Le diste la mano en el ascensor, al bajar de la casa de la casa de Ulises. Matilde, con el pretexto de colocarse el bolso bajo el brazo, la retiró. Se volvió hacia el espejo, casi dándote la espalda, y se arregló el peinado. Tú no volviste a cogerle la mano, ni ella te la pidió. Matilde ofendida.
Os dirigíais al nuevo apartamento, en silencio. Era la primera vez que dormiríais allí, lo habíais estrenado esa misma mañana. Matilde, con una actividad frenética, consiguió amueblarlo en tan sólo diez días.
Ella misma cosió las cortinas y confeccionó una colcha a juego para vuestra cama. Se había encargado del traslado de los pocos enseres que poseíais, y había organizado tu estudio. Compró una estantería, y colocó por orden tus libros, uno por uno, balda por balda, en el mismo lugar que ocupaban en la habitación realquilada, respetando la anarquía controlada que sólo dominabas tú. La pared frente a tu escritorio la adornó con una reproducción de Modigliani. Puso en tu mesa un jarrón de cristal y lo llenó de flores que ella misma compró. «Para que mires cosas bonitas cuando estás pensando», te dijo. Y tú te pusiste a escribir, nada más llegar.
Regresabais a vuestro hogar, donde Matilde te dijo por la mañana que se sentía como una recién casada, y os acompañaba el silencio.
Debería pasarla en brazos, pensaste, sin atreverte a decirlo. Pero lo dijiste, casi sin decirlo, casi sin atreverte.
—Debería pasarte en brazos —te arrepentiste en el momento mismo en que las palabras se escaparon. Te arrepentiste aún más cuando escuchaste su respuesta:
—Eso sólo se hace en las bodas.
—Pero esta mañana me dijiste que.
—Eso era esta mañana. Además, ya he pasado.
Matilde entró directamente al dormitorio, buscó un camisón en el armario y se encerró en el baño, con pestillo. Ella nunca echaba el pasador.
—¿Qué haces?
—Me estoy cambiando.
—Ah, sí. Claro.
No te atreviste a decirle que lo hiciera delante de ti, que te gustaba verla desnudarse.
—Has hecho un buen trabajo en la casa. Tenemos una casa preciosa.
—Sí —contestó—, ha quedado bien.
—Tenemos una casa preciosa —repetiste, apoyado en el quicio de la puerta cerrada, mientras la imaginabas bajándose la cremallera del vestido.
Sus dedos recorriendo su espalda, lentamente. La seda negra cayendo hacia sus pies. Lentamente. Sus manos resbalando en sus muslos, retirando las medias lentamente —lo has visto muchas veces, pero aquella vez no lo viste—. Su ropa interior, desprendida de su cuerpo. Desnuda. La ves, alzar los brazos, meterse el camisón, sus axilas sin sombra. Su cabello en desorden cayendo a lo largo de su espalda, lentamente.
—¿Qué haces ahí? —te preguntó al salir del baño.
—Esperarte.
Matilde te miró a los ojos, por primera vez desde que salisteis de la casa de Ulises.
—No quiero dormir contigo —te dijo.
Tú sentiste un golpe invisible, un dolor intenso en alguna parte inexistente del cuerpo. Tragaste saliva y apretaste los labios. Matilde supo de tu herida por la forma en que le cogiste los hombros.