Sí, señor, a los cinco se los mataron cuando empezó la guerra. El mismo día que casi achicharran al padre del señorito Leandro los mataron a todos. Los que se los llevaron les dijeron que iban a saber si era verdad que tenían azul la sangre. Y juntos los mataron, a los cinco.
Algunos nuestros.
Digo siempre algunos nuestros porque no me da la gana de llamarlos rojos, y si digo sólo nuestros, los estoy metiendo en el saco, ya se lo he explicado yo a usted, que no somos todos iguales.
Y el que le dejaron se salvó porque era ciego. La madre se agarró a él gritando que no le mataran también a ése, que ningún daño podía hacer. Fusilaron a los cinco al amanecer, en pijama, como los sacaron de casa. De la noche a la mañana se quedó sin el duque la señora duquesa, y con un solo hijo de los cinco que tenía, que eran todos varones. Y con el que le dejaron se fue a Portugal. Pero ahora vive en el pueblo el señor duque, desde que se casó.
No, leche. Mataron al padre, que era duque, y por eso entonces el ciego, además de ciego, era duque, como lo fue su padre.
Pues le decía que la señorita estaba con sus amigas en el caserón, que allí paraban los convidados que venían de fuera cuando había un jolgorio, y con el ciego y su familia. Dicen que la portuguesa, siempre que iba al cortijo, no hacía más que explicarle al marido lo bonito que se veía. Todo lo de aquí le gustaba a esa señora, por eso no tardó ni un año, después del casorio, en convencer al ciego de que se vinieran a vivir a la casa azul. Y dejar a la suegra donde estaba.
Total, que llegó el Zacarías voceando el nombre de la señorita Aurora. Mi santa la vio salir corriendo a la entrada principal, y volver con una carta abierta en la mano. Y la vio sentarse al lado del ciego a leer con disimulo el escrito. La Nina decía que, de fijo, a todos les habría dado en creer que la señorita rompió a llorar porque se había emocionado con la canción que llaman fado, o por ver al ciego tocando la guitarra, y que por eso se fue para su cuarto. Pero la señorita no lloraba por la canción, ni por ver al ciego tocando la guitarra.
10
El regreso de la novicia al cortijo no interrumpió los preparativos de boda de la hija mayor de los Albuera. La actividad de las sirvientas continuó en consonancia con las órdenes que recibían de doña Carmen y de su hija Victoria. Instalaron a la enferma en el pabellón de invitados y allí pasaba sus horas en compañía de Felisa.
La mañana siguiente a su llegada, el médico y su padre la encontraron sentada a la sombra, rezando con los ojos clavados en el suelo, bajo los arcos de la marquesina que cubría la entrada del pabellón. Sus dedos arrastraban las cuentas de un rosario de cristal, las deslizaba de su mano izquierda a la derecha ocultando su brillo por un momento.
—Dios te salve, María. Llena eres de gracia y bendita Tú eres entre todas las mujeres. Y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros los pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte.
—Buenos días, hermana.
La voz del médico se mezcló con sus oraciones. Ella enmudeció. Estremecida, mantuvo la mirada baja y soltó el rosario.
—Eulalia, hija, ¿no saludas a don Andrés?
—Me llamo Aurora. Me llamo Aurora. Me llamo Aurora.
Sin abandonar los gritos, se puso en pie y corrió al interior del pabellón a buscar el abrazo de Felisa.
Las carreras que emprendía la enferma, en cuanto el médico y su padre se acercaban, cesaron después de unos días. Felisa estaba con ella, sentada a su lado contestaba de forma mecánica a sus rezos, murmurando letanías atropelladamente, repitiendo de prisa una oración tras otra, comenzándolas antes de que la novicia acabara las suyas.
—Mater amantísima.
—Ora pro nobis.
El médico se dirigía a los soportales. Iba solo. Por primera vez, visitaba a su paciente en el cortijo sin que don Ángel le acompañara. Se detuvo frente a la joven y saludó. Ella respondió al saludo.
—Buenos días.
—Buenos días.
Felisa se levantó para ofrecer al médico su asiento y se retiró del porche.
—Por el amor del cielo, señor doctor, hable usted con la niña, que está empeñada en morirse y se nos va a morir muy de veras.
Al tiempo que sus pasos dejaron de oírse, cesó el sonido de una leve tos, y los jóvenes comenzaron a hablar en voz baja, sin saber muy bien qué decirse. El médico observaba a la enferma intentando disimular la preocupación que le producía su aspecto. Advirtió sus violentas ojeras, hundidas en surcos casi azules, casi morados, casi vino, casi del color de su pánico, oscuro, y apenas transparente.
—¿Qué va ser de nosotros?
—¿Nosotros?
—Sí, y del convento.
—Estoy enferma, quiero morir cerca de mi madre.
En su rostro lívido y en la palidez de sus dedos, de sus manos delgadas en exceso, buscó los síntomas de su enfermedad. Pero sabía, aunque ella se negara a hablar de ello, que su estado lánguido y su mirada brillante eran ajenos al mal que la arrastraba.
El médico y la enferma se miraban uno a otro sin advertir que otros ojos los observaban desde el primer piso de la casa central.
Reclinada en el alféizar de una ventana, acariciando las perlas de una gargantilla que llevaba al cuello, la novia vigilaba con recelo a su hermana, preocupada también, aunque no por su salud. La presencia de la enferma en el cortijo había alterado su ánimo bullicioso desde el primer momento. Nada más llegar, su madre le pidió que fuera a visitarla. Pero Victoria no se atrevió, a pesar de que el médico les hubiera asegurado que el peligro de contagio había pasado. Puso como excusa una jaqueca y le envió el rosario de cuentas de cristal con el que su hermana no cesaba de rezar desde que llegó a sus manos. Un rosario que habían admirado las dos en una vitrina de la iglesia del Cristo durante largo tiempo, y que su padre compró para Victoria cuando la novicia ingresó en el convento. La verás pronto, podrás ir a verla cuando tú quieras, le había dicho al entregárselo, tratando de consolarla de la tristeza con la que se separó de su hermana por primera vez. Y ahora sólo quería verla desde lejos; la vigilaba cada mañana con la única intención de saber cuánto tiempo permanecía en el pórtico, mientras su recelo se convertía en una cierta animadversión contra la enferma.
—Mamá, ven un momento. Asómate.
Recostada en un diván, la madre hojeaba un catálogo que había llegado ese mismo día de París. Figurines de vestidos de novia.
—Mira éste, Victoria, es una preciosidad. Y como tiene el cuello subido, te destaca el camafeo de la bisabuela.
Se acercó a su hija y le mostró una página. Las dos miraron el dibujo.
—El mismo que me ha gustado a mí. Lo estaba viendo antes de que llegaras. ¿Tú crees que cumplirían con el plazo?
—Es de la misma casa que el de pedida, y ya ves que te ha llegado a tiempo para que Isidora te lo ajuste.
—Para éste necesitamos a Joaquina, que es la que tiene más delicadeza en las manos.
—Sí, claro, pero mejor que te lo arreglen las dos. Entonces, no miramos más. Lo encargo ya.
—Sí. A mí éste me encanta.
La señora de Albuera se dispuso a marcharse.
—Espera, mamá. Asómate un momento. Mira, Aurora está todo el día en la marquesina.
—Ya lo sé. Don Andrés ha dicho que tome el aire.
—Pero lo podía tomar en el patio de dentro. Ya sabes lo chismosas que son las muchachas. Todas preguntan, y al final se van a enterar de que no es una simple gripe. Van a correr la voz de que es contagioso y no va a venir nadie a mi fiesta de pedida.
—Se lo diré a Felisa.
—Y dile también que cierre las ventanas de fuera. Sería mejor que no las viese nadie.
Madre e hija acordaron comunicar a la servidumbre que la novicia había recuperado la salud. No dejarían ni un solo detalle al azar, para que todos los que asistieran a la fiesta creyesen que había regresado al convento. A los invitados que pernoctaran en el cortijo los alojarían en la casa central. Dirían que el pabellón estaba en obras si alguien se extrañaba al verlo cerrado y preguntaba. Y si no preguntaban, no darían ninguna explicación. Demasiadas excusas levantan sospechas. La comida de la enferma y de Felisa se la llevaría el chofer a diario, ellas mismas se la entregarían en un cesto, preparado a la hora de la siesta, cuando la cocina se quedara vacía. Y así se lo hicieron saber a don Ángel. El se resistió a aceptar que la solución que proponían fuera la única alternativa, pero ante la insistencia de su esposa y de su hija, dijo que estaba de acuerdo.