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—¿No es un poco difícil para ti, Timothy? Yo no lo leí hasta los catorce o quince años.

Timothy sonrió.

—Es un poco anticuado, pero no está del todo mal... ¿Te gustaría jugar una partida de ajedrez, papá? Hace tiempo que no jugamos.

El doctor Merrinoe se sintió ligeramente incómodo.

—Creía que no te gustaba el ajedrez... Siempre has dicho que te aburría.

—Sí, es cierto —dijo Timothy—. Pero entonces era más joven que ahora.

Se frotó las sienes y por unos momentos pareció intrigado por algo. Luego se dirigió a un pequeño escritorio, sacó de él una caja y un tablero y empezó a colocar las piezas. Miró a su padre con expresión divertida.

—Creo que me iré a ver la televisión —dijo mistress Merrinoe débilmente—, mientras los dos genios luchan sobre el tablero.

El doctor Merrinoe miró a su esposa, se encogió de hombros con un gesto de impotencia, y luego volvió su atención al tablero.

—¿No te enfadarás si te gano? —preguntó Timothy.

—Desde luego que no —aseguró el doctor Merrinoe, moviendo su peón de rey—. Al contrario, me alegraría... y también me sorprendería.

—A mí no —dijo Timothy.

Pero, al cabo de un cuarto de hora, su padre le dio jaque mate con cierta facilidad... y con una sensación de alivio. El muchacho no había cambiado... o había cambiado muy poco, por lo menos.

—No has jugado muy bien —acusó Timothy.

—Te he ganado, ¿no?

Una divertida sonrisa apareció en el rostro de Timothy.

—Vamos a jugar otra partida. Había olvidado alguno de los trucos.

—¿Tienes sed de venganza? —inquirió secamente el doctor Merrinoe. Colocó las piezas otra vez.

Timothy frunció ligeramente el ceño, pareció vacilar, y finalmente dijo:

—Si te gano, ¿me darás quince dólares?

—¿Qué?

—He dicho si me darás quince dólares si te gano.

El doctor Merrinoe miró a su hijo con una grave expresión.

—¿Y qué pasará si gano yo?

—Te daré treinta centavos a la semana durante un año —dijo Timothy rápidamente—. Es un trato justo, ¿no?

—Desde luego —respondió su padre, con una débil sonrisa—. Espero que esto será una lección para ti. ¿Para qué quieres los quince dólares?

Timothy hizo una mueca.

—Te lo diré cuando termine la partida.

—Tú mueves —dijo el doctor Merrinoe secamente.

La partida duró un poco más de dos horas. Al principio el doctor Merrinoe movió sus piezas con cierto descuido, y luego con más cuidado. Al cabo de veinte minutos había perdido un caballo y un alfil en rápida sucesión, en tanto que Timothy se había limitado a sacrificar tres peones.

Esto pareció enervar al doctor. Empezó a jugar con intensa concentración, hasta que una brillante combinación que tenía que darle la partida le costó la reina.

Timothy, por su parte, había vuelto a coger la novela y se absorbió en ella entre movimiento y movimiento. Casi con pesar administró el coup de graceal mismo tiempo que llegaba al final del capítulo diecisiete.

—Timothy —dijo el doctor Merrinoe con voz quebrada, mientras se sacaba el billetero del bolsillo—, ¿cómo te las has arreglado?

—Jugando de acuerdo con las reglas —respondió el muchacho enigmáticamente.

Se produjo un profundo silencio mientras Timothy recogía los billetes. Su padre contemplaba ansiosamente aquel diminuto Frankenstein que era su propia carne y su propia sangre.

Al cabo de un rato, el doctor Merrinoe recordó que su hijo había prometido decirle para qué quería el dinero cuando terminara la partida.

—¿Qué es lo que vas a hacer con el dinero? —preguntó.

—Comprar unas cuantas cosas que necesito para unos experimentos.

—Ya —murmuró el doctor Merrinoe.

Timothy bostezó.

—Creo que voy a acostarme. Gracias por haber jugado conmigo, papá. Espero que no te importará haber perdido.

—En absoluto —mintió su padre—. Ha sido un placer.

Mistress Merrinoe, cuyo interés por la televisión había desaparecido por completo desde el momento en que Timothy empezó a ganar, contempló a su hijo con orgullo. Mientras el chiquillo desaparecía en dirección a su cuarto, su madre observó que llevaba el ejemplar de El Hombre Invisibledebajo del brazo.

Cuando Timothy hubo cerrado la puerta detrás de él. Mistress Merrinoe se encaró con su marido con la expresión de una leona hambrienta.

—¿Qué le ha sucedido a mi niño? —preguntó—. ¿Qué le has hecho?

—Nada... nada en absoluto —murmuró el doctor Merrinoe—. Creí que Peeping Tom le enseñaría algunos trucos, pero no imaginé que le hicieran un efecto tan rápido.

—¡Algunos trucos! —escupió mistress Merrinoe—. Si ese bicho electrónico le ha hecho algún daño a mi Timothy, te juro que voy a... voy a...

La mirada que dirigió a su marido fue todo un poema.

Recordando la «preparación» hipnótica de Peeping Tom, el doctor Merrinoe se estremeció.

Durante el domingo, hubo algo parecido a una tregua. Inconscientemente, el doctor Merrinoe evitó a su hijo en la medida de lo posible, en tanto que Timothy, por su parte, pasaba la mayor parte del tiempo en su cuarto.

El físico descubrió que de su biblioteca habían desaparecido unos cuantos libros más, incluido un macizo volumen sobre mecánica ondulatoria. La idea de Timothy leyendo un texto de mecánica ondulatoria había dejado de ser ridícula: ahora resultaba terrorífica. Pero el doctor Merrinoe no hizo ningún comentario, pensando que era más prudente esperar los resultados.

No tuvo que esperar mucho.

La tormenta descargó el lunes por la noche. Al regresar a su casa, algo tarde, después de un largo e infructuoso experimento, el doctor Merrinoe se enfrentó a una esposa histérica.

—¡Gracias a Dios que has llegado! —sollozó Mary—. He estado tratando de llamarte desde hace más de una hora. Tienes que hacer algo con Timothy rápidamente, antes de que me vuelva loca.

—¿Timothy? —repitió el doctor Merrinoe nerviosamente—. ¿Dónde está? ¿Se encuentra bien?

—¿Si se encuentra bien? —chilló mistress Merrinoe—. ¡No tardarás en ver lo bien que se encuentra!

En aquel momento se abrió la puerta del comedor y un par de zapatos entró en la estancia. Encima de los zapatos había un par de pantalones vacíos los cuales soportaban a su vez a una americana, asimismo vacía.

—¡Hola, papá! —dijo Timothy alegremente—. Quería darte una sorpresa.

El doctor Merrinoe se estremeció ante aquella aparición.

—¡Timothy! —exclamó—. ¡Timothy! ¿Qué es lo que has hecho?

—Reorganizar mi estructura molecular —explicó tranquilamente Timothy—, y rebajar a cero mi índice refractivo.

—¡Es... es... imposible!

—Ya lo dijiste antes, pero aquí estoy. El hombre del libro lo hizo, de modo que también lo he hecho yo.

El sudor corría a chorros por la frente del doctor Merrinoe.

—¡Pero, Timothy, escucha! El libro era sólo una historia... pura invención. Es algo que no pudo ocurrir.

—Pues ha ocurrido —dijo Timothy—. Fíjate: ésta es mi mano. —Y golpeó a su padre, no demasiado suavemente, en la espalda—. ¿Crees que esto es invención?

El doctor Merrinoe se dejó caer sobre una silla, notando que las piernas se negaban a seguir sosteniéndole. Mistress Merrinoe, a su vez, abrió unos ojos como platos y se desmayó en brazos de su marido.

—Mira lo que has hecho —murmuró el doctor Merrinoe furiosamente—. Será mejor que me ayudes a llevarla a la cama.

Un par de manos invisibles ayudaron al doctor Merrinoe en su penosa tarea.

Acomodó a su esposa en la cama y luego se volvió hacia el traje vacío con una expresión patética en los ojos.

—¿Cómo... lo has conseguido?

—El aparato está en mi cuarto —dijo Timothy. Anticipándose al movimiento de su padre, añadió—: No, no vayas allí. Podrías morir electrocutado, o volverte invisible, o algo por el estilo. Desde ahora, nadie puede entrar en mi habitación.

El doctor Merrinoe estuvo a punto de apelar a la ley, pero lo pensó mejor.

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