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Al decir esto, no pudo evitar el tocar la bolsa que llevaba colgada del cuello. Dentro de aquella bolsa estaba su credencial, cuidadosamente mecanografiada en uno de los pocos folios de papel que quedaban con el membrete oficial del gobierno (que no era menos oficial por el hecho de que la cara posterior se hubiese utilizado muchos años atrás para tomar apuntes en una oficina), y firmada por el propio Presidente. ¡Con tinta!

La existencia de tal documento podía tener mucha importancia para su futuro. Aparte de su valor intrínseco como acreditativo de sus atribuciones en el curso de las conferencias que iba a entablar, atestiguaba que le había sido confiada una misión de gran altura. Y, cuando su padre muriera, y él ocupara uno de los dos escaños que correspondían a Idaho, aquella misión le conferiría el suficiente prestigio como para intentar el ingreso en el Comité de Créditos. O, puestos a pedir, ¿por qué no llegar a lo más alto? Ningún senador Franklin había sido nunca miembro del Comité de Gobierno...

Los dos enviados supieron que estaban en los arrabales de Trenton cuando pasaron junto a los primeros grupos de jerseyitas que trabajaban en la limpieza de la carretera. Unos rostros asustados se alzaron hacia ellos, para inclinarse de nuevo rápidamente sobre su trabajo. Los grupos estaban trabajando sin ninguna vigilancia visible. Evidentemente, los Seminolas opinaban que unas simples órdenes eran suficientes.

Pero mientras cabalgaban a través de las casas en ruinas de lo que había sido la ciudad, sin encontrar a nadie de más importancia que hombres blancos, a Jerry Franklin empezó a ocurrírsele otra explicación. Todo aquello tenía el aspecto de una ciudad en guerra, pero, ¿dónde estaban los combatientes? Casi con seguridad al otro lado de Trenton, defendiendo el río Delaware. Esta era la dirección en que los nuevos gobernantes de Trenton podían temer un ataque, Pues en la parte norte sólo tenían a los Estados Unidos de América.

Pero, de ser así, ¿contra quién estaban defendiéndose? Al otro lado del Delaware, hacia el sur, sólo se hallaban Seminolas. ¿Sería posible que los Seminolas hubieran terminado por luchar entre ellos?

¿O acaso Sam Rutherford no se había equivocado? Fantástico. ¡Vestimentas de piel de búfalo en Trenton! Sólo podía haber vestimentas de piel de búfalo a menos de cien millas al oeste, en Harrisburg.

Pero cuando doblaron la esquina de la State Street, Jerry se mordió el labio con expresión de disgusto. Sam estaba en lo cierto, lo cual no complació precisamente a Jerry.

Esparcidos sobre el amplio césped del Capitolio del Estado había docenas de jacales. Y los hombres altos, de piel oscura, que estaban tranquilamente sentados o que paseaban con orgullo entre los jacales, llevaban vestimentas de piel de búfalo. Al contemplar sus rostros pintarrajeados no había ninguna necesidad de recordar las lecciones de ciencia política: eran Siuox.

De modo que la información que había llegado al gobierno acerca de la identidad del invasor era completamente errónea... como de costumbre. Bueno, no podían pedirse milagros a las comunicaciones desde tan larga distancia. Pero aquella inexactitud hacía difíciles las cosas. Podía invalidar su credencial, ya que la credencial iba directamente dirigida a Osceola VII, Rey de Todos los Seminolas. Y si Sam Rutheford creía que esto le daba derecho a pavonearse...

Miró hacia atrás imprudentemente. No, Sam no plantearía ningún problema. Sam no era de los que pinchaban: “Ya se lo dije a usted...”. Al sentir sobre él la mirada de su jefe, el hijo del Subsecretario de Estado bajó los ojos con expresión humilde.

Satisfecho, Jerry rebuscó en su memoria algún dato importante acerca de recientes relaciones políticas con los Siuox. No pudo recordar muchos... apenas los términos de los dos o tres últimos tratados. Tendría que forzar su memoria.

Cabalgó hasta encontrarse delante de un guerrero de aspecto imponente, y se apeó del caballo. Podía hablarse con un Seminola sin desmontar, pero los Sioux eran muy susceptibles en materia de protocolo cuando trataban con hombres blancos.

—Venimos en son de paz —le dijo al guerrero, que permanecía tan impasiblemente erguido como la lanza que sostenía en la mano, tan rígido y duro como el rifle que colgaba de su espalda—. Traemos un mensaje importante y muchos regalos para tu jefe. Venimos de Nueva York, el hogar de nuestro jefe. —Hizo una breve pausa y luego añadió—: ¿Conoces al Gran Padre Blanco?

Inmediatamente lamentó haber añadido la pregunta. El guerrero cloqueó brevemente; en sus ojos se encendió una regocijada lucecita. Luego, su rostro volvió a quedar inexpresivo, revestido de una serena dignidad.

—Sí —dijo—. He oído hablar de él. ¿Quién no ha oído hablar de la riqueza y del poder y de los grandes dominios del Gran Padre Blanco? Ven; te llevaré a presencia de nuestro jefe.

Jerry hizo un gesto a Sam Rutherford para que esperase.

Ante la entrada de una gran tienda, lujosamente decorada, el indio se apartó a un lado y le indicó a Jerry que podía entrar.

El interior de la tienda estaba sumido en una semipenumbra, pero la iluminación era lo suficientemente lujosa como para dejar a Jerry sin aliento. ¡Lámparas de petróleo! ¡Tres! Aquella gente vivía bien.

Hacia un siglo antes de la última gran guerra, sus antepasados habían poseído una gran abundancia de lámparas de petróleo. Y algo mejor que las lámparas de petróleo, quizá, si había que creer las historias que los ingenieros contaban alrededor de las fogatas. Aquellas historias eran agradables de oír, pero constituían glorias de un lejano pasado. Al igual que las historias de graneros y de supermercados llenos hasta los topes, le hacían a uno sentirse orgulloso de su pueblo, pero no le servían de ninguna ayuda en los momentos actuales. Conseguían que a uno se le hiciera la boca agua, pero no le alimentaban.

Los indios, cuya organización tribal había sido la primera en adaptarse a las nuevas circunstancias, tenían graneros. Los indios tenían lámparas de petróleo. Y los indios...

Había allí dos vigorosos hombres blancos sirviendo comida al grupo sentados en cuclillas en el suelo. Un anciano, el jefe, de rostro rechoncho. Tres guerreros, uno de ellos demasiado joven para asistir a un consejo. Y un negro de unos cuarenta anos, vestido con harapos semejantes a los de Franklin, aunque un poco más nuevos y un poco menos sucios.

Jerry se inclinó delante del jefe, extendiendo sus brazos, con las palmas de las manos hacia abajo.

—Vengo de Nueva York, donde reside nuestro jefe —murmuró.

A pesar de sí mismo, estaba un poco asustado. Le hubiera gustado conocer sus nombres; de modo que pudiera relacionarlos con acontecimientos específicos. Aunque Jerry sabía cuáles podían ser sus nombres... aproximadamente. Los Sioux, los Seminolas, miembros de todas las tribus indias renacientes en poderío y en número, llevaban nombres cargados de anacronismo. Una extraña mezcla de diversas etapas del pasado, cubiertas siempre por presente. Como los rifles y las lanzas, unos para la realidad de luchar, las otras como símbolo más importante que la realidad misma. Como el uso de los jacales en el campo, cuando, según los rumores que circulaban por el país, los obreros esclavos podían construirle al más insignificante de los indios una morada como ni siquiera el presidente de los Estados Unidos, sobre su jergón especial de paja, podía soñar. Como las caras pintarrajeadas mirando a través de los reinventados microscopios. ¿Cómo habían sido los antiguos microscopios? Jerry trató de recordar el Curso de Investigaciones de Ingeniería que había seguido en su adolescencia, pero la tentativa resultó inútil. Lo mismo daba: los indios eran tan extraños y tan pavorosos... A veces uno pensaba que el destino les había elegido para ser conquistadores, con la descuidada contradicción de los conquistadores. A veces...

Jerry se dio cuenta de que estaban esperando que continuara.

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