Dillinger miró a Protz, el cual se encogió de hombros y desvió la mirada.
—Hemos venido a..., a observar —tartamudeó Dillinger.
—Antes de ahora no se había entrometido usted en la vida de mi pueblo. ¿Es que las cosas van a cambiar?
—No. No estoy aquí para entrometerme.
—Entonces, su presencia no es necesaria. Esto no le afecta a usted.
—Todo lo que sucede en Langri me afecta —dijo Dillinger—. He venido a enterarme de lo que ocurre aquí. Trato de comprenderlo.
Fornri retrocedió bruscamente. Dillinger le vio alejarse, vio a un grupo de jóvenes indígenas reunirse a su alrededor. Sus ademanes eran tranquilos, aunque apremiantes.
—Es curioso —murmuró Protz—. En cualquiera de las sociedades primitivas que he visto hasta ahora, los ancianos dirigían los asuntos. Aquí en Langri, lo hacen los jóvenes. Apostaría cualquier cosa a que en ese grupo no hay ni un solo hombre que tenga más de treinta años.
Fornri regresó. Estaba preocupado, no había duda. Miró fijamente a Dillinger antes de hablar.
—Sabemos que ha sido usted un amigo para mi pueblo y que nos ha ayudado cuando ha podido hacerlo. Nuestro enemigo es el señor Wembling. Si supiera lo que estamos preparando, intentaría estorbarlo.
—El señor Wembling no les estorbará —dijo Dillinger.
—Muy bien. Estamos celebrando elecciones.
Dillinger notó que la mano de Protz se contraía sobre su brazo. Estúpidamente, repitió:
—¿Celebrando elecciones?
Fornri habló orgullosamente:
—Estamos eligiendo delegados para una asamblea constitucional.
Un marco idílico. Un claro del bosque con vistas al mar. Mujeres preparando un festín. Ciudadanos esperando tranquilamente que les llegara su turno para votar. Democracia en acción.
—Cuando la constitución esté aprobada —continuó Fornri—, elegiremos un gobierno. Entonces solicitaremos el ingreso en calidad de miembros de la Federación Galáctica de Mundos Independientes.
—¿Es esto legal? —preguntó Protz.
—Completamente legal —dijo Fornri—. Nuestro abogado nos ha asesorado. El requisito principal es que el cincuenta por ciento de la población conozca las primeras letras. En nuestro pueblo, la proporción es del noventa por ciento. Pudimos haber hecho esto mucho antes, pero no sabíamos que bastaba con el cincuenta por ciento.
—Les felicito sinceramente —dijo Dillinger—. Si su petición de ingreso en la Federación es aceptada, supongo que su gobierno obligará a Wembling a marcharse de Langri.
—Tratamos que Langri nos pertenezca únicamente a nosotros. Éste es el Plan.
Dillinger alargó su mano.
—Les deseo buena suerte en las elecciones y en su petición de ingreso en la Federación.
Con una última mirada a la fila de votantes, dieron media vuelta y regresaron lentamente al avión. Protz se frotó las manos, silbando alegremente.
—Y esto —dijo— acabará con Wembling.
—Por lo menos, hemos resuelto el misterio de la nave desconocida —dijo Dillinger—. Era su abogado, que ha venido a asesorarles y a ayudarles a redactar la constitución. En lo que respecta a Wembling, está usted equivocado. Los Wembling de esta galaxia no acaban tan fácilmente. Está preparado para esto. Casi puede decirse que lo está esperando.
—¿Qué puede hacer?
—Ningún tribunal de justicia le quitará lo que ya tiene. Los indígenas pueden evitar que se apodere de más terrenos, pero los que ha trabajado quedarán suyos. Los adquirió legalmente, con un permiso refrendado por la Federación. En la actualidad posee más de cien millas de playa. Si lo desea puede construir un centenar de hoteles. Inundará el mar de turistas aficionados a la pesca, y los indígenas se morirán de hambre.
Dillinger se volvió para dirigir una última mirada al poblado, y sacudió tristemente la cabeza.
—¿Se da usted cuenta de la enorme tarea que ha realizado esa gente? El noventa por ciento de la población conoce las primeras letras. ¡Cómo deben haber trabajado! Y están vencidos antes de empezar a luchar. ¡Pobres diablos!
V
«El trazado normal de un camino que pasa por el bosque —pensaba Dillinger— suele ser de continuos rodeos, apartándose ora de un árbol, ora de un matorral, siguiendo generalmente la línea de menor resistencia. Este camino no da ningún rodeo. Discurre tan rectamente, que podría haber sido trazado por un agrimensor. Es un camino antiguo y muy transitado. Tuvieron que cortar árboles, pero no queda ni rastro de los tocones.»
Delante de él, Fornri y media docena de jóvenes indígenas caminaban con paso rápido, sin mirar atrás. Habían recorrido ya más de cinco millas, y la marcha no parecía llegar a su fin. Dillinger estaba sudando y empezaba a notar el cansancio.
Fornri había ido a buscarle al Hotel Langri.
—Nos gustaría que viniera con nosotros —le había dicho—. Usted solo.
Y Dillinger había ido con ellos.
El Hotel Langri estaba desierto. Al amanecer del día siguiente, el Escuadrón 984 regresaría al espacio, que era donde le correspondía estar. Wembling y sus obreros se habían marchado ya. Langri había sido devuelto a sus legítimos dueños.
El Plan de los indígenas había sido algo absurdamente sencillo: absurdamente sencillo y tremendamente eficaz. En primer lugar, se había cursado la petición de ingreso en la Federación, la cual, afortunadamente, había llegado a Galaxia en el preciso instante en que las cartas anónimas de Dillinger producían una terrible conmoción que hizo tambalearse al gobierno, provocó una tormenta en la Oficina Colonial y en el Departamento de Marina, y tuvo repercusiones en el propio Langri, con el nombramiento a toda prisa de un comité encargado de efectuar una investigación a fondo en el planeta.
La petición de ingreso fue incluida inmediatamente en el orden del día y aprobada por unanimidad.
Wembling no fue molestado. Sus abogados se habían puesto en movimiento antes que finalizara el recuento de los votos, y el gobierno indígena recibió orden de un tribunal para que adjudicara en firme a Wembling los terrenos en los cuales había hecho obras. El gobierno de Langri cumplió la orden sin oponer ninguna objeción, hasta el punto que Wembling añadió astutamente varios centenares de acres a sus propiedades, sin despertar ninguna protesta.
Entonces llegó el golpe maestro, un golpe que ni siquiera Wembling había previsto.
Impuestos.
Dillinger había estado presente cuando Fornri le entregó a Wembling la relación de los impuestos que debía satisfacer al gobierno de Langri. Wembling había gritado como un poseso, había aporreado su mesa escritorio y había jurado que recurriría a todos los tribunales de la galaxia contra aquel atropello, pero descubrió que los tribunales no estaban de acuerdo con sus puntos de vista.
Si los representantes electos del pueblo de Langri deseaban fijar un impuesto sobre la propiedad equivalente al décuplo del valor tasado de la propiedad, tenían perfecto derecho a hacerlo. Por desgracia para él, Wembling era dueño de la única propiedad del planeta cuyo valor tasado tenía verdadera importancia. Diez veces el valor de una choza indígena representaba una cantidad inferior a cero. Diez veces el valor de los hoteles de Wembling significaba la ruina.
Los jueces se mostraron de acuerdo con Wembling en que la medida adoptada por el gobierno era poco prudente. Desalentaría al comercio y a la industria, y retrasaría indefinidamente el desarrollo del planeta. Con el tiempo, esto se haría evidente a los propios habitantes de Langri, y entonces podrían elegir a unos representantes que promulgasen unas leyes fiscales más benignas.
Entretanto, Wembling tenía que pagar los impuestos.
Esto le dejaba en la disyuntiva de no pagar y perder sus propiedades, o pagar y quedar completamente arruinado. Eligió no pagar. El gobierno confiscó sus propiedades por impago de impuestos, y la situación de Langri quedó resuelta a satisfacción de todos, menos de Wembling y de los que le apoyaban financieramente. El Hotel Langri iba a convertirse en escuela y universidad para los indígenas. Las dependencias del gobierno ocuparían uno de los otros hoteles. Los indígenas no habían decidido aún lo que harían con el tercero, pero Dillinger estaba convencido del hecho que lo utilizarían juiciosamente.