Detrás de las reservas de los prefrontales estaba la epidermis de Nova Mancunia, la última capa de piel, la masa del pueblo. Vivían en veinticinco colmenas de vidrio y hormigón, cada una de las cuales contenía mil pisos. Vivían y procreaban y morían. Sus enormes bloques de pisos eran al mismo tiempo símbolos de fecundidad y tumbas.
No siendo coordinadores, ni técnicos, ni prefrontales, estaban clasificados como ignorantes. Algunos de ellos eran artesanos o pintores; algunos escribían historias de imaginación o poemas al viejo estilo; algunos trabajaban la tierra y producían alimentos inútiles y antihigiénicos; algunos diseñaban vestidos que nadie había de ponerse; y bastantes de ellos se suicidaban, para librar a los coordinadores del problema del crecimiento de la población.
Rodeando este anillo exterior de colmenas se extendía una zona desértica, salpicada aquí y allá de otras ciudades concéntricas; salpicada también de lagos redondos cuyas aguas nunca se desbordarían de sus lechos de cristal y diamante. Eran los monumentos de las antiguas guerras de hidrógeno.
Seis millas al norte estaba Lake Manchester. Había sido una de las primeras ciudades en morir.
El doctor Krypton miró a través de la ventana de su oficina situada en el piso veintisiete del C.A.B.
[4]y contempló cómo giraban las aspas del molino de viento de cristal del subdirector. Su trabajo consistía en descubrir oscuros significados en las cosas, y se preguntó por centésima vez si aquel girar de las aspas tendría algún significado oculto. Quizás era el sistema del subdirector para anunciar sutilmente sus tendencias desviacionistas. Evidentemente, las aspas describían una revolución, impulsadas por una fuerza material. Evidentemente, la ley que gobernaba la revolución tenía su paralelo sociológico. Pero, ¿podría ser tan sutil el subdirector? ¿Podía, asimismo, con un comprobado cociente de felicidad de ciento cincuenta, y un cociente de inteligencia de ciento ochenta, interesarse por un cambio de estado de las cosas? El doctor Krypton descartó aquellas ociosas especulaciones con un encogimiento de hombros y se volvió para mirar al hombre que estaba en la habitación.
El visitante era joven, aún no había cumplido los treinta años: setenta años más joven que el psiquiatra alfa que en aquel momento estaba en frente de él.
Tenía un aire de agresivo resentimiento. Pero, prácticamente todos los visitantes del doctor Krypton adoptaban aquel aire, excepto los que preferían mantener una actitud de inocencia ofendida.
¿Cómo se llamaba el hombre? Todo lo que el doctor Krypton podía recordar era que se trataba de alguien de quien debiera acordarse. Echó una ojead al pasaporte que tenía en sus manos. Byron, Mark Antony; Licenciado en Electrónica; Técnico Beta; C.F. 105, C.I. 115; D.O.B. 2473; varón.
Esta era toda la información. Era todo lo que se necesitaba saber. Era más que suficiente para distinguir a Byron, Mark Antony, de Byron, Cesar Augustus... si es que existía alguno. Ya que los datos eran la historia de una vida.
—¿Por qué ha llegado su pasaporte a mi oficina? —preguntó súbitamente el doctor Krypton.
Por un instante, el joven pareció desconcertado, y luego tartamudeó una respuesta:
—Lo ignoro, señor. Estaba a punto de formularle a usted la misma pregunta.
Era la reacción habitual. El doctor Krypton estudió objetivamente a su paciente, preguntándose si sería preferible operar o recomendar un período de observación.
—Sabe usted quién soy, ¿verdad? —preguntó el psiquiatra vivamente.
—Sí. Coordinador alfa, psiquiatra y neurocirujano.
—¿Conoce usted mis C.F./C.I.?
—Uno tres cinco, y uno setenta.
—¡Bien! tal vez ahorremos tiempo. Tengo la ventaja, por lo que veo, de cincuenta y cinco puntos de inteligencia. Y tengo también el definitivo privilegio de decidir su suerte.
—Comprendo.
—Así lo espero. Usted, en cambio, conserva teóricamente la facultad de trabajar conmigo o contra mí. Si se siente capaz de mentir con éxito, no vacile en hacerlo. Será como una partida de ajedrez. Una partida en la que usted jugará sin reina.
El doctor Byron pareció reunir todas sus fuerzas para la lucha que se avecinaba. Miró al psiquiatra fríamente.
—Supongo que le han enviado a usted mi pasaporte porque mi eficiencia ha sido puesta en tela de juicio.
El doctor Krypton sacudió la cabeza.
—Nunca se explican los motivos. Mientras yo tenga su pasaporte, será usted mi paciente. Usted proporcionará los motivos.
—Puedo sugerir una conspiración...
—Sería muy aburrido. Es lo que hacen todos... incluidos, a veces, los coordinadores alfa. El miedo disminuye la inteligencia en un veinte por ciento, aproximadamente.
—Suponga que no tengo miedo...
El doctor Krypton suspiró.
—Cuando un hombre ha dejado de tener miedo, es intensamente desgraciado. Y en tal caso recomiendo invariablemente la prefrontal.
El doctor Byron pareció relajarse súbitamente. Sonrió.
—Puesto que he dejado de tener miedo, acepto de buena gana su diagnóstico y su tratamiento, doctor. ¿Cuándo tendrá lugar la operación?
El psiquiatra se sintió interesado. Aquí al menos, había un acercamiento desacostumbrado. La mayoría de aquellos cuyos pasaportes llegaban a manos del doctor Krypton se anticipaban a su recomendación y se preparaban para ella de diversos modos: algunos abriéndose una vena, y otros emborrachándose. Pero allí había uno que parecía dispuesto a soportar todo el análisis.
—Tiene usted mucha prisa —observó el doctor Krypton—. ¿Por qué desea que muera su actual personalidad?
El joven pareció esforzarse por no estallar en una carcajada.
—¿Acaso no está ya muerta?
—No. de un modo que pueda demostrarse.
—Entonces, no hay tiempo que perder. En beneficio de la estabilidad comunitaria, debe usted amputarla lo antes posible.
—¿Por qué?
—Porque produce ilusiones —dijo el doctor Byron tranquilamente.
—Quizá no existe ningún futuro para nadie sin ellas —sugirió secamente el doctor Krypton.
El doctor Byron alzó las cejas.
—¿Dice usted eso de un modo oficial?
Ahora le tocó reír al psiquiatra.
—A la elite le ha sido siempre permitida la herejía. Oficialmente, puedo considerarla necesaria.
Byron permaneció unos instantes en silencio. Luego habló con gran rapidez.
—En el país de los ciegos, el tuerto es sencillamente un psicópata. Yo soy un psicópata, doctor Krypton, porque no comparto la realidad de la ceguera. Estoy obsesionado por la ilusión de la vista. En este estúpido sistema de castas no puedo ver más que una lenta desintegración. En un planeta que soportó a tres mil millones de seres humanos no viven actualmente más que diez millones. Viven en un par de centenares de higiénicas Nova Mancunias. No procrean: se limitan a reproducirse. He descubierto que existe una sutil diferencia entre las dos cosas. ¿Se le ha ocurrido a usted pensar que durante los últimos cien años la historia se ha detenido? No sucede nada... nada se pierde y nada se gana. Todas las Nova Mancunias están tan muertas y son tan estériles como los lagos de las guerras de Hidrógeno. Son civilizaciones de juguete que van consumiéndose lentamente. Y no hay nadie que sacuda la modorra imperante.
—Excepto usted —dijo el doctor Krypton sarcásticamente—. ¿Por qué no busca un técnico beta hembra, se casa con ella, y quintaesencia esas ideas en un ordenado ritmo doméstico?
—La clasificación de técnico beta hembra sustituye a la de mujer —replicó Byron—. De todos modos, ninguna variación sobre el tema del apareamiento es una cura permanente para los ideales.
—¿Qué entiende usted por ideales?
—Desatinos —dijo Byron—, tales como verdad, amor, belleza... Y humanidad.
—Las tres primeras son abstracciones sin sentido. La última es un nombre colectivo. Nadie ha coincidido acerca del significado de ninguna de ellas, y, sin embargo, han causado más destrucciones que las guerras de hidrógeno. Por eso, nuestras ciudades-estados, hemos sacrificado ideales en el altar de la estabilidad.