Hank sonrió de un modo casi maquiavélico y se metió en la cama.
Se despertó una vez durante la noche; y se quedó quieto, escuchando. Forzando sus oídos, pudo oír de cuando en cuando un débil rumor de movimientos. Satisfecho, volvió a quedarse dormido.
A la mañana siguiente se levantó temprano y empezó a canturrear en voz baja. Soltó el termostato sobre la cafetera para una taza rápida, y abrió las dos puertas de la cámara reguladora de la presión para dejar entrar el límpido aire matinal. Luego sacó su taza de café, cerró el termostato y enchufó la escoba automática. La escoba empezó a barrer, acumulando una pequeña cantidad de polvo y de menudas partículas de suciedad, a las que empujó a través de la cámara reguladora de la presión. Hank pudo darse cuenta de que en el montón de basura había cierto número de minúsculos aparatos mecánicos: una especie de hormigas-robot. Sin soltar su taza de café, se inclinó sobre el cajón que contenía el manual de funcionamiento para naves del tipo del Andnowyouclont. Lo cogió por las cubiertas y lo sacudió. Otras dos de aquellas hormigas mecánicas cayeron al suelo; y la escoba automática, gruñendo —eso le pareció a Hank— en tono de reproche, se apresuró a barrerlas hacia fuera.
Hank se estaba preparando el desayuno cuando la pantalla le anunció que le llamaban desde la otra nave. Interrumpió su tarea y contestó. En la pantalla apareció la imagen del desconocido.
—Ha tenido usted toda la noche para pensar mejor las cosas —dijo la inexpresiva voz del traductor del desconocido—. Le concederé doce punto tres siete cinco nueve de sus minutos más para que se rindan usted y su nave. Si pasado ese tiempo no se ha rendido, le destruiré.
—Al menos podía usted haber esperado a que terminara de desayunar —protestó Hank.
Bostezó y apagó el receptor.
Siguió preparando su desayuno, silbando mientras lo hacía. Pero el silbido no sonaba demasiado alegre, y Hank se dio cuenta de que estaba pendiente del reloj. Decidió que no tenía hambre, después de todo, y se sentó a contemplar el reloj del tablero de mandos, marcando con los dedos los segundos que iban conduciéndole al instante fatal.
Sin embargo, no ocurrió nada. Cuando hubieron pasado varios minutos del instante fatal, Hank dejó escapar un suspiro de alivio y se frotó las manos que había mantenido aferradas a los brazos de su butaca. Entonces volvió a cambiar de idea y decidió desayunar.
Colocó la cafetera de modo que quedara conectada al entrar él, cogió unos libros del estante superior de su biblioteca —dándose un coscorrón en la cabeza contra el rociador apagafuegos mientras lo hacía—, y se paró para frotarse la cabeza y maldecir al rociador. Luego se consoló a sí mismo con la última taza de café que quedaba en la cafetera, desenchufó los mandos automáticos de emergencia de modo que las puertas de la cámara reguladora de la presión quedaran abiertas mientras él estaba fuera, cargo con unas botellas de cerveza y, dejando los libros abandonados sobre la cafetera, salió en busca de su hamaca.
Cuarenta minutos y un litro y medio de cerveza más tarde, Hank estaba otra vez de buen humor. Cogió el hacha y empezó a cortar ramas de los árboles próximos para construirse una especie de cobertizo. A la hora de comer su hamaca se columpiaba cómodamente a la sombra del cobertizo, su guitarra estaba templada, y su auditorio indígena se había reunido de nuevo a su alrededor. Cantó durante una hora aproximadamente, acompañado a intervalos por el animalito con aspecto de conejo, y luego almorzó. Estaba a punto de tumbarse en la hamaca para dormir la siesta cuando vio que el desconocido se acercaba de nuevo al campamento arrastrando su traductor.
Al llegar junto a la fogata se detuvo. Hank se sentó con las piernas colgando fuera de la hamaca.
—Vamos a hablar —propuso el desconocido.
—Estupendo —conminó Hank.
—Seré sincero.
—Estupendo.
—Y espero que también usted será sincero.
—¿Por qué no?
—Los dos somos —dijo el desconocido— seres inteligentes de un elevado nivel de cultura científica. A pesar de las aparentes diferencias que existen entre nosotros, en realidad tenemos muchas cosas en común. Hemos de tener en cuenta, en primer lugar, la sorprendente coincidencia de haber aterrizado en el mismo planeta y en el mismo lugar, al mismo tiempo...
—No es tan sorprendente —comentó Hank.
—¿Qué quiere usted decir? —murmuró el desconocido, desconcertado.
—Sólo que no es tan sorprendente —Hank se reclinó cómodamente en la hamaca y se cogió las rodillas con ambas manos para columpiarse—. Lo más probable es que su gente y la mía hayan estado a punto de chocar un montón de veces. Pero el espacio es muy grande. Su nave y la mía podrían haber hecho el mismo recorrido un millar de veces sin que nos encontrásemos. El lugar más lógico para chocar uno contra otro es un planeta que los dos deseáramos. En cuanto a lo de aterrizar en el mismo lugar... yo utilicé mis instrumentos de modo que me señalaran el punto más conveniente para aterrizar. Supongo que usted hizo lo mismo.
—No estoy aquí —dijo el desconocido— para facilitarle ninguna clase de información.
—Ni es necesario que lo haga —gruñó Hank—. Es evidente que su astro nativo y el mío no están demasiado apartados el uno del otro... y nuestras naves de exploración han seguido órbitas semejantes. En vez de considerarlo una coincidencia, yo creo que nuestro encuentro era casi inevitable. —Guiñó un ojo al desconocido—. Y estoy seguro de que usted ha llegado también a la misma conclusión.
El desconocido vaciló unos instantes.
—Veo —terminó por decir— que es inútil que trate de engañarle.
—¡Oh! Puede usted intentarlo, si quiere —dijo Hank generosamente.
—No, seré absolutamente sincero.
—Le conviene, amigo.
—Es evidente que ha llegado usted a las mismas conclusiones que yo acerca de nuestra situación. Aquí estamos, enfrentados el uno al otro en una tregua armada. Ninguno de los dos podemos permitir que el otro regrese a su pueblo con la noticia de que existe otra civilización de nivel semejante a la suya. No podemos dejar de considerar a los miembros de otra civilización como enemigos altamente peligrosos. Por lo tanto, la obligación de cada uno de nosotros es la de capturar al otro. —Guiñó un ojo a Hank—. ¿Estoy en lo cierto?
—Usted se lo está diciendo todo —contestó Hank.
—En este momento nos encontramos en un callejón sin salida. Mi nave dispone de un arma la cual, de acuerdo con todas las leyes de la ciencia, es capaz de destruir completamente a su nave. Lógicamente, está usted a merced mía. Sin embargo, ilógicamente, usted lo niega.
—Desde luego —convino Hank.
—Usted pretende poseer un arma invisible más poderosa que la mía, y pretende que soy yo quien está a merced suya. Por mi parte, creo que está mintiendo. Pero, por la seguridad de mi pueblo, no puedo exponerme a cometer un error. Si obrara de acuerdo con lo que yo creo y resultaba que estaba equivocado, sería responsable del desastre.
—Sí, desde luego —dijo Hank.
—Sin embargo, en mi cerebro queda una zona de duda. Si está usted tan convencido de la superioridad de su arma, ¿por qué ha vacilado en hacerme su prisionero?
—¿Por qué había de preocuparme? —Hank soltó sus rodillas y se inclinó hacia adelante confidencialmente apoyando ambos pies en el suelo—. Para ser absolutamente sincero le diré que es usted inofensivo. Además, voy a establecerme aquí.
—¿Establecerse? ¿Quiere decir que va a fijar su residencia aquí?
—Exactamente. Este planeta es mío.
—¿Suyo?
—Entre mi gente —dijo Hank, altanero—. cuando uno encuentra un planeta que le gusta y que no ha sido reivindicado por otro de su propia especie, tiene derecho a quedárselo.
La pausa que hizo esta vez el desconocido fue muy prolongada.
—Ahora sé que es usted un embustero —terminó por decir.
—Bien, tómelo como quiera —dijo Hank apaciblemente.