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A cincuenta millas de distancia, hacia el polo sur lunar, el cráter Tycho mostraba con perfecta claridad su aguzado anillo montañoso, parecido a una hilera de dientes que se recortaban contra la línea del horizonte. Allí no había ninguna clase de nieblas atmosféricas que suavizaran sus perfiles o cubrieran el fuego de sus picos bañados por el sol.

A ambos lados de la grieta donde había sido montada la Base Número Uno, las llanuras de lava aparecían cubiertas con una capa de polvo meteórico de dos pulgadas de espesor que conservaba las huellas de las pisadas como si fuera nieve recién caída. Cuando el tractor avanzaba por la llanura en medio de un fantasmagórico silencio, el polvo retenía la impronta de sus dentadas ruedas, formando un camino perfectamente visible. No había mucho peligro de perderse en la luna, ya que las huellas de las pisadas formaban un camino que, a no ser que alguien lo borrase, permanecería visible durante millares de años.

Al cuarto día terrestre, la expedición quedó instalada en su unidad-vivienda subterránea. La mayor parte del trabajo rutinario de transporte de material estaba hecho. Ahora podía empezar el período de experimentación y de exploración.

Fue decidido que los doctores Jackson y Holt, con el mecánico Davis, se llevaran el tractor y efectuaran un viaje de exploración en un radio de diez millas, manteniendo contacto por radio con la base. Podían regresar al cabo de seis horas.

Al capitán Harper le hubiera gustado unirse a ellos, pero el sentido del deber le mantuvo sujeto a un montón de trabajo rutinario en la base. Y el profesor Jantz, que había tomado unas muestras de polvo lunar, estaba completamente absorto en cálculos acerca de los bombardeos meteóricos. Pegram, el otro miembro de la expedición, tenía también su propio trabajo. Además de mantener contacto por radio con la Tierra, tendría que mantenerlo asimismo con el tractor.

Después de un insomne descanso de tres horas, Jackson, Holt y Davis entraron en el comedor de la Base Número Uno y devoraron un copioso desayuno.

El profesor Jantz, con una regla de cálculo a un lado de su plato y un libro de notas en el otro, les miró fijamente a través de sus gafas de cristales azulados.

—Deseo cristales pequeños —dijo bruscamente—, sin mezcla de metales. Sea buen muchacho, Jackson, y búsquemelos.

Jackson bebió un sorbo de café y se echó a reír.

—¿Qué cree usted que deseo yo, profesor? No le quepa duda de que si hay algo que valga la pena lo traeremos.

El profesor asintió, y luego preguntó, de un modo completamente inesperado:

—¿Por qué no hay oxígeno en la Luna?

El doctor Holt soltó su tenedor y se quedó mirando al matemático con aire intrigado.

—Ya conoce usted los motivos convencionales, profesor.

—Naturalmente... pero no me parecen lo suficientemente buenos.

—¿Qué es lo que le hace pensar de ese modo?

El profesor Jantz dirigió al joven una sonrisita de superioridad.

—Mis cálculos —dijo alegremente—. Vamos a recibir una gran sorpresa.

—Le apuesto a usted una ración doble de coñac —dijo el doctor Jackson— a que no existe ningún rastro de oxígeno bajo ninguna forma.

El profesor Jantz se quedó silencioso unos instantes. Luego dijo:

—No sólo estoy dispuesto a aceptar su apuesta, doctor Jackson, sino que estoy dispuesto a ampliarla. Profetizo que encontraremos señales de materia orgánica.

—¿Le parece bien el tabaco de una semana?

—Estupendo. Ya sabe que soy un empedernido fumador.

La confianza del profesor era tal, que daba la impresión de haber confirmado ya sus teorías.

—Ya que está usted tan seguro —dijo el doctor Holt, pensativamente—, podríamos ayudarle mejor a demostrar su punto de vista si nos indicase lo que debemos buscar.

—Habrá estado durmiendo durante millones de años —dijo el profesor—. Lo encontraremos en cavernas o en hendiduras, pero no, según creo, cerca de los cráteres principales.

—Déjese de enigmas —dijo Jackson—. ¿A qué diablos se refiere usted?

—Carbón de piedra —dijo el profesor tranquilamente—. Un hermoso carbón de piedra.

—Piedras, quizá, pero carbón...

—Piedras y polvo —dijo Jantz sin perder la calma. Y volvió a enfrascarse en sus cálculos.

Habían pasado veinte minutos desde que salieron de la base. Davis iba conduciendo, y el tractor avanzaba a una velocidad de doce millas por hora. El doctor Jackson estaba sentado a su lado en el compartimiento de presión regulada, con un cuaderno de apuntes sobre las rodillas. De cuando en cuando, tomaba algunas notas en clave o dibujaba un diagrama, o bien hablaba con Pegram, de la base, por radio.

El doctor Holt iba en la parte exterior del tractor, en la torreta, con una cámara cinematográfica. Su único medio de contacto con los dos ocupante del vehículo era su radio individual. El sol caía implacable sobre su traje anti-presión, pero a pesar de esto estaba haciendo un buen trabajo y se sentía relativamente cómodo.

—Tractor a Base Uno, tractor a Base Uno —dijo Jackson—, Estamos a cuatro millas al sur de la Base, en línea recta hacia Tycho. El viaje es relativamente cómodo y el tractor se está portando muy bien. Dígale al profesor Jantz que la capa de polvo es más profunda en algunas de las depresiones del terreno. Muy pocas señales de una tendencia al amontonamiento. Cambio.

—Base Uno a tractor, Base Uno a tractor. El profesor Jantz ha instalado el sismógrafo. Necesita que provoquen ustedes una explosión cuando estén a unas diez millas de distancia. Por favor, informen antes de la detonación. Cambio.

—Tractor a Base Uno. Consideramos un privilegio el crear el primer temblor de Luna artificial. Informaremos cuando estemos preparados. Corto.

—Personalmente —dijo Davis—, el experimento no me interesa. Lo único que me sorprendería es que se moviera algo.

Súbitamente, la voz de Holt llegó a través de la radio individual con evidente apremio.

—¡Detengan el tractor y salgan rápidamente!

Davis cortó el contacto y el motor profirió un gemido de alivio.

—¿Qué pasa? —inquirió Jackson.

—Vengan aquí a decírmelo —fue la enigmática respuesta.

Holt había saltado ya de la torreta y estaba alejándose del tractor, mirando al suelo con mucha atención.

Davis y Jackson se colocaron los capuchones, comprobaron el oxígeno y la radio y pasaron a la cámara reguladora de la presión. Unos momentos después se reunían con Holt.

—¿Qué opinan ustedes de esto? —preguntó Holt con sorprendente excitación.

—¡Diablo! —exclamó Jackson—. ¡Viernes en persona!

Sobre la capa de polvo lunar aparecían claramente impresas las huellas de unos pasos. Impulsivamente, Jackson colocó su propio pie encima de una de aquellas extrañas huellas y comparó el tamaño. El suyo era más estrecho y cuatro pulgadas más corto.

—Ahora —dijo Holt—, sigan la línea.

Jackson proyectó su mirada a lo largo del camino trazado por las huellas hasta que éstas desaparecieron en la distancia. Las huellas habían formado dos caminos: uno que iba y otro que venía, completamente paralelos y en línea recta, hacia el cráter Tycho.

—¿Qué hacemos? —preguntó Davis—. ¿Comunicar con la Base?

—No tenga tanta prisa —dijo Jackson en tono irritado— El buen Dios colocó un bulto ornamental encima de su cuello. Trate de utilizarlo.

—Voy a impresionar unos metros de película —anunció Holt, preparando su cámara—. Al parecer, el profesor Jantz era un poco conservador al suponer que el carbón era la única evidencia de que aquí existía vida orgánica.

—Alguien ha llegado hasta aquí procedente de Tycho —dijo Jackson pensativamente—. Según parece, llegó hasta este punto, se detuvo un poco y luego dio media vuelta y retrocedió por donde había venido. Ahora bien, ¿por qué lo hizo? Debía tener algún propósito.

—Ejercicio —sugirió Holt petulantemente—. La idea lunar de un paseo higiénico.

—No estoy de humor para esta clase de bromas —dijo Jackson—. Trate de decir algo que tenga más sentido común, o gaste menos oxígeno.

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