—De acuerdo, hijo mío —dijo—. Pero... ¿puedes... puedes volver a tu estado normal?
El chiquillo estalló en una carcajada.
—No deseo hacerlo. Esto es muy divertido. Además, piensa en lo que van a decir en la escuela.
El doctor Merrinoe se estremeció. Estaba pensando en lo que el mundo podía decir. Y también pensaba en lo que el mundo podía hacer. En aquel momento, Mary abrió los ojos. Y empezó a gritar. El doctor Merrinoe se sintió presa de un pánico atroz.
—Timothy, tienes que volver a tu estado normal —suplicó—. Tienesque hacerlo. Esto no es honrado por tu parte. Es...
Se interrumpió, rezando mentalmente en demanda de una ayuda sobrenatural. ¿Cómo podría dominar a un chiquillo invisible?
Luego, súbitamente, tuvo una inspiración.
—Te apuesto veinticinco dólares —dijo— a que no puedes hacerte visible otra vez.
—¡Hecho! —gritó Timothy.
Americana, pantalones y zapatos se movieron rápidamente. Una puerta se abrió y volvió a cerrarse, y el invisible chiquillo subió las escaleras de tres en tres. Con un suspiro de desaliento, el doctor Merrinoe se volvió hacia su esposa y palmeó cariñosamente su mano.
—Me divorciaré de ti —gimió Mary—. Por crueldad mental. ¡Tú y tu psicopático cerebro!
—No te pongas así, Mary —balbució el doctor Merrinoe—. Todo se arreglará, ya lo verás. Ahora ha ido a recobrar su estado normal. Lo único que tendremos que hacer será vigilarle cuidadosamente durante una temporada.
—¡Vigilarle cuidadosamente! —estalló mistress Merrinoe—. Cuando en cualquier momento puede decidir convertirnos en una pareja de ratones blancos.
—Eso no sería posible, querida. Si entendieras un poco en física podría...
—¡Física! —se mofó Mary— ¿Acaso puedes tú hacerte invisible? No seas idiota. —Se frotó los ojos con un pañuelo y sollozó—: Esto es obra del diablo.
A menos que el diablo hubiese sido también «preparado» por Peeping Tom. el doctor Merrinoe tenía serias dudas acerca de la ayuda práctica que hubiera podido prestar, por falta de conocimientos científicos. Pero Mary no estaba de humor para que se le llevara la contraria, de modo que el doctor Merrinoe se calló.
Hubiera dado cualquier cosa por presenciar cómo Timothy se hacía visible otra vez, pero algo pareció advertirle de lo inconveniente que resultaría intentarlo. De modo que se sentó a esperar, con ansiedad.
En el piso superior empezó a sonar un misterioso zumbido. Súbitamente, el zumbido aumentó de volumen para apagarse con la misma rapidez con que había empezado. A continuación se oyó un ruido como de cristales rotos.
Unos momentos después, Timothy se presentó en la habitación, luciendo una tolerante sonrisa en su rechoncho rostro. El doctor Merrinoe se secó la frente. Luego vio el significativo brillo de los ojos de Timothy, y se apresuró a sacar su billetero. Escogió dos billetes de diez dólares y uno de cinco.
—Ahora, Timothy —dijo, blandiendo los billetes ante la nariz de su hijo—, quiero que me prometas una cosa: que nunca más te harás invisible con ese... con ese aparato. En realidad, creo que no sería mala idea que esta misma noche lo hiciéramos pedazos. Desde luego, tomaré unas cuantas notas para un informe científico, pero...
—Nadie entrará en mi cuarto —le interrumpió Timothy en tono decidido. Su mano se cerró alrededor de los billetes—. Ahora que lo he hecho una vez, he perdido todo interés en ello. Lo hice únicamente porque tú dijiste que era imposible. Pero acabo de descubrir un problema mucho más interesante.
—¿Qué clase de problema? —balbució el doctor Merrinoe.
—La anti-gravedad —dijo Timothy, con una sonrisa feliz.
El doctor Merrinoe empezó a verlo todo oscuro. El suelo empezó a moverse ligeramente, y de pronto tuvo la vaga sensación de que ascendía a su encuentro.
Desde lejos, desde muy lejos, oyó a Timothy explicar ávidamente por qué la teoría general de la relatividad era errónea en algunos de sus puntos. Pero el doctor Merrinoe estaba más preocupado por el aspecto práctico de la cuestión. Estaba ya calculando cuánto podría costarle no ir a la luna.
El Regalo Del Futuro
Edmond Cooper
El regalo del futuro de alegría o de pena
renueva el problema del deseo.
Detrás de cada estólido par de ojos
acecha el triste prisionero del fuego.
Poeta isabelino anónimo
Circa, 1950
Desde el piso veintisiete del edificio de la administración central, la ciudad tenía el aspecto de un enorme blanco, o de una compleja y geométrica ameba cuyos núcleos ejercían conjuntamente las funciones de estómago, corazón y cerebro.
Dentro de aquel cerebro duodenal estaban los coordinadores, los forjadores de Nova Macunia, los que se habían erigido a sí mismos en dueños de su destino. Su colonia circular tenía exactamente una milla de di metro, ya que a pesar de que no había más que cincuenta coordinadores para una población total de cincuenta mil, procuraban subrayar debidamente los privilegios del rango.
Cada coordinador vivía de acuerdo con sus gustos. Alquerías pre-isabelinas mezcladas con mansiones estilo Windsor. Una iglesia normanda —reconstruida piedra a piedra, añadiéndole, desde luego, la calefacción central— se alzaba delante de un molino de viento de vidrio opaco, cuyas aspas giraban realmente. La vivienda más llamativa, quizás, era la del subdirector. Había escogido vivir en una reproducción de un molino del siglo XIX, cuya chimenea despedía incesantemente un inofensivo humo sintético.
El edificio de la administración central, el único elemento funcional de toda la zona, no tenía más que un centenar de pies de anchura y quinientos de altura. Estaba construido enteramente de acero inoxidable y plástico.
Rodeando toda esta colonia había un cinturón verde también de una milla de anchura. Era un parque natural donde manadas de ciervos proporcionaban, por simple analogía, el concepto de un universal finito.
Detrás de ese cinturón había otra franja de una milla de anchura que era el dominio de quinientos técnicos. Su instalación era menos ambiciosa que la de los coordinadores y ocupaba menos espacio. Vivían en cuatro tipos distintos de casas, de acuerdo con su categoría. Había el hotelito semiindependiente, el hotelito, el hotel-residencia y la residencia. Los únicos que gozaban del privilegio de una residencia, con su piscina cubierta, eran los técnicos Alfa. En total, había cincuenta residencias.
El noventa y cinco por ciento, exactamente, del cinturón de técnicos estaba ocupado por fábricas electrónicas, generadores de energía y una extensión de un millar de acres destinada a cultivos sin tierra, en agua con agentes químicos. Esta última instalación, subdividida en cinco grupos separados, producía todos los alimentos de Nova Macunia: desde levadura a ñames, desde manzanas a albaricoques, desde sucedáneos de la leche a ternera sintética.
Con el cinturón de técnicos, finalizaba la zona vital de la ciudad. Más allá había otro cinturón verde, y luego la reserva de los prefrontales: el territorio reservado para los numerosos seres humanos fracasados. Era el hogar de hombres y mujeres no ignorantes, pero que tenían necesidad de un reajuste. Algunos de ellos habían sido, real o potencialmente, técnicos Alfa, e incluso coordinadores Alfa. Pero habían caído en desgracia. El reajuste parcial era sencillo; incluso los antiguos cirujanos pre-atómicos eran capaces de efectuar la operación de leucotomía prefrontal. Se trataba de cortar unas cuantas fibras del cerebro, extirpar una pequeña cantidad de inmundicia cerebral —ansiedad, duda, resentimiento, desesperación—, y ya no había por qué preocuparse. (Excepto que el paciente quedaba automáticamente condenado a una vida de feliz retiro, sin que sus servicios fueran requeridos de nuevo.)