Un explorador del espacio decidido a emborracharse se limitaría a acortar el intervalo entre botella y botella. Un explorador del espacio decidido a permanecer completamente sobrio, lo alargaría. Un ajeno a la profesión, sentado con ellos en una de aquellas sesiones, quedaba normalmente destrozado: o por exceso de bebida, o por frustración.
En el caso que nos ocupa, Hank descorchó la botella, se bebió medio litro de cerveza, volvió a cerrarla cuidadosamente y la introdujo de nuevo en su compartimiento refrigerado. Luego contó con detenimiento las botellas llenas de cerveza que allí había y abrió al máximo los controles del productor de cerveza.
Después de esto casi se sintió atacado por otro espasmo de risa, pero luchó por reprimirlo. Se dirigió al tablero de mandos y encendió una pantalla. En ella apareció una vista del prado con el sol de la tarde brillando sobre la verde hierba y la alargada forma de color metálico de la nave desconocida.
—Un hermoso día —dijo Hank— para salir de merienda.
—¿Desea usted que tome nota de este hecho? —preguntó el Cerebro, que había quedado en funcionamiento.
—¿Por qué no? —respondió Hank.
Empezó a recorrer alegremente la nave, abriendo cajones y sacando cosas. Se le ocurrió una idea repentina. Se dirigió hacia el tablero de mandos para comprobar los datos de ciertos instrumentos relacionados con las condiciones físicas del mundo exterior: los instrumentos señalaban unas condiciones excelentes. Añadió a las cosas que tenía preparadas las botellas de cerveza llenas, metiéndolas en una nevera portátil, y se encaminó hacia la cámara reguladora de la presión de su nave.
Al llegar al exterior, buscó un lugar cómodo en la hierba a medio camino entre su nave y la del desconocido.
Media hora más tarde, había encendido una pequeña fogata en el centro de un pequeño círculo de piedras, instalando una hamaca entre dos postes de madera, con alimentos surtidos y cerveza fría al alcance de la mano. Se tumbó en la hamaca, templó su guitarra y se puso a cantar. Cada treinta y cinco minutos, aproximadamente, se bebía medio litro de cerveza.
La cerveza no contribuyó en absoluto a mejorar su voz. Existía un motivo para que Hank Shallo se dedicara a cantar en el curso de sus solitarios viajes de exploración: ninguna comunidad civilizada podría soportar la horrible vibración de sus cuerdas vocales al cantar. Mediante una combinación de soborno y de intimidación había obligado en cierta ocasión a un profesor de música indigente a que le enseñara a mantenerse entonado. De modo que se mantenía entonado; pero su canto seguía siendo una especie de rebuzno capaz de atravesar paredes de seis pulgadas de espesor.
La nave desconocida no mostró ningún signo de vida.
El sol empezaba a descender lentamente hacia su ocaso no obstante, Hank se dio cuenta, con placentera sorpresa, de que los habitantes de aquel planeta no parecían compartir la aversión del resto de la galaxia a sus cantos. Una profusión de pequeños animales de diversas formas y tamaños se había reunido alrededor de su improvisado campamento, sentándose en círculo. Después de la cerveza que había ingerido Hank no quedó demasiado sorprendido cuando al cabo de un rato uno de los animales de mayor tamaño —una especie de conejo sentado sobre sus patas traseras— empezó a hacer dúo con él.
Si la voz de Hank tenía la sonoridad de una sierra de carpintero, la del animal tenía la pura fluidez de la de un ángel. El dúo progresaba satisfactoriamente —el desacuerdo era solamente de cuatro octavas—, cuando de repente apareció una luz cegadora en el lugar más alto de la nave desconocida. La luz barrió el prado con la claridad de un fulgor atómico; y los animales indígenas emprendieron una precipitada fuga. Sentado en la hamaca y parpadeando, Hank vio al desconocido que se acercaba a pie. El desconocido iba empujando una caja negra del tamaño de una maleta montada sobre dos ruedas. Cuando llegó cerca de la fogata se detuvo y empezó a gluglutear, tal como lo había hecho antes en la pantalla.
—Lo siento, compadre —dijo Hank—. No me he traído el traductor.
El desconocido glugluteó un poco más. Hank templó las cuerdas de su guitarra y lamentó que no estuviera allí el animal indígena para acompañarle en El Amor es una Dulce y Antigua Canción, la cual hubiese sido idealmente adecuada para sus dos voces. El desconocido dejó de gluglutear y colocó un dedo —con cierta impaciencia, según le pareció a Hank— sobre un pulsador de la caja negra. Se produjo una breve pausa; luego, el desconocido glugluteó de nuevo y un inglés extrañamente correcto salió de la caja.
—Está usted detenido —dijo.
—Piénselo otra vez —dijo Hank.
—¿Qué quiere usted decir?
—Quiero decir que me niego a ser detenido. ¿Quiere un trago?
—Si se resiste usted a la detención, le destruiré.
—No, no lo hará usted.
—Le aseguro a usted que sí.
—No podrá usted hacerlo —dijo Hank.
El desconocido le miró con una expresión que Hank interpretó como de sospecha.
—Mi nave —dijo el desconocido— está armada y la suya no lo está.
—¡Oh! ¿Se refiere usted a esas pequeñas armas que hay en la proa de su nave? —dijo Hank—. No pueden hacerme ningún daño.
—¿Ningún daño?
—Exacto, hermano.
—No somos ni siquiera de la misma especie. No permita que su ignorancia le haga caer en el error de insultarme. Para divertirme un poco, le preguntaré a usted por qué tiene la ilusión de que las más poderosas armas científicas conocidas no tienen ningún poder contra usted.
—Porque yo tengo —dijo Hank— un arma más poderosa.
El desconocido le miró con aire de sospecha por segunda vez.
—Es usted un embustero —dijo la caja al cabo de un rato.
—Tut-tut —dijo Hank.
—¿Qué significa el último ruido que ha hecho usted? Mi traductor no lo ha reconocido todavía.
—Ni lo reconocerá nunca.
—Este traductor reconocerá tarde o temprano todas las palabras de su idioma.
—Pero no una palabra de nuevo cuño como tut-tut.
—¿Qué clase de palabra?
Tal vez, pensó Hank, era un falso optimismo por su parte; pero le pareció que el desconocido empezaba a mostrarse un poco desconcertado.
—De nuevo cuño... palabras que se relacionan al Arte Ciencia Definitivo.
El desconocido vaciló por tercera vez.
—Volviendo a esa fantástica pretensión suya de que tiene un arma... ¿qué clase de arma podría ser m s poderosa que un cañón nuclear capaz de destruir una montaña?
—Sin duda alguna —dijo Hank— ¡el Arma Definitiva!
—¿El... Arma Definitiva?
—Exactamente. El arma construida de acuerdo con los principios del Arte Ciencia Definitivo.
—¿Qué clase de arma —dijo el desconocido— es ésa?
—Es completamente imposible de explicar —contestó Hank— a alguien que no posea un pleno conocimiento del Arte Ciencia Definitivo.
—¿Puedo ver ese arma?
—Usted no está capacitado para verla, muchacho.
—Si me demuestra usted su poder —dijo el desconocido, tras una breve pausa—, creeré lo que me dice.
—El único modo de demostrarlo sería utilizarla contra usted —dijo Hank—. Sólo funciona sobre formas de vida inteligentes.
Se inclinó hacia el borde de su hamaca y abrió otra botella de cerveza. Cuando dejó la botella medio vacía, el otro continuaba allí de pie.
—Es usted un embustero —dijo el desconocido.
—Un individuo tosco como usted —respondió Hank, frotándose delicadamente el labio superior con el reverso de su velluda mano, para enjugarse unos copos de espuma— tiene que pensar eso. Lógicamente.
El desconocido dio media vuelta bruscamente, arrastrando el traductor consigo. Unos momentos después, la luz que brillaba en lo alto de la nave se apagó y el prado quedó sumido en la oscuridad, a excepción de la débil claridad de la fogata.
—Bueno —dijo Hank, bajando de la hamaca y bostezando—, creo que esto es todo por hoy.
Cogió la guitarra y regresó a su nave. Cuando pasaba por la cámara reguladora de la presión, notó que algo que tenía el tamaño de un ratón se deslizaba por encima de su pie; y vio una cosa menuda, negra y metálica que desapareció de su vista ocultándose debajo del tablero de mandos mientras la estaba mirando.