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—Pero tía Ida, mi madre ya le ha mandado a Isidora que vaya ella a la cocina.

—Victoria, no seas tan señora, hijita, que hay muchas formas de mantener el pelo de la dehesa.

La perplejidad de la sirvienta aumentó al no saber qué órdenes eran las que debía cumplir. Miró a Victoria. Miró a doña Ida. Luego, a doña Carmen.

—Victoria, obedece a tu tía.

Doña Carmen pasó por delante de Isidora haciéndole un gesto para que la siguiera, al tiempo de dirigirle a su hermana pequeña una mirada reprobatoria. Una vez a solas, ordenó a la sirvienta que cerrase la puerta del gabinete. Victoria se dirigió a la cocina sin esconder su mal humor. Mientras, doña Ida subía a la habitación de su sobrina Aurora, para darle la buena noticia y rezar un rosario con ella, y doña Carmen le mostraba unos documentos a su sirvienta.

—Yo no sé leer, señora.

—Esto es un aval. Mira, aquí pone tu nombre. Y en éste, el nombre de Modesto. Si alguien os denuncia por rojos, estos documentos os salvarán. Nadie podrá acusaros de haber pertenecido a la milicia.

Y le explicó que Modesto seguía corriendo peligro. Le contó que estaban reclutando a los hombres en edad militar, y que podían ir a buscarlo en cualquier momento para que se incorporara al ejército. Y le leyó otro escrito. Un pliego que certificaba que Modesto había luchado como un soldado valiente, en la cruzada que la patria libraba contra las hordas marxistas, y que había sido licenciado a causa de una herida de guerra.

—¿Entiendes, Isidora? Con estos papeles estáis a salvo, y con este otro, puedes estar segura de que a tu marido no se lo llevarán de aquí. Y voy a guardarlos yo, para que no se pierdan. ¿Lo entiendes? Yo he cumplido mi parte. Y nadie sabrá por mí que habéis luchado en el frente, ni que tú asesinaste a un soldado.

Isidora no entendió algunas palabras, como hordas, o cruzadas, aunque imaginó que serían importantes. Sin embargo, comprendió que doña Carmen acababa de guardar la garantía de su vida y de la vida de Modesto con aquellos escritos, y que al bajar la persianilla de madera de su secreter, y al cerrarlo con llave, había cerrado los labios de Isidora. Y comprendió también que había llegado el momento en que no le estaba permitido mirar hacia atrás.

Esa misma noche, Isidora le explicó a su marido la importancia de los documentos que no le habían entregado. Camino del cortijo, adonde se dirigían los dos para asistir a la representación de Los siete cuervos, Modesto le preguntó por qué los había guardado la señora.

—Dice que allí están a buen recaudo.

—¿Eso dice?

—Sí.

—Bueno está si ella lo dice, que bien agradecidos tenemos que estar a la señora.

En el patio interior del pabellón de invitados, Catalina y las hijas de doña Ida habían colgado una sábana entre dos arcos a modo de telón. Modesto e Isidora pagaron el pequeño precio que las niñas cobraron por la entrada, como los demás habitantes del cortijo, que se acomodaron en los asientos que las pequeñas habían alineado con todas las sillas que encontraron. Incluso Aurora, a pesar de que se negó en principio a volver a pisar aquel patio, se sentó con sus padres y su hermana en la primera fila, cediendo a la insistencia de Catalina, que se había aprendido el papel gracias a su ayuda. Todos olvidaron los duelos por sus muertos aquella noche. Las risas llenaron el patio cuando doña Ida se tiró al suelo para cantar un cuplé después de la representación teatral y, como final de fiesta, los espectadores se lanzaron unos a otros los huevos de colores que las niñas habían pintado y rellenado de confetis.

Al día siguiente, doña Ida se marchó con sus hijas y con su marido, que había ido a buscarla a primera hora de la mañana. Antes de subir al automóvil, abrazó de nuevo a Isidora.

— ¿Tuviste buenas noticias ayer?

—Sí, señora, las tuve.

Isidora la vio alejarse por la alameda sacando una mano por la ventanilla y mirando hacia atrás mientras se despedía. Y sintió cómo «Los Negrales» perdía con su marcha parte del aire que se respiró mientras estuvo allí.

La guerra continuaba. Y el temor de Isidora a encontrarse con Leandro y Felipe disminuía a medida que el tiempo pasaba sin que visitaran de nuevo el cortijo. En los meses que siguieron, estuvo atenta al camino, y anduvo de prisa sin dejar de volver la cabeza a cada paso. pero poco a poco se fue serenando. Hasta que caminó despacio y dejó de mirar atrás, olvidando el sobresalto que la acompañaba, sintiéndose cada vez más fuerte ante la posibilidad de encontrarlos en su camino.

La primera vez que se cruzó con ellos, estaba con Zacarías.

El cartero caminaba hacia «Los Negrales» bajo la techumbre verde y fresca que formaban las copas de los álamos, y alcanzó a Isidora en mitad de la alameda. Isidora se ofreció a llevar la correspondencia para evitarle subir hasta el cortijo, pero Zacarías era nuevo en el oficio, y se negó, por su prurito de entregar las cartas en la dirección exacta que llevaban en el sobre.

—Las cartas, en su destino. Y nunca a mitad de camino.

—Chacho, qué redicho eres, Zacarías.

—Profesional, se llama eso.

Cuando llegaron a la casa, Zacarías gritó el nombre de Aurora Albuera y Paredes Soler. Isidora se detuvo a mirarle, sonriendo, y al instante, vio salir a los hermanos. Victoria, situada entre ambos, les tomaba un brazo a cada uno.

—¿No tienes otra cosa que hacer que no sea mirar al cartero? Dame el sobre, Zacarías, y vete ya, que me la estás entreteniendo.

Isidora sintió las miradas de Felipe y Leandro, ambos la saludaron.

—Buenos días.

Ella contestó al saludo sin mirarlos, y les dio la espalda para dirigirse al patio trasero.

—Espera, Isidora, coge la bandeja de la correspondencia y llévale esta carta a mi hermana.

—Así, que ésa es Isidora.

—Esa es, la misma que corría.

—Calla.

Al escucharlos, Isidora supo que los hijos de los marqueses de Senara estaban al tanto del secreto que ella debía guardar. Mientras caminaba hacia la mano extendida a coger la carta, la asaltó una sensación contradictoria. Asco, y poder. Asco, al sentirse descubierta. Poder, al tomar conciencia de que ellos también debían guardar su secreto. Entonces comenzó a saber que los hermanos también tenían miedo, y ella comenzó a perderlo. Y al llegar junto a Victoria, llevaba ya el cuerpo erguido y la cabeza alta.

La carta que Isidora le entregó a la enferma esa mañana sería la última del médico en llegar. Aurora esperó la siguiente durante meses, entreteniendo su tiempo en enseñar a Catalina a leer y a escribir, y convenciéndose a sí misma de que la ausencia de noticias se debía a un fallo en el funcionamiento del correo. Sin embargo, Zacarías continuaba gritando nombres a la entrada del cortijo, que nunca eran el suyo. Lamentó no haber leído todas las cartas del doctor Palacios. Lamentó haberlas quemado. Y lamentaba estar casi curada de su enfermedad y no poder decírselo a él. Entonces decidió escribirle a su consulta. Y a los pocos días, el cartero llegó a «Los Negrales» y entregó un sobre para ella sin haber gritado su nombre. Fue Victoria quien se lo llevó al gabinete. Catalina estaba con ella, pegando con engrudo en su cuaderno las estampas que le había regalado Aurora, y apuntando su nombre debajo de cada virgen y de cada santo.

—Aurora, el médico no te va a escribir más.

Su hermana se marchó sin añadir palabra. Le había puesto en las manos su propia carta, la que ella escribió para el doctor Palacios. Catalina le arrebató el sobre de las manos, y ella palideció al escucharla.

—¿Qué quiere significar defunción?

Aurora se levantó, le pidió a la niña que le devolviera el sobre. Se dirigió a su habitación, y quemó la última carta que recibiría, la primera y la única que se atrevió a mandarle al médico, que había sido devuelta al remitente. Después se sentó en su hamaca, mirando sin mirar al porche del pabellón, y ya sólo se movería de allí para ir a dormir. Isidora seguía atendiéndola por las mañanas, y Catalina acudió a ella todas las tardes con su cuaderno, para que le corrigiera las letras que escribía. Pero Aurora se había entregado a su antigua languidez, se abandonó a ella como si se hubiera zambullido en el agua. No deseaba oír. No deseaba ver. No deseaba sino sentir que se ahogaba. Y la niña optó por escribir canturreando a su lado, al tiempo que Aurora se consumía. Ante el creciente deterioro de la enferma, su madre mandó traer al padre Romero, pero ella se negó a hablar con su confesor. Doña Carmen intentaba animar a su hija sin conseguirlo. Le informaba de los avances del ejército nacional, y del inminente fin de la guerra, pero las noticias pasaban sobre ella, y ella continuaba hundiéndose, mirando sin mirar al porche.

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