de cigarrillos prohibidos al que restaban sólo tres, y los bombones que se le compraban y que nadie osará acabarse, como si hacerlo pareciera un robo o supusiera una profanación; las gafas que a nadie más servirán y las ropas expectantes que permanecerán en su armario durante días o durante años, hasta que se atreva alguien a descolgarlas, bien armado de valor; las plantas que la desaparecida cuidaba y regaba con esmero, quizá nadie querrá hacerse cargo, y la crema que se aplicaba de noche, las huellas de sus dedos suaves se verán aún en el tarro; sí querrá alguien heredar y llevarse el telescopio con el que se entretenía observando a las cigüeñas que anidaban sobre una torre a distancia, pero lo utilizará para quién sabe qué, y la ventana por la que miraba cuando hacía un alto en el trabajo se quedará sin contemplador, o lo que es decir sin visión; la agenda en la que apuntaba sus citas y sus quehaceres no recorrerá ni una hoja más, y el día último carecerá de la anotación final, la que solía significar: ‘Ya he cumplido por hoy’. Todos los objetos que hablaban se quedan mudos y sin sentido, es como si les cayera un manto que los aquieta y acalla haciéndoles creer que la noche ha llegado, o como si también ellos lamentaran la pérdida de su dueño y se retrajeran instantáneamente con una extraña conciencia de su desempleo o inutilidad, y se preguntaran a coro: ‘¿Y ahora qué hacemos aquí? Nos toca ser retirados. Ya no tenemos amo. Nos esperan el exilio o la basura. Se nos ha acabado la misión’. Tal vez todas las cosas de Desvern se hubieran sentido así meses atrás. Luisa no era una cosa. Luisa, por tanto, no.