—Me haces daño —gimió.
—¿Es que ya no me quieres?
—Sí, claro que te quiero. Me haces daño.
—Perdona —aflojaste los dedos, pero no la soltaste—, perdóname, no quiero hacerte daño.
—Pues me estás haciendo daño.
Dejaste caer tus manos de sus hombros, y buscaste las suyas, te aferraste a ellas.
—Pero ¿es que te he hecho algo?
Tú no podías saber que se sentía humillada, que por primera vez le dolía el silencio.
—No, no me has hecho nada.
Le soltaste las manos. Matilde salió de vuestro dormitorio dejándote solo, desarmado, abatido. Mi mujer. Mi esposa. Tú la mirabas caminar por el pasillo. Antes de entrar en la habitación de invitados se volvió hacia ti:
—Buenas noches.
Y tú, en un impulso dramático, desesperado, le gritaste:
—Déjame que te haga el amor.
—¿Ahora? —se sorprendió ella.
—Sí.
Fue un sí lastimero y suplicante, un sí que despertó algo en ella, algo, no sabes muy bien qué, un sí que la hizo volver. Caminó despacio hacia ti, y al llegar a tu lado te dijo:
—Bueno.
Se quitó el camisón y se tendió en la cama. Te hubiera gustado desnudarla tú. Besarle la nuca. Besarle los ojos, la nariz, la boca, el cuello. Te esperaba en silencio, con las piernas juntas.
—Ven —te dijo, viendo que ya te habías desnudado. Y separó entonces las piernas.
Te hubiera gustado que te desnudara ella. Decirle palabras de amor, y que te contestara con deseo. Olerla. Acariciarle el vientre, y darle la vuelta. Sentir en tu pecho sus muslos desnudos, abrazarlos. Recorrer con tus mejillas sus nalgas. Acariciarla. Hablarle. Besarla. Pero te diste cuenta de que fuiste directamente a poseerla, en silencio, y supiste entonces, y de golpe —otro golpe, otra herida—, que siempre había sido así.
No fue sólo tristeza lo que te produjo aquella revelación, ni fue sólo asco.
—Te quiero —le dijiste, y te retiraste.
Era una mezcla de impotencia y de miedo, de verdad y mentira, que se estrelló contra ti.
—Dormiré yo en el cuarto de invitados.
Y la dejaste en la que nunca sería vuestra cama. Y ahora, no puedes dormir.