—Es cierto, y siento no conocerla, pero también sé que su marido tampoco la conoce.
Matilde no pudo controlar por más tiempo su tono de voz. Le interrumpió. Gritó:
—Le he pedido que no hablemos de él.
Ulises quedó callado. Le sorprendió el placer que le provocaba el haberla enfurecido. Saboreó su ira unos instantes. Paró el coche. Respiró antes de volver a hablar:
—No la conozco. Es cierto. No se inquiete. No la conozco —repitió como para sí mismo—. No la conozco —entonces subió también el tono de su voz y levantó con brusquedad el freno de mano—, pero no se inquiete. Y aunque me gustaría conocerla, jamás la forzaré a hablar de lo que usted no quiera.
Ulises se giró hacia Matilde, la miró a la boca, advirtió que le temblaba ligeramente el labio inferior.
—No me inquieto. Pero le ruego que haga el favor de no meter a mi marido en esto.
—Bien. Bien. Hablaremos siempre sin mencionar a Adrián —replicó Ulises, recobrada la calma, con dulzura.
Adrián. A ella sí le dijo tu nombre. Callaron los dos. Matilde esperó a que él hablara de nuevo. Y Ulises temió que ella volviera a utilizar su mutismo. Matilde estaba desconcertada, le miró. Él jugó a desconcertarla aún más:
—Y a usted, Matilde, ¿qué le parece la Odiseaen Irlanda? —arrancó el coche mientras lanzaba la pregunta.
Matilde sonrió ante aquel giro inesperado de la conversación:
—No lo sé —contestó—. No he leído a Joyce.
—Yo tampoco.
—¡¿Usted tampoco?! —exclamó sorprendida, estupefacta.
La tensión acumulada estalló. Ambos se miraron, y los dos comenzaron a reír.
Tú no podrías haber sospechado nunca que Ulises no hubiera leído el Ulises. Ahora lo sabes, cuando insistes en reconstruir el desastre. Rieron los dos, ante aquella insólita revelación, mientras tú viajabas inquieto hacia la casa de Ulises.
El semáforo cambió de color, el conductor del taxi arrancó de mala gana —te pareció— y condujo aún más despacio —volvió a parecerte—, fastidiado por el improperio que le habías dirigido.
—Ahí tiene el coche rojo —te dijo al llegar, viendo que estaba aparcado ante la puerta.
Le diste las gracias. Pagaste sin dejar propina. Saliste disparado hacia el portal. Te precipitaste hacia el ascensor y corriste a llamar al timbre.
La lentitud de los pasos de la doncella al salón te exacerbó. Te obligó a caminar despacio. Abrió la puerta y te invitó a pasar. Buscaste a Matilde con la mirada. Ella te observó desde que entraste. Sentada en el sofá, fumando, distante y bella, te miraba desde una lejanía que no abandonaría jamás.
—Creo que estoy aburriendo a su esposa, Noguera —te dijo Ulises cuando te vio entrar.
—Usted no podría aburrirme —le contestó ella.
—De todas formas —replicó Ulises mirándote a ti—. Me temo que lo conseguiremos si continuamos hablando de nuestro guión. Brindemos por Gibraltar —añadió ofreciéndote una copa—, pero hablemos de su relación con Calipso y Molly Bloom en otro momento. ¿Le parece?
—Te encuentro fatigado —te dijo Matilde sin levantarse, alzando la copa que Ulises le sirvió para brindar por Gibraltar. Y tú contestaste:
—¿Ah, sí?