A última hora de la tarde, Dillinger llamó a Wembling.
—Tiene usted a varios hombres moviéndose continuamente de un lado para otro —le dijo—. ¿Han observado alguna actividad desusada en los indígenas?
—No tengo la menor noticia —dijo Wembling—. ¿Quiere que me asegure?
—Se lo agradecería.
—Aguarde un momento.
Oyó que Wembling daba unas órdenes. Un instante después, Wembling le decía a Dillinger:
—¿Cree usted que los indígenas están tramando algo?
—Sé que están tramando algo, pero no consigo imaginar de qué se trata.
—Usted les manejará bien —dijo Wembling en tono confiado—. Hubo una época en que deseaba verlos aniquilados a todos, pero desde que usted se ha encargado de mantenerlos alejados de mis asuntos, sólo deseo vivir y dejar vivir. Incluso podrían ser una atracción para los turistas... Tal vez fabriquen cestos, o figuritas talladas, o algo por el estilo. Y yo podría vender esas cosas en el vestíbulo de mi hotel.
—A mí no me preocupan los cestos de los indígenas —dijo secamente Dillinger.
—De todos modos... Un momento, Ernie. Nadie vio nada anormal.
—Gracias. Temo que tendremos que aplazar de nuevo esa partida de ajedrez. Estaré muy ocupado.
—Lo siento. ¿Mañana por la noche, entonces?
—Veremos.
Langri podía haber sido un lugar encantador a la luz de la luna, pero allí no había luna. Wembling tenía un proyecto para producir un claro de luna artificial, pero hasta que no lo pusiera en práctica la noche seguiría sumiendo a la belleza del planeta en la mayor negrura.
Mirando a través de aquella negrura, Dillinger vio luz. En cada poblado indígena ardían docenas de hogueras. De cuando en cuando, sus contornos se unían en una brillante mancha luminosa; cuando volvían a separarse, aparecían como un enjambre de brillantes varillas danzando en la oscuridad.
—¿Y dice usted que eso no es normal? —le preguntó Dillinger al piloto del avión de reconocimiento.
—Desde luego. Los indígenas suelen hacer la última comida del día al atardecer, cuando las barcas regresan de la pesca. Al terminar ésta, puede usted volar por encima de toda la costa sin ver una sola luz, excepto en el lugar que ocupan nuestros hombres. Nunca había visto una fogata encendida a estas horas.
—Es una lástima que sepamos tan poco acerca de estos indígenas —dijo Dillinger—. El único con quien he hablado es ese Fornri, y siempre ha habido en él algo distante... Nunca sé lo que está pensando. La Oficina Colonial debió enviar un equipo para estudiarlos. Y facilitarles también alguna ayuda. La pesca disminuirá todavía más cuando Wembling empiece a recibir turistas. Necesitan aprender a cultivar la tierra... ¿Qué opina usted de esos fuegos, Protz?
—Resultan sugestivos, pero que me cuelguen si sé lo que sugieren.
—Yo sé lo que sugieren —dijo Dillinger—. Esta mañana aterrizó aquí una nave desconocida, y esta noche todos los indígenas del planeta están en vela, preparando algo. Será mejor que regresemos y hagamos también nuestros preparativos.
Lo que Dillinger podía hacer era muy poco. Tenía una línea de defensa alrededor de cada uno de los tres edificios en construcción de Wembling. Tenía sus naves situadas estratégicamente, de modo que pudieran prestar el máximo apoyo. Todo esto había sido preparado desde hacía meses. Puso en estado de alerta a todos sus hombres, dobló la guardia en las playas y estableció unas reservas móviles. Le hubiera gustado disponer de unos cuantos oficiales del ejército de tierra para que le ayudaran. Había pasado toda su vida aprendiendo a guerrear en el espacio, y ahora, por primera vez en su carrera militar, se enfrentaba con la posibilidad de una batalla en tierra firme, y con el peligro de verse hostigado por hordas de indígenas.
El parte nocturno del servicio de inteligencia llegó al amanecer, virtualmente en blanco. Aparte de las fogatas, no había nada de lo que informar. Dillinger entregó el parte a Protz, el cual le echó una ojeada y se lo devolvió.
—Vaya a ver a Wembling —dijo Dillinger—. Dígale que mantenga a sus hombres en sus alojamientos. No quiero ver a ninguno de ellos rondando por ahí. La orden cuenta también para él.
—Se pondrá a gritar.
—Será mejor que no me grite. Si conociéramos mejor a esos indígenas, tal vez podríamos ver este asunto desde su punto de vista. No consigo hacerme a la idea que nos ataquen. Un gran número de ellos resultarían muertos, y no lograrían nada. Seguramente saben eso tan bien como nosotros. Si usted fuese un indígena, y deseara interrumpir el trabajo de Wembling, ¿qué haría?
—Asesinar a Wembling.
Dillinger dio una palmada de disgusto sobre la mesa.
—Eso es. Póngale una guardia armada.
—¿Qué haría usted.
—Yo colocaría explosivos en puntos cuidadosamente escogidos de los hoteles. Si esto no interrumpía del todo el trabajo, causaría al menos un gran retraso en las obras.
—Desde luego —asintió Protz—. Esto tiene más sentido que un ataque desordenado. Pondré una guardia especial alrededor de los edificios.
Dillinger se puso en pie y se acercó a la ventana. El alba inundaba a Langri con su habitual belleza. El mar estaba plácidamente azul bajo el sol naciente. En el promontorio...
Dillinger rezongó en voz baja.
—¿Qué sucede? —preguntó Protz.
—Mire...
Dillinger señaló hacia el mar.
—No veo nada.
—¿Dónde está la embarcación de pesca?
—No está allí.
—Todos los días, desde que estamos aquí, hemos visto una embarcación de pesca frente al promontorio. Haga salir a los aviones de reconocimiento. Hay algo que no marcha como es debido.
Media hora más tarde llegaron los informes. Todas las embarcaciones de pesca de Langri estaban encalladas en la playa. Los indígenas no trabajaban.
—Se están concentrando en los poblados más importantes —dijo el oficial del servicio de información—. El A7 (el poblado de ese Fornri, ya sabe) es el que ha congregado más gente. Y el B9, el D4, el F12..., todos a lo largo de la costa. En todos los lugares hay fogatas encendidas.
Dillinger estudió una fotografía aérea, y el oficial trazó un círculo alrededor de los poblados mientras los iba nombrando.
—Creo que sólo podemos hacer una cosa —dijo Dillinger—. Ir a visitar a Fornri y sostener una pequeña charla con él.
—¿Cuántos hombres quiere usted que le acompañen? —preguntó Protz.
—Iremos usted y yo. Y el piloto.
Efectuaron un aterrizaje perfecto en la blanda arena de la playa. El piloto se quedó en la nave; Dillinger y Protz subieron el repecho que conducía al poblado, pasando a través de una multitud de indígenas. La turbación de Dillinger iba en aumento a cada paso que daba. Allí no había ninguna señal de conjura. La atmósfera era más bien festiva, con los indígenas alegremente vestidos riendo y cantando alrededor de las fogatas: cantando en galáctico, un hecho que no había dejado de intrigar a Dillinger. Los indígenas les abrían paso respetuosamente. Por lo demás, aparte de las tímidas miradas que les dirigían los chiquillos, nadie parecía conceder la menor importancia a su presencia.
Llegaron a las primeras chozas y se detuvieron, mirando a lo largo de la calle del poblado. Los deliciosos olores de un festín en preparación le recordaron a Dillinger que no había desayunado. Al final de la calle, cerca de la mayor de las chozas, hombres y mujeres formaban una larga cola. Dillinger miró a uno y otro lado, en angustiosa demanda del reconocimiento oficial de su presencia.
Repentinamente, Fornri apareció delante de él, y aceptó su mano.
—Nos sentimos muy honrados —dijo Fornri. Pero su rostro, habitualmente inexpresivo, revelaba una emoción que Dillinger no fue capaz de interpretar. ¿Estaba enojado, o simplemente disgustado?—. ¿Puedo preguntar cuál es el motivo de su visita? —inquirió.