—Pero, yo no quería... —tartamudeé—. no merezco... no tienen por qué echar a alguien de su casa para que yo...
—Silencio —rió. Era la risa de un chiquillo, pero había en ella una nota metálica—. No hable de gratitud, ni de solidaridad, ni de nada de todo eso: suena a formulismo, y no quiero oírlo de sus labios. El populacho necesita tanto el palo como el pan. Tienen que darse cuenta no sólo de que los traidores son castigados, sino también de que los leales son recompensados. ¿Comprende?
—¿Qué clase de cargo tiene usted? —inquirí, sin atreverme a hablar en voz alta.
—¿Cargo? ¿Posición? Ninguno, en absoluto. Esto es lo mejor de todo. No soy más que un asesor oficioso del Presidente. —Achtmann se encogió de hombros, haciendo una mueca—. Primm inter pares. Alguien tiene que hacerlo, y yo dispongo de una gran cantidad de hombres adiestrados y que me son absolutamente fieles... la cosa funciona bien, ¿no le parece?
—Usted se lo dice todo —murmuré.
—¡Diablo! —No parece muy convencido... ¿Cree que a mí me gusta tener a un centenar de ruidosos criados bajo mi techo? Esto es solamente un aspecto de la comedia que tengo que representar. El mayor de los errores de Hare fue el de ser un hombre amargado, que no supo rodearse de un marco de alegría y de esplendor. No podemos levantar a todo un mundo de la ruina si no empezamos por colocar a su caudillo en un marco adecuado.
—Creí que usted luchaba precisamente contra eso —murmuré.
—En efecto. Y sigo pensando del mismo modo. Pero hay demasiadas cosas que hacer. No podemos soltar las riendas de la noche a la mañana a la gente que por espacio de una generación no ha gozado ni siquiera del derecho de pensar como se le antojase. No podemos restablecer las garantías individuales, ni el habeas corpus,ni los procedimientos normales en los juicios políticos, cuando varios millones de hombres se dedican a conspirar para restablecer la dictadura. Existen todavía muchos fanáticos haristas, como usted sabe, sin contar con un centenar de pequeños grupos de chiflados, cada uno de ellos con sus propias e infalibles recetas para salvar a la humanidad.
Achtmann encendió otro cigarrillo con la colilla del que estaba fumando. Las palabras surgían de su boca frías como el hielo.
—No podemos disolver el Protectorado y conceder la independencia a las provincias extranjeras, hasta que las hayamos educado y civilizado. De no hacerlo así, no tardaríamos en tener que enfrentarnos con otra guerra nuclear. Y aquí, en nuestra propia casa, hay mucha pobreza y mucha. hambre... ¿Cómo va a creer un hombre que vive en una democracia, si sus hijos no tienen pan? Si aflojáramos la mano, no tardaría en aparecer un Führer que les prometiera alimentarles. Lo primero que tenemos que hacer es restablecer la economía, la...
Me sorprendí a mí mismo interrumpiéndole.
—Para su información —dije—, debo comunicarle que pertenezco al Partido Libertario.
—No importa —declaró Achtmann alegremente—. No constituirá ninguna nota desfavorable para usted. Cuando los partidos políticos sean disueltos, será una simple cuestión de...
—¡Disueltos! —exclamé, asombrado—. ¿Acaso no van a celebrarse unas elecciones?
—Temo que habrá que esperar unos cuantos años para ello. Sinceramente, amigo mío, ¿cómo cree usted que sería posible celebrar elecciones en unas circunstancias como las actuales? Yo fui el primero en creer que podrían celebrarse, y por eso fueron anunciadas, pero desde entonces he aprendido unas cuantas cosas que me han hecho. comprender que estaba equivocado.
Debió leer en mi rostro lo que yo estaba pensando en aquellos momentos, porque se apresuró a añadir, con una mueca que quería ser una sonrisa:
—No me mire usted con ese aire horrorizado, profesor Lewisohn. No soy otro Hare, ni mucho menos. Él no admitió nunca que podía estar equivocado.
—No tenía usted ningún derecho a hacerlo —protesté—. No ocupa usted ningún cargo oficial... ¡Oh! Ya entiendo: el Presidente y el Congreso actúan de acuerdo con sus instrucciones, y son considerados responsables de los errores y de los excesos en que usted incurre. En cambio, usted se adorna con las plumas de las cosas que salen bien...
—¡Eso es absurdo!
Era evidente que mis palabras habían enfurecido a Achtmann. Pero su furor no duró más que un breve instante. Luego dio media vuelta, dándome la espalda, y se acercó a una de las ventanas del salón. Allí permaneció silencioso, mirando a través de los cristales.
Como obedeciendo a una misteriosa llamada, apareció un criado y me ayudó a ponerme el abrigo. Me quedé en pie, temblando, sin saber qué hacer.
—No se preocupe, profesor —dijo Achtmann en tono amable—. De acuerdo, si usted insiste, esto es una dictadura. Pero es una dictadura benévola... ¡Diablos! Me conoce usted perfectamente y sabe cómo pienso ¿no es cierto? Desde luego, puedo verme obligado a eliminar a unos cuantos adversarios, y sé que la gente empieza a llamarme el Cinc, pero... —Siguió mirando a través de la ventana, sin volverse hacia mí—: Esto sólo será mientras dure el estado de emergencia.
¡Rumbo Al Este!
William Tenn
La ruta de New Jersey, a caballo, había sido dura. Al sur de New Brunswick, los baches eran tan profundos, las piedras y la grava tan abundantes, que los dos hombres se habían visto obligados a avanzar a un trote lento, para evitar que alguno de sus tres valiosos animales se rompiera una pata. Y, desde luego, en aquel lejano sur no existía ninguna granja: sólo pudieron comer las provisiones que llevaban en las alforjas, y la noche anterior habían dormido en los restos de una estación de servicio, suspendiendo sus hamacas entre las herrumbrosas bombas de gasolina.
Sin embargo, era el camino mejor, el más directo; Jerry Franklin no lo ignoraba. La Ruta era una carretera gubernamental: su piso se limpiaba cada seis meses. Habían avanzado con apreciable rapidez, teniendo en cuenta que además de sus monturas llevaban otro caballo de carga. Mientras descendían la última ladera, al pie de la cual se erguía un tronco de árbol que tenía grabadas las palabras TRENTON: SALIDA, Jerry suspiró, aliviado. Su padre, los colegas de su padre, estarían orgullosos de él. Y él estaba orgulloso de sí mismo.
Pero, inmediatamente después, estaba de nuevo alerta. Espoleó a su caballo y lo situó a la altura del de su compañero, un joven de su misma edad.
—Protocolo —le recordó—. No olvides que soy el jefe. Ya sabes que no tienes que cabalgar delante de mí.
No le gustaba tener que recordar su rango, pero los hechos eran los hechos y si un subordinado se extralimitaba, había que llamarle la atención. Después de todo, Jerry era hijo —y primogénito, además— del Senador de Idaho: el padre de Sam Rutherford era un simple Subsecretario de Estado, y la familia de la madre de Sam descendía de unos modestos empleados de correos. Sam asintió con un gesto de disculpa y obligó a su caballo a que retrocediera a la distancia conveniente.
—Me había parecido ver algo extraño —explicó—. Estaba mirando hacia aquella parte del camino... y juraría que he visto a unos hombres que llevaban vestimentas de piel de búfalo.
—Los Seminolas no llevan vestimentas de piel de búfalo, Sammy. ¿Es que no recuerdas nuestra ciencia política de segundo curso?
—No he estudiado ciencias políticas, mister Franklin: yo era un mecánico especialista. Pero por lo poco que sé, no creo que las vestimentas de piel de búfalo correspondan a los Seminolas. Por eso estaba...
—Preocúpate del caballo de carga —le advirtió Jerry—. Las negociaciones son tarea mía.