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—Han matado al marido de Quica. Ha sido una masacre, Julián, en la plaza de toros. Quica pregunta que si nos vamos, y dice que si se puede venir con nosotros que se viene con su hija, que casi tiene doce años, que es muy dispuesta y puede ser tan buena sirvienta como ella.

Las muertes de un lado y de otro acabarían por decidir la marcha. Y el encuentro con los Albuera, en el velatorio del marido de su hermana y de sus cuatro hijos.

Los féretros dibujaron su oscuro reflejo en los baldosines de la fachada azul cuando los sacaron de la casa. Doña Amalia besó uno por uno los ataúdes en el zaguán, y cuando los cinco estuvieron alineados en la acera, condujo a su hijo ciego hasta la caja que llevaba a su padre, ensimismada, sin dejar de mirar el brazalete que señalaba el luto en su antebrazo. Cinco féretros. Un solo brazalete. El joven cargó a su padre, y su madre siguió a la comitiva hasta la parroquia apoyada en el brazo de su cuñada Jacinta, la marquesa de Senara. Sus pasos se arrastraban al ritmo del tañido de las campanas, el redoble marcaba la lentitud de sus pies, tocando a muerto.

Después de la misa, de pie ante el altar mayor, la familia recibió el pésame de los presentes, que inclinaban la cabeza al desfilar ante los cinco féretros. Acabado el ritual, los hombres alzaron los ataúdes y los sacaron de la iglesia ante la mirada atenta de doña Amalia, para llevarlos caminando hasta el cementerio. Las mujeres se retiraron a la casa azul acompañando a la viuda, donde rezaron un rosario mientras las campanas continuaban doblando a muerto. Misterio doloroso.

Vestida de negro, como todas las presentes, doña Jacinta evitaba mirar a su cuñada. Mantenía sus ojos fijos en las cuentas del rosario, contestaba a los rezos sumándose al murmullo de las demás, y rehuía encontrarse con aquel rostro cuya serenidad no podía comprender. Acabadas las oraciones, las mujeres guardaron un largo silencio. Después, una doncella uniformada ofreció un refresco. Los vuelos de abanicos negros removieron el aire, las palabras dirigidas a los oídos más cercanos formaron los corros, aproximando las cabezas enlutadas de velos rigurosos, y dieron a la reunión el ambiente de un pésame.

—Y gracias a Dios, le ha quedado una fortuna.

—¿Sí?

—Sí. Los duques de Augusta han sido siempre riquísimos.

—Qué va. La que es rica es Amalia. El padre hizo fortuna en las Filipinas.

—Estás muy equivocada, el que hizo fortuna fue el padre de él.

—Pues yo siempre he estado convencida de que eran judíos de Toledo.

—Ése era el abuelo, que era prestamista.

Frases de condolencia pronunciadas a media voz. Gestos de compasión, y lágrimas de algunas de las mujeres que intentaban consolar a la viuda, que no lloró ni una sola vez. Doña Jacinta susurró a la señora de Albuera:

—No puedo entender la entereza de Amalia.

—Una dama, en todo. Y eso se nota, Jacinta. Una gran señora.

—A Pablo, el marido de mi lavandera, lo han matado esta mañana en la plaza de toros. Y a ella tampoco la he visto llorar.

—No compares, ellas no sienten como nosotros.

—¡Cómo no van a sentir!

—Mujer, sí sienten, pero a Marciano, mi guarda, lo han matado también y Joaquina ha llorado muy poco, porque sabe por qué lo han matado. Además, tienen los sentimientos muy primarios.

No quiso discutir con su futura consuegra. No quiso contestarle que los ojos de Quica se habían secado de la alegría que rebosaron siempre. Y optó por contarle que su cuñada había decidido marcharse a Portugal, y que les había propuesto que se fueran con ella.

—¿Y qué vais a hacer?

—Julián no se decide. Le preocupa dejar aquí a Leandro y a Felipe. Y a mí también, si les pasa algo y estamos tan lejos.

—No pienses en eso, mujer.

—¿Y si vuelven? ¿Cómo se van a quedar aquí solos?

Junto a la señora de Albuera se encontraba su hija mayor, Victoria. Acercó la cabeza a ella, y un extremo del finísimo velo negro que la cubría se enredó en el camafeo que su madre llevaba al pecho.

—Pero eso no es un problema, se pueden quedar en «Los Negrales». ¿Verdad, mamá?

Habló en voz muy baja, mientras intentaba desprender el encaje sin desgarrarlo, y sin dañar la, joya que esperaba lucir en su vestido de novia, el camafeo que su madre le regalaría sólo después de la boda, y no antes, para que llevara algo prestado durante la ceremonia.

Los Albuera no dudaron ni un momento en acoger en su casa al prometido de su hija y a su hermano. El marqués aceptó el ofrecimiento y tomó la decisión de marcharse. Se lo comunicó a doña Amalia, y ambos acordaron que se irían de inmediato.

Todo estaba dispuesto para la marcha antes de que hubiera acabado la semana. Los marqueses de Senara tomaban café con doña Amalia y su hijo ciego en la salita de estar, y su chofer vigilaba en la calle los automóviles cargados de maletas.

Sólo quedaba esperar a Quica. La lavandera había ido con su hija al mercado a comprar provisiones para el viaje. Pero tardaba en volver. La marquesa miró el reloj de pared, dejó su taza en la mesita central, comenzó a dar vueltas al semanario que colgaba de su muñeca, repasando uno a uno los colgantes con los nombres grabados de sus hijos, y se levantó de su asiento. Su marido percibió su inquietud, y comenzó también a inquietarse.

—Jacinta, ¿le dijiste a Quica que nos íbamos a las doce?

—Sí, claro que se lo dije. Y ella es muy puntual, ya lo sabes. Tiene que haberle pasado algo.

La marquesa le pidió a su marido que se quedara acompañando a su hermana y a su sobrino, y salió de la salita de estar. Sus hijas mayores esperaban en el patio, la vieron acercarse hasta el cobertizo y regresar sobre sus pasos apretándose las manos.

—No sé qué le ha podido pasar a Quica, tenía que estar aquí a las doce.

Las jóvenes intentaron tranquilizar a su madre.

—Mamá, son las doce y media, tampoco hay que ponerse nerviosos por media hora.

Sus hermanas gemelas jugaban en la despensa con una balanza. Las risas de las pequeñas llegaban hasta ellas. Habían sacado sus gusanos de seda de la caja, y no encontraban la pesa exacta que equilibrara el fiel de la balanza.

Añadieron las hojas de mora al platillo donde habían colocado los gusanos, añadieron también los capullos y gritaron las dos al unísono:

—¡Cuarto de kilo!

Y sus risas se convirtieron en carcajadas.

—Decidle a las mellis que se callen, por favor. Por qué la habré mandado yo a la plaza, precisamente hoy que nos vamos de viaje.

No tendría que haberla enviado sola al lugar donde se enteró de que habían asesinado a su marido. No debería haberlo hecho. Tampoco era tan necesaria la fruta fresca. Sólo hacía unos días que Pablo había muerto. Enviaría a alguien a buscarla, a lo mejor se había impresionado por volver allí.

—Señora marquesa, que han cogido a mama.

Doña Jacinta escuchó claramente la voz de la hija de Quica. Salió a la calle, seguida de sus hijas mayores. Las gemelas, al oír el alboroto, corrieron tras ellas.

—Señora marquesa, señora marquesa.

La hija de Quica corría gritando hacia la casa.

—Señora marquesa, a mama la ha cogido un moro. La ha agachado y le está metiendo una cosa por aquí.

—¿Dónde la ha cogido? ¿Dónde, Catalina?

—En la calleja Chica.

Doña Jacinta pidió a sus hijas mayores que entretuvieran a las gemelas y avisaran a su padre. Él no dudó en buscar una escopeta en el equipaje. Encontró el arma, y las balas. La cargó sin perder un minuto. Y corrió hacia la calle que la niña había indicado. Pero cuando quiso llegar y encontrar a la madre, su cuerpo yacía en el suelo con el vientre pegado a la tierra. Tenía la boca abierta y los ojos cerrados. Junto a ella, rozando su garganta degollada, un soldado con turbante mostraba sus ojos abiertos y su espalda atravesada por un enorme puñal. La sangre de ambos cuerpos se mezclaba en un charco que alguien pisó al huir, y dibujó las huellas de unas zapatillas de esparto. Debían de pertenecer a un niño, o quizá a una mujer.

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