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Yo no sé qué carajo demuestra eso. Pero sé que le queda a usted por demostrar que todo el que lleve cadenas merece estar encadenado, y que malo ha de ser.

Ya estamos llegando, sí, señor.

Recontra que viene dificultoso bajar de semejante trasto.

Que no. Que no me da esta pierna. Abra usted más la puerta, por el amor de Dios.

¿Cómo quiere que me fije en la forma y manera que ha bajado usted que tiene las caderas la mar de sanitas?

¿No está viendo que no? ¿Que me he quedado retorcido como animal en la trampa?

A ver.

No me coja de los sobacos, leche. ¿Qué ha de tirar de ahí, si no planto antes los pies? Usted déjese donde está, que yo me apoyo en su brazo.

Bueno, sí. Ya estamos, pero sabía yo que tenía que haber venido andando.

Antes de entrar, me va a permitir usted que le dé una conseja.

¿Me permite que se la dé, señor comisario, antes de dar por cierto que no he de ver nunca más a mi nieto sacudirse el barro en este umbral?

Porque si la cosa sigue como sigue, yo me habré muerto ya cuando él salga. Si es que antes mi Paco no se ahoga sin aire allí dentro.

Pues entonces, permítame que le diga que si yo fuera usted, no me quedaría tranquilo hasta no haber abierto el ropero del señor abogado. Busque.

Porque hay manchas que se ven en seguida. Pero por muy aseado que uno parezca, no tiene por qué ser menos guarro. Y hay limpios y limpios. Y hay otros. Los hay que saben esconder la roña. Que también se tapa lo negro con blanco.

30

Acabada la guerra, el ejército victorioso decidió celebrar un desfile por el triunfo conseguido. La gran parada marcharía al son de la orquesta municipal, y militares y civiles entonarían los himnos a su paso, glorificando la muerte en canciones que algunos traían aprendidas y otros se vieron obligados a aprender.

Los marqueses de Senara habían regresado de su exilio justo a tiempo de presenciar el júbilo militar Se dirigían con sus cinco hijas al ayuntamiento, donde verían desfilar a Leandro y a Felipe desde el palco de honor que les habían reservado junto a las autoridades. Al llegar a la acera del casino, encontraron a los Albuera sentados al abrigo de un velador. Don Ángel abandonó la rigidez de su postura al verlos llegar y se separó del respaldo de su sillón. Su esposa y su hija se inclinaban hacia él en una actitud, según le pareció a la marquesa, que indicaba que las mujeres intentaban convencerle de que cediera en algo. Los marqueses los saludaron, y la familia se levantó para corresponder al saludo.

—¿Como está Aurora?

—Mejor, mejor. Gracias.

Doña Carmen mintió. Desvió el interés de doña Jacinta por la enferma jugando a reconocer a sus hijas gemelas.

—Tú eres María, la de los pendientes azules. Y tú, Piedad.

—No, María es la de los pendientes blancos. Siempre te equivocas.

Las niñas rieron, les divertía el juego de la confusión. Se llevaron la mano a las turquesas y a las perlas que adornaban los lóbulos de sus respectivas orejas y encogieron los hombros. Doña Carmen les acarició las mejillas, y Victoria se dirigió a la marquesa.

—Jacinta, ¿verdad que podemos ir con vosotros al palco presidencial?

Su padre la recriminó diciendo que ya habían discutido ese tema, le rogó que no entretuviera a sus suegros, e insistió en asistir al desfile desde el lugar en el que se encontraban.

—Pero, papá, desde aquí no vamos a ver nada.

Los marqueses sugirieron que Victoria los acompañara. Don Ángel accedió a que su hija presenciara el desfile junto a la familia de su prometido, y él permaneció con su esposa en el velador.

Cuando los estandartes pasaron ante el casino, doña Carmen se puso en pie y, como todos los presentes, alzó la mano para cantar. No había reparado en que su marido apretó las espaldas contra su asiento y levantó únicamente la barbilla. Y no supo que lo habían detenido hasta que no vio cómo dos soldados se lo llevaban en volandas, sentado en el mismo sillón que se negó a abandonar cuando le ordenaron ponerse en pie, gritando que él sólo se levantaba ante el rey. Victoria tampoco dio crédito a sus ojos, y temió un nuevo aplazamiento de su boda, una nueva catástrofe, al ver a su padre bamboleándose aferrado a los brazos de su asiento camino de las dependencias carcelarias, entre el asombro del público que le escuchaba vociferar que el ejército no cumpliría su promesa de restituir la monarquía.

Pero no fue necesario posponer el enlace matrimonial. El marqués de Senara intervino para que el padre de la novia fuera puesto en libertad al día siguiente de su detención, consiguió que se anulara el documento que le señalaba como desafecto al régimen, y convenció a su consuegro de que se marchara por un tiempo, una vez que su hija se hubiera casado.

Inmediatamente después del banquete nupcial, donde toda la familia celebró al señor Albuera como a un héroe, los novios abandonaron el cortijo rumbo a su luna de miel y los padres de la novia se dirigieron a la capital llevándose a su hija enferma.

Ninguno de los invitados pernoctó en «Los Negrales». El desorden festivo dio paso al trajín de los criados, que se afanaban en recomponer el escenario de la recepción, para que el joven matrimonio lo encontrara restaurado a su regreso.

TERCERA PARTE

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Así mismo digo yo: la comida, poquita, para que sepa buena, aunque al día siguiente se coma otra poquita.

Aprendí sólo con ver a mi santa, ¿de verdad le ha gustado?

Uno disfruta en la mesa, y con la parienta. Son las dos cosas con las que se disfruta de fijo, y ahí sí que somos todos iguales, como decía el Emilio, un cocinero que trabajaba en la casa azul y se prendó como loco de una muchacha y se la llevó para Italia sin pedir permiso a nadie. Se llamaba como mi hija, Inmaculada, y servía también donde el duque ciego. El Emilio no bebía la vida, se la tragaba, pero sin prisa, como tiene que ser. Y sin prisa se llevó a la muchacha, pero se la llevó bien lejos.

Tenga otro tinto. A mí se me antoja que algo le faltaba a este guiso. La Catalina lo aviaba en su punto de sabroso. Ya sabe, las mujeres valen para la cocina.

Para los hijos también, claro. Y para las faenas de la casa, que ahí no hay varón que las iguale. Ni que tenga ganas de igualar.

La Nina se guaseaba de las que andan siempre con el trapo, como si fuera el final de la mano.

Rarezas. Porque raras sí que son, ¿verdad usted? Y algunas más que otras.

Ella, mi santa, era requetelimpia. Y limpiaba, pero sin exagerar, que ha de haber mesura en todo, y la demasía es pura ansia y nada más que ansia, y eso no puede ser bueno. ¿Usted no ha conocido a ninguna de ésas?

Muy molestas, mucho. Porque, de resultas, luego se quejan de estar todo el día limpiando. Yo no sé si limpian para presumir de lo brillante que lo dejan o para quejarse de haberlo limpiado. Tanto brillo, tanto brillo, cuando se sabe de fijo que lo muy reluciente ciega lo mismo que lo oscuro. Mi santa no repasaba por donde ya había pasado la víspera ni una sola vez, no le gustaba eso de perder las horas en el estropajo. Ella prefería perderlas conmigo.

Dele otro tiento al vino.

Yo se lo voy a dar, con su licencia. Y a su salud. Que esto no hace mal si es de cuando en cuando.

Sí, señor. Ella sabía. Se lo digo yo, sabía y disfrutaba con cualquier cosita, como el Emilio. Y a su hija le decía siempre que buscara con quien gastar sus horas, que no nos dieron la vida para desperdiciarla en simplezas. Y se empeñaba en que aprendiera que una mujer de su casa no precisa más que poner cada cosa en su sitio, y tiempo para tener al marido contento. Pero a la Inma no le sirvió para nada lo que la madre le pretendía enseñar. La Inma perdió la vida cuando encontró al que no quiso gastarla con ella.

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