Disculpe el extravío, señor comisario. Ahora no estaba hablando con usted. Estaba hablando con mi Catalina, que en paz descanse. Ella también montó en coche, cuando la guerra, un trecho ni corto ni largo, pero arrojó todo lo que llevaba en la barriga. Se puso tan descompuesta que juramentó no volver a subir en un tiesto semejante ni aunque estuviera parado. Y mire usted que ella no se arredraba ante nada, pero no volvió a subir, por mucho que lo viera más quieto que la calavera de un difunto.
La llevaron al cortijo desde el pueblo.
Los marqueses, al poco de pasar lo de la iglesia, cuando se fueron a Portugal. Ella estaba en su casa. Y como la Nina había perdido al padre y a la madre, solita se había quedado la pobre, pues la pasaron donde los consuegros, que a la señora se le marcharon de milicianas dos o tres muchachas y le venía bien.
Lo de Meloncina se me ha escapado sin querer. De esa manera la llamaba yo, pero bajino, y sólo cuando estábamos encamados. Si llega a enterarse que lo he dicho en alto, tenemos alicantinas para rato. Y ahora que caigo, otra vez se me ha escapado.
Es que los melones se catan, y su nombre era Catalina.
Le pintaba más de lo que usted se figura.
Porque llevaba un tajo en la cara. Y la tenía redonda y dulce. Y olía a gloria bendita.
18
Las tropas sublevadas redujeron a los milicianos que se habían hecho fuertes en el campanario de la iglesia parroquial. Los últimos hombres cayeron desde la torre abatidos por las balas del ejército rebelde. El pueblo entero estaba dominado, y los vecinos comenzaron a salir de sus casas mirándose unos a otros, temerosos aún ante la calma posterior a la batalla. Una calma relativa y dudosa, amenazada por las explosiones de las bombas que podían oírse desde el frente del sur, muy cercano, demasiado cercano; y por los disparos procedentes de la tapia del cementerio, que interrumpían el silencio de las calles, dominando el recelo de todas las miradas y acompañando a los murmullos, y al llanto, cuando los nombres de los muertos pasaban de un oído a otro, apenas susurrados.
—El Bernardo, y la Manuela. Y el Marciano.
—Yo me he encontrado hace un rato a la Joaquina, que bajaba con la Justa del cortijo, llorando las dos.
—Dicen que los han matado en la plaza.
—Y que los han toreado, ¿será?
—O no será
—Cualquiera sabe.
—Y que no dan su permiso para darles entierro, y que los van a quemar, que son ateos y no merecen cristiana sepultura.
—Y porque dicen que son los que metieron candela a los santos.
—¿No os llega el olor a turrado?
—Dicen que no ha durado ni dos horas.
—Pues se llevaron a más de cientos.
—Los de Villanueva se hicieron fuertes en la Casa del Pueblo.
—Sí. Yo he oído que la Elisa, la maestra, y el Fino se salvaron por eso.
—Lo mismo que la Pepa, la de la tahona que hace los molletes tan ricos.
—¿El Fino y la Elisa son esos que dejan a los chiquillos que se bañen en su alberca?
—Los mismos. Y a los grandes también los dejan.
El grupo de mujeres formaba un corro en torno a un puesto del mercado de abastos, se acercaron a la que despachaba y juntaron sus cabezas para oírla mejor. Ninguna de ellas advirtió que se acercaba Quica, que no se separaba de su hija desde que le habían disparado y la llevaba de la mano, con la mitad del rostro cubierto por una venda. Habían salido de casa temprano, Quica prefería acabar una colada en casa de doña Jacinta antes de hacer el mercado. Se había despedido de su marido al amanecer. Lo había visto marchar con una escopeta hacia el monte. Para matar unas cuantas liebres dijo que la llevaba, pero ella sabía que no iba de caza.
—Al compadre de mi Paco y al vecino que vivía puerta con puerta los sacaron a la calle para que todos viéramos que llevaban la señal de la culata.
—Pues ésos han ido directos al cajón. Ésos no vuelven.
—Dios nos coja confesados.
—Amén.
—Jesús.
—El Candi, el de la Rosa, se ha tirado al monte.
—¿Cuál Candi?
—El de la taberna El Eucalipto, cucha, que no te enteras.
—El Juanma y el David, los hijos de la Angelita, la de Sanlúcar, se han tirado al monte también. Y el Pascual. Y la Ángela se ha ido con él a seguir la lucha, ni corta ni perezosa.
—Lo mismo que la Paca, que salió del brazo del Santi el ramos, y se largaron los dos para el monte más chulos que un ocho.
—Y el Ángel, el que se fue con la Juana a echar una mano a los que trajeron el teatro al frente del sur. Y el Enrique el barbas, el hortelano que dijo que si se perdía este pueblo se afeitaba.
—¿Y se ha afeitado?
—Coño que si se ha afeitado, más esquilado que un borrego se ha ido para el monte con Pepe el brochas, el de la Mari Chari, la molinera de El Tejar.
—Ésos se vuelven para América, chacha.
—Lo mismo, vete tú a saber. Y sería una lástima, porque anda que no se come bien en el molino. ¿Os acordáis del último convite?
—¿No nos vamos a acordar?, pues claro, fue cuando les nació la Ana.
—Al José, su compadre, no le dio tiempo, lo agarraron cuando se iba y se lo han llevado.
—Y al matarife. Y a Antonio, el Cántaro.
—Y al padre de la niña que tiene un tiro en la cara.
—¿El marido de la que lava donde la marquesa?
—Ese mismo.
—El de la Quica.
A pesar de que lo pronunciaron en voz baja, Quica oyó su nombre, y se acercó a preguntar. Una de las mujeres se llevó a la niña al puesto contiguo y la entretuvo mostrándole los pollitos recién salidos del huevo que piaban en una caja de cartón. Quica escuchó a las demás, interrumpiéndose unas a otras intentaban eludir las palabras definitivas que harían palidecer a la lavandera.
Con su capacho de esparto colgado al brazo, juntando los bordes para que no se escaparan las compras que ya había hecho, Quica corrió hacia el cementerio arrastrando a la niña de la mano. Rezaba, con la esperanza de que todo fuera un error. No podía ser cierto.
—¿Dónde vamos, mama?
—Padrenuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre; venga a nosotros tu reino; hágase tu voluntad así en el cielo como en la tierra. Y no permitas que ésta sea tu voluntad. No lo permitas, Padre nuestro, santificado. Santificado sea tu nombre. No permitas que sea tu voluntad, venga a nosotros tu reino. Santificado sea tu nombre. Padrenuestro que estás en los cielos.
—¿Dónde vamos?
—Padrenuestro que estás en los cielos. Santificado sea tu nombre. Reza conmigo, Nina.
La niña jadeaba, intentando abarcar con dos pasos cada uno de los que daba su madre. Habían llegado ya al camino de cipreses cuando se encontraron con la mujer del alfarero, que iba de regreso con su hijo.
—Lourdes, ¿has visto a mi Pablo?
Quica apretó sus hombros, la zarandeó buscando con su mirada sus ojos extraviados.
—¿Has visto a mi Pablo?
—A nadie he visto.
Apenas escuchó la respuesta, Quica acercó la mano de su hija a la de Lourdes y le rogó que la llevara a casa de los marqueses. La niña protestó, pero su madre ya le había soltado la mano, y reanudaba su carrera rezando de nuevo, apretando contra su pecho una medalla que llevaba al cuello.
—Santa María, Madre de Dios. Virgencita mía de Guadalupe, ruega por nosotros y no permitas que sea su voluntad.
La mujer del alfarero sujetó con fuerza a la niña, y le gritó a la madre que no fuera hasta la tapia. Le gritó una vez, sólo una vez. Y luego se quedó mirándola.
—También ella tiene derecho.
Nadie podría detenerla. Quica no paró de correr hasta que no llegó a la tapia exterior del cementerio. Y pudo ver cómo unos soldados con turbantes manipulaban sus palas. Y pudo ver cómo arrojaban cadáveres a una fosa. Restos de cuerpos calcinados. Todos los restos juntos, de todos los muertos.
Sus alaridos alcanzaron a Lourdes, que se detuvo a tapar los oídos de la niña con sus manos.