Литмир - Электронная Библиотека
A
A

—De modo que no tenía usted ningún arma.

—¿Qué quiere decir? —exclamó Hank, dejándose caer en la butaca situada delante del tablero de mandos, con expresión indignada—. Desde luego que tenía un arma.

Los ojos del desconocido se abrieron de par en par.

—¿Dónde está? —gritó—. Envié a unos robots aquí. Examinaron esta nave de cabo a rabo. Y no encontraron ninguna. Y yo tampoco la he encontrado.

—Es usted mi prisionero, ¿no es cierto? —inquirió Hank.

—Desde luego. ¿Y qué? Lo que quiero es ver su arma. Yo no pude encontrarla; pero usted dice que todavía la tiene. Enséñemela. ¡Le digo a usted que no la he visto!

Hank sacudió la cabeza tristemente; antes de hablar, comprobó si los mandos del Andnowyoudont estaban en la posición correcta. Entonces dijo:

—Hermano, si después de todo lo que ha ocurrido no ha visto usted el arma... compadezco de veras a su pueblo cuando mi pueblo entre en contacto con él. Es todo lo que puedo decirle.

Monumento

Lloyd Biggle, Jr.

I

O’Brien intuyó repentinamente que se estaba muriendo. Descansaba sobre una hamaca tejida con fuertes tallos de enredadera, casi al alcance de las salpicaduras producidas por las olas al romper contra las rocas. La cálida caricia del sol se filtraba a través de las ramas de los sao. Los gritos de los muchachos que pescaban al otro lado del promontorio llegaban a él en alas de la perfumada brisa. Una calabaza llena colgaba de su codo. Había estado dormitando, sumido en una agradable somnolencia, cuando la idea tomó forma concreta a través de sus ociosos pensamientos y sacudió su modorra.

Se estaba muriendo.

El hecho de la muerte le inquietaba menos que el darse cuenta que debió pensar antes en ella. La muerte era inevitable a partir del instante del nacimiento, y O’Brien había vivido muchos años. Se había preguntado, a veces, los años que tenía. Seguramente cien, quizá ciento cincuenta. En aquella tierra de ensueño, donde no existían estaciones, donde las noches eran húmedas y los días cálidos y soleados, donde los hombres medían la edad por la sabiduría, resultaba difícil mantener un dedo vigilante sobre el engañoso pulso del tiempo. Era imposible.

Pero O’Brien no necesitaba un calendario para saber que era un hombre viejo. Los cabellos rojos como una llama de su juventud se habían agrisado. Sus miembros acusaban más cada mañana la humedad nocturna. El promontorio en que había edificado su cabaña se había convertido en un poblado; sus hijos, y nietos y biznietos, y ahora los hijos de sus biznietos, habían construido sus propios hogares con sus esposas. Era el poblado de langru, el poblado de los hombres de cabeza de fuego, famoso ya, convertido en una leyenda. Las vírgenes ansiaban unirse a los jóvenes de fuego, tanto si su pelo era rojo como si tenía el rubio nativo. Los robustos jóvenes acudían a cortejar a las hijas de fuego, y muchos de ellos desafiaban a la tradición y se establecían en el poblado de sus esposas.

O’Brien había disfrutado de una existencia feliz. Sabía que había vivido muchos más años de los que hubiera vivido entre la agitación de un país civilizado. Pero se estaba muriendo, y el gran sueño que había crecido hasta dar forma a su vida entre aquellas gentes estaba por encima de sus posibilidades.

Se puso en pie, y mirando al cielo, gritó roncamente en un idioma que hacía mucho tiempo que no había utilizado:

—¿A qué esperas? ¿A qué esperas?

En cuanto O’Brien apareció en la playa, una docena de muchachos corrieron hacia él.

—¡Langri! —gritaron—. ¡Langri!

Se agruparon a su alrededor, excitados, mostrándole los peces que habían capturado, agitando sus arpones, riendo y gritando. O’Brien señaló a la playa, a una larga canoa varada en la arena.

—Al Anciano —dijo.

—¡Ju! ¡Al Anciano! ¡Ju! ¡Al Anciano!

Corrieron delante de él, tratando de adelantarse unos a otros, ya que la canoa no disponía de espacio, para todos. O’Brien tuvo que poner paz, escogiendo a los seis que deseaba llevarse como remeros. Los otros se echaron al agua y nadaron a ambos lados de la embarcación, hasta que los remeros adquirieron velocidad.

Los muchachos entonaban una canción mientras manejaban los remos: una canción seria, ya que se trataba de un asunto serio. El Langri deseaba ver al Anciano, y tenían la solemne obligación de darse prisa.

O’Brien se reclinó perezosamente hacia atrás y contempló la espuma que danzaba debajo de los bordones. Ahora que le pesaban los años, había perdido la afición a los viajes. Resultaba más agradable permanecer tumbado en su hamaca con una calabaza de jugo de frutas fermentado al alcance de la mano, representando el papel de un venerable oráculo, respetado, incluso venerado. Cuando era más joven, había vagabundeado a lo largo y a lo ancho de este mundo. Incluso había construido una pequeña embarcación a vela, y había navegado con ella sin obtener más resultado tangible que el descubrimiento de algunas islas remotas. Había recorrido, incansablemente, el solitario continente, levantando mapas y calculando sus recursos.

Sabía que era un hombre sencillo, un hombre de acción. El temor de los indígenas hacia su supuesta sabiduría, le alarmaba y le molestaba. Se vio llamado a resolver complicados problemas sociológicos y económicos, y gracias a que había visto muchas civilizaciones y recordaba algo de lo que había visto, alcanzó un loable éxito.

Pero O’Brien sabía que el implacable dedo del destino estaba señalando directamente a este planeta y a sus moradores, y él había meditado y discutido consigo mismo durante el curso de largos paseos por la orilla del mar, y había paseado arriba y abajo en su cabaña en las horas de humedad nocturna, mientras planeaba estratagemas, y finalmente había quedado satisfecho. Era el único hombre de todo el cosmos que tenía posibilidades de salvar al mundo que tanto amaba, y a esa gente a la que tanto amaba, y que estaba dispuesto a hacerlo. Podía hacerlo, si vivía.

Y se estaba muriendo.

La tarde declinó y llegó la noche. El cansancio hizo presa en el rostro de los muchachos y los cánticos se convirtieron en murmullo, pero siguieron remando incansablemente, manteniendo el mismo ritmo. Ante sus ojos desfilaron millas y millas de costa y docenas de poblados, cuyos moradores, al reconocer al Langri, corrieron a la playa para saludar su paso.

El crepúsculo oscurecía el lejano mar y suavizaba los contornos de la tierra firme cuando penetraron en una bahía poco profunda, llena de canoas. Los muchachos saltaron al agua y arrastraron la canoa hasta la playa. Luego se dejaron caer en la arena, exhaustos, para levantarse casi inmediatamente, radiantes de orgullo. Aquella noche serían huéspedes de honor en cualquiera de las chozas del poblado. ¿Acaso no habían traído al Langri?

Avanzaron en procesión que fue haciéndose más numerosa a medida que pasaban por delante de las cabañas. Respetuosos adultos y asustados chiquillos echaban a andar solemnemente detrás de O’Brien: La cabaña del Anciano estaba apartada de las demás, en la cumbre de la colina, y el Anciano estaba esperando allí, de pie, con una sonrisa en su arrugado rostro y los brazos alzados. Cuando estuvo a diez pasos de distancia, O’Brien se detuvo y levantó sus propios brazos. Los habitantes del poblado miraban en silencio.

—Te saludo —dijo O’Brien.

—Tu saludo es tan bien recibido como tú mismo.

O’Brien se acercó al anciano y los dos hombres se estrecharon la mano. No era una forma indígena de salutación, pero O’Brien la utilizaba con los ancianos que eran amigos suyos de toda la vida.

49
{"b":"146091","o":1}