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En el cilindro había muy poca guata. Duncan recogió la de los otros dos y la metió en el primero. Mientras estaba entregado a esta tarea se dio cuenta de que empezaba a sentir frío. Inclinó la mirada hacia el contador que llevaba en el pecho... y al instante supo lo que sucedía: Lellie imaginó que cargaría botellas de aire nuevas y que las comprobaría; de modo que lo que había estropeado había sido la batería, o, mejor dicho, el circuito. El voltaje había descendido hasta un punto en que la saeta apenas oscilaba. El traje espacial había estado perdiendo calor desde hacía ya algún tiempo.

Se dio cuenta de que no sería capaz de resistir largo rato... quizás unos cuantos minutos. Tras la primera impresión, el miedo le abandonó bruscamente, para dejar paso a un impotente furor. Lellie le había privado también de su última posibilidad de salvación, pero él le demostraría quién era. Se estaba muriendo, pero abriría un pequeño agujero en la cabaña y no moriría solo...

El frío se estaba apoderando rápidamente de él, como si unas agujas de hielo le pincharan todo el cuerpo a través del traje espacial. Sus pies y sus dedos fueron los primeros en quedar helados. Con un inmenso esfuerzo pudo acercarse de nuevo a la pared metálica de la cabaña. El soplete seguía en el mismo lugar donde lo había dejado. Luchó desesperadamente para cogerlo, pero los dedos no le obedecían ya. Blasfemó y sollozó en su intentó de moverlos, y a causa de la angustia del frío ascendiendo por sus brazos. Y, de repente, sintió un agudísimo, insoportable dolor en el pecho. Sus sollozos se hicieron más intensos. Abrió la boca... y el aire sin calentar penetró en sus pulmones, helándolos.

En el interior de la cabaña, Lellie seguía esperando. Había visto la figura embutida en un traje espacial que se acercaba a la pared metálica a una velocidad anormal. Comprendió lo que aquello significaba.

Su artefacto explosivo estaba ya desconectado; ahora, Lellie estaba en pie, alerta, con un recio felpudo de goma en la mano, dispuesta a tapar cualquier agujero que pudiera aparecer.

Esperó un minuto, dos minutos... Cuando hubieron transcurrido cinco minutos, Lellie se acercó a la ventana; aplastando su rostro contra el cristal y mirando oblicuamente, pudo ver toda una pierna de un traje espacial, y parte de la otra. Colgaban allí, horizontalmente, a unos pies de distancia del suelo. Lellie las contempló por espacio de varios minutos. Su convulsivo temblor fue haciéndose cada vez menos visible...

Finalmente, cesó del todo.

Lellie se apartó de la ventana y soltó el felpudo de goma, que empezó a flotar por el interior de la cabaña. Durante unos segundos, Lellie permaneció en pie, completamente inmóvil, pensando. Luego se dirigió al armario de los libros y cogió el último tomo de la enciclopedia. Volvió sus páginas, hasta encontrar la palabra «viuda».

A continuación, buscó un trozo de papel y un lápiz. Durante unos instantes vaciló, tratando de recordar lo que le habían enseñado. Luego empezó a componer cifras, y se absorbió por completo en aquella tarea. Finalmente alzó la cabeza y contempló el resultado: 5.000 libras anuales durante cinco años, al 6 % de interés compuesto, representaba una bonita suma... Para un marciano, en realidad, una pequeña fortuna.

Pero luego vaciló otra vez. Seguramente, un rostro capaz de expresar alguna emoción hubiera fruncido ligeramente las cejas en aquel momento, porque, desde luego, de aquella suma había que restar una cantidad: 2.360 libras, exactamente.

La Expulsión

John Christopher

El agua escaseaba siempre entre planeta y planeta, incluso en un buque como el Ironrod.Al llegar a Forbeston, mi primera visita era siempre a la piscina. Me sumergía en sus aguas teñidas de verde y, después de nadar un rato, me tumbaba de espaldas, flotando. En lo alto, más allá de la casi invisible cúpula protectora, relucía el terciopelo púrpura del cielo marciano, moteado, ahora que el sol estaba bajo en el horizonte, con las mayores estrellas. Una de ellas, estática y enorme, era verde.

De la piscina al club; la rutina habitual. El Club de Oficiales Decanos estaba en la confluencia de las calles 49 y X, en frente del edificio del Departamento de Comercio. Hacía dos años que pertenecía al club, y a los 34 no era ya el oficial más joven. Un prodigio de 31 años había obtenido su carnet de miembro dos o tres meses antes.

Desde su pequeño cubículo, Steve me reconoció, lo cual era evidentemente un honor. Sacó el correo de mi casilla: media docena de facturas, dos vococartas de un primo lejano, y un montón de vocoanuncios.

Steve dijo:

—¿Dónde ha estado usted, capitán Newsam?

El citar el apellido era otra parte de su técnica: me había dado cuenta de que a las personas a las cuales conocía desde hacía años se limitaba a saludarlas con el nombre de capitán, comodoro, o lo que fueran.

—En Venus... en Mercurio —le dije—, en Clarke's Point... en Karsville... en Mordecai... Lo de siempre.

—Usted dando vueltas por ahí —dijo—. Yo estoy clavado aquí.

No era la primera vez que oía aquella queja; se la había oído al propio Steve, y a otros hombres de Forbeston y de otros lugares. Aunque la mayoría de ellos parecían bastante satisfechos de su suerte.

—Un lugar es igual que otro.

—Sí —dijo—. Así parece. Uno se acostumbra a un sitio, y... ¿Va usted a comer?

—Desde luego. —Dejé caer los vocoanuncios en un vertedero—. ¿Quiere hacerme un favor, Steve?

—Con mucho gusto.

—Localíceme al capitán Gains.

Su vacilación duró apenas un segundo, pero estoy acostumbrado a observar los pequeños detalles y a extraer consecuencias de ellos. Obtuve mi diploma con una tesis sobre el estudio psicológico de la conducta. Noté el parpadeo de los ojos de Steve, y el involuntario movimiento de sus manos.

—Trataré de localizarle, capitán. Últimamente no le he visto por aquí. —Dijo.

Dije, rápidamente:

—¿Cuánto tiempo hace que no le ha visto?

Sus maneras volvían a ser tranquilas.

—Bueno, ya sabe usted lo que pasa. Con los oficiales de servicio, uno no sabe nunca si están aquí o de viaje. Y cuando están en Forbeston, no siempre vienen al club. Se dedican a hacer excursiones, y todo eso.

—Tiene usted muy buena memoria, Steve. ¿Cuándo vio al capitán Gains por última vez?

Fingió reflexionar.

—Hará un par de meses, quizá. ¿Cuánto tiempo ha estado usted fuera?

—Unos dos meses.

—Sí. Más o menos, ése es el tiempo.

—Gracias. De todos modos, trate de localizarlo. Voy a comer.

Encontré una mesa vacía junto a la ventana y encargué la comida. La ventana permitía ver el patio de recreo de la Forbeston Junior School; mientras comía, contemplé la generación que iba a relevarme cuando hubiera completado mis veinte años de servicio espacial y estuviera dispuesto a retirarme a la plantación de las colinas. No me di cuenta de que alguien se acercaba a mi mesa. El recién llegado dio unos golpecitos en el respaldo de mi silla.

—¿Le importa que me siente aquí?

Era Matthews, del Firelake.Había viajado con él varias veces, a diversos lugares, y me era bastante simpático. Hice un gesto de asentimiento.

—¿Acaba usted de llegar?

—Hace unas tres horas.

Asintió.

—Yo llevo aquí una semana. Ahora hacemos la ruta de Uranio. Un viaje muy pesado. Me tiene más que harto. En el último recorrido perdimos el Steelback.Es una ruta endiablada.

—Un lugar es igual que otro —dije. Era la frase convencional.

Matthews me miró.

—Me alegro que piense usted así.

—¿Qué otra cosa podría pensar?

—La gente tiene ideas, a veces —dijo, vagamente—. ¿Pasa cerca de la Tierra su ruta actual?

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