El desconocido le contempló fijamente, con expresión desconcertada.
—No me deja usted ninguna alternativa —dijo finalmente el desconocido—. Voy a hacerle una proposición. Yo le daré a usted una prueba de que he destruido mi cañón, si me da usted una prueba de que ha destruido su arma. Entonces podremos discutir la situación en igualdad de condiciones.
—Desgraciadamente —dijo Hank—, esta arma mía no puede ser destruida.
—En tal caso —el desconocido retrocedió un paso y empezó a darle la vuelta a su traductor para llevarlo de nuevo a su nave—, tengo que descartar la posibilidad de que usted no sea un embustero y hacer todo lo posible por destruirle.
—¡Eh! ¡Espere un momento! —dijo Hank. El desconocido se detuvo y retrocedió—. No corra tanto —Hank se puso en pie y flexionó sus músculos. Los dos eran de la misma estatura, pero era evidente que Hank le llevaba al desconocido una ventaja de unas cincuenta libras, en peso terrestre—. Si quiere usted solucionar esto de hombre a hombre, estoy dispuesto a ello. Nada de armas, nada de trucos. Es una propuesta completamente deportiva.
—No soy un salvaje —replico el desconocido—. Ni un loco.
—¿Mazas? —inquirió Hank, en tono esperanzado.
—No.
—¿Cuchillos?
—Desde luego que no.
—De acuerdo —dijo Hank, encogiéndose de hombros—, haga lo que le parezca. Camine usted hacia su propia destrucción. Yo he hecho cuanto estaba en mi mano para encontrar un modo de evitárselo.
El desconocido se quedó inmóvil, como si estuviera pensando.
—Voy a hacerle una segunda proposición —dijo al fin—. Todas las alternativas que usted propone son aquellas que le conceden una ventaja. Modifiquemos los puntos de partida. Le propongo que cambiemos las naves usted y yo.
—¿Qué? —exclamó Hank.
—¿Se da cuenta? Usted no está interesado en un encuentro leal.
—¡Desde luego que lo estoy! Pero, cambiar las naves... ¿por qué no me pide simplemente que se la regale?
—Porque sé que no lo haría.
—¡No existe ninguna diferencia entre eso y pedirme que cambiemos las naves! —gritó Hank.
—¿Quién sabe? —dijo el desconocido—. Posiblemente aprenderá usted a manejar mi cañón antes de que yo aprenda a manejar su arma.
—¡Usted no podría nunca... hacer funcionar la mía, desde luego! —exclamó Hank.
—Estoy dispuesto a correr el riesgo.
—Eso es ridículo.
—Muy bien. —El desconocido dio media vuelta—. Veo que no me queda más alternativa que la de hacer todo lo posible por destruirle a usted.
—Un momento, un momento —dijo Hank—. De acuerdo. Vamos a cambiar. Permítame subir un instante a mi nave para recoger algunos objetos personales...
—No. Ninguno de nosotros puede correr el riesgo de que el otro le tienda una trampa en su propia nave. Cerramos el trato ahora mismo... sin que ninguno de los dos vuelva a entrar en su nave.
—Bueno, ahora. mire... —Hank dio un paso en dirección al desconocido.
—No se mueva —dijo el desconocido—. En este momento estoy conectado con mi cañón por un mando a distancia.
—La cámara reguladora de la presión de mi nave está abierta. La suya no lo está.
El desconocido apretó un pulsador de su caja negra. Detrás de él, la cámara reguladora de la presión de su nave se abrió de par en par, revelando una abierta puerta interior más allá de la cual reinaba la oscuridad.
—Abandonaré mi traductor a la entrada de su nave —dijo el desconocido—. ¿Trato hecho?
—¡Trato hecho! —asintió Hank.
Echó a andar hacia la nave desconocida, mirando atrás por encima de su hombro. Su adversario empezó a arrastrar su caja negra hacia la nave de Hank. A medida que la distancia entre ellos se hacía mayor, aumentaban la velocidad de su marcha. A medio camino de la nave desconocida, Hank echó a correr. Llegó jadeando a la entrada de la cámara reguladora de la presión y miró hacia atrás a tiempo para ver que el desconocido arrastraba su caja negra a través de la cámara reguladora de la presión de la nave de Hank.
—¡Eh! —aulló Hank, furioso—. Usted prometió...
El golpe de la puerta exterior de la cámara reguladora de la presión de su propia nave al cerrarse, le dejó con la palabra en la boca. Se reclinó contra la puerta de entrada a la nave desconocida, tratando de recobrar el aliento. En aquel instante se le ocurrió la extraña idea de que estaba construido para desarrollar fuerza, en vez de velocidad.
—Tenía que haber andado —le dijo a la nave desconocida—. Esto no hubiera significado ninguna diferencia. —Miró su reloj de pulsera—. Voy a concederle tres minutos. Seguramente no perderá el tiempo tratando de encontrar los mandos de la cámara reguladora de la presión.
Contempló el minutero de su reloj mientras daba la vuelta a la pequeña esfera de los segundos. Cuando hubo dado dos vueltas y media empezó a andar hacia su propia nave. Llegó ante la cerrada puerta de la cámara reguladora de la presión y hurgó con los dedos por debajo del marco en busca del pulsador que hacía funcionar la cerradura. Lo encontró y lo apretó.
La puerta se abrió de par en par. Salió un chorro de humo, seguido inmediatamente por una avalancha de agua. Flotando encima de aquel oleaje apareció un desconocido de aspecto muy maltrecho. Se estremeció débilmente, le glugluteó algo a Hank y perdió el conocimiento. En el interior de la nave espacial un pequeño aguacero torrencial parecía ir en aumento.
Hank agarró con su enorme mano al desconocido por el cuello y le arrastró al interior de la nave. A continuación cerró los mandos del rociador automático apaga-fuegos. El aguacero cesó. Hank aventó el humo que cegaba sus ojos, se acercó a la cafetera y la desenchufó. Apretó los pulsadores que ponían en marcha el sistema de ventilación y cerró las puertas de la cámara reguladora de la presión. Luego ató concienzudamente al desconocido al camastro.
Cuando el desconocido empezó a moverse, estaban ya en pleno espacio, en la primera etapa del viaje de tres días de duración que había de devolverles a la Tierra. El desconocido abrió los ojos; y Hank, que en aquel momento estaba arreglando la cafetera. se dio cuenta de que el otro le miraba fijamente.
—¡Oh! —exclamó Hank.
Interrumpió su trabajo, y se dirigió al lugar donde estaba la caja negra, arrastrándola hasta ponerla al alcance de las atadas manos del desconocido. Este colocó las manos sobre la caja, que empezó a hablar, traduciendo su glugluteo.
—¿Cuál ha sido mi error?
Hank señaló la cafetera con un gesto. A continuación volvió a su trabajo en la estropeada máquina. La avería era importante, y había sido producida por una fuerte explosión.
—Hace cosa de un año —explicó Hank—, instalé una pequeña conexión de modo que al cerrar las puertas de la cámara reguladora de la presión quedara automáticamente enchufada la cafetera. Lo hice para ganar tiempo. Pero hoy había sacado la última taza de café antes de salir de la nave. En la cafetera sólo había quedado la humedad suficiente para provocar una explosión de vapor.
—Pero, ¿y el agua? ¿Y el humo?
—El rociador automático —siguió explicando Hank—. Reacciona ante el menor aumento peligroso de la temperatura. Cuando estalló la cafetera. la oleada de calor fue muy intensa. Y el rociador empezó a inundar la nave.
—Pero, ¿y el humo?
—Unos libros que yo había puesto encima de la cafetera. Tal como había calculado. Los libros cayeron dentro del calentador. —Palmeó cariñosamente a la cafetera y se volvió a mirar al desconocido—. Temo que va usted a pasar un poco de hambre, durante los próximos tres días. Pero en cuanto lleguemos a la Tierra, podrá decirles a nuestros técnicos en alimentación lo que come y ellos lo sintetizarán para usted.
El desconocido se agitó dentro de sus ataduras.
—Tómeselo con calma —le recomendó Hank—. Cuando nos conozca, se dará cuenta de que los humanos no somos tan difíciles de soportar.
El desconocido cerró]os ojos. De la caja negra surgió algo parecido a un suspiro de derrota.