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Una repentina sacudida hizo que los hombres se hundieran más en las colchonetas de sus literas. Los paneles de observación permitieron ver un chorro de fuego amarillo verdoso descendiendo hacia la Luna desde la popa de la nave.

Después de varios días de gravedad cero, la repentina fuerza G desarrolló una implacable presión hasta el punto de que las venas humanas parecieron estar llenas de mercurio, y los huesos y tejidos transformados en plomo.

En la pantalla de observación aparecieron unas largas hileras de espolones montañosos que parecían eludir sólo por pulgadas el choque con las ahora extendidas patas de araña de la nave. Luego se hizo visible una zona lisa constituida por un lecho de lava, que fue creciendo con aterradora velocidad hasta que cada detalle, cada fragmento de roca, quedó claramente perfilado.

Ahora, los motores del cohete desarrollaban toda su potencia. A bordo de la nave no había ningún sonido al que pudiera darse el nombre de tal, aunque parecía que aquella enorme liberación de energía química hubiera creado un silencioso gemido sobrenatural que atormentaba a cada vigueta, a cada plancha de metal, a cada fibra humana, con su penetrante mensaje.

El profesor Jantz había dejado de preocuparse por el cubo de 789: estaba inconsciente. Sus compañeros, más o menos indispuestos, contemplaban a través de las nieblas de una semiinconsciencia las brillantes imágenes que se reflejaban en las pantallas de observación.

Todo el cosmos parecía reflejarse en aquellas pantallas, distribuidas por toda la nave. Los segundos palpitaban incansables, registrados por la roja aguja del electrocrono, que martilleaba su mensaje como un lejano crepitar de ametralladora.

Sesenta segundos para altitud cero, susurró el altavoz.

Instintivamente, los hombres se volvieron a mirarse unos a otros, para intercambiar sonrisas de despedida o muecas anticipadas de triunfo.

Cuarenta y cinco segundos... treinta segundos... quince segundos... diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno... ¡cero!

Se produjo un silencio... el mayor silencio conocido hasta entonces. E inmovilidad. Luego, alivio.

Cuando las tres patas de araña entraron en contacto con la superficie lunar, el piloto automático de la nave sincronizó los deceleradores de los motores del cohete. Las delgadas patas se hundieron lentamente a través de un par de pulgadas de roca líquida, hasta encontrar la dura capa inferior. No hubo ningún choque, ninguna sacudida repentina, ninguna mareante oscilación. Únicamente el final de algo. El final del movimiento, de las aceleradoras fuerzas G, de las brillantes imágenes de las pantallas de observación, del temor y de todo malestar... el final de un breve pero colosal clima de tensión.

El capitán Harper fue el primero en recobrar el uso de la palabra.

—¡Altitud cero! —murmuró—. ¡Sólo los dioses mueren jóvenes!

El profesor Jantz abrió los ojos; Pegram, el navegante, soltó disimuladamente su pata de conejo; y Davis dejó de recitarse a sí mismo El Viaje Dorado. Todos empezaron a desabrochar los cinturones de seguridad de sus literas, y, apenas recobrados del tránsito a la gravedad l/6, se apresuraron a trepar a la cúpula de observación.

Veinticuatro horas más tarde, la nave reposaba como un esqueleto de tres patas, con la esfera habitable emergiendo como un vientre encima de su espinazo tubular. En la base de aquella nave de cien pies de altura, que había efectuado su primer y último viaje a través del espacio, había un tractor y un remolque, un montón de planchas curvadas de metal y un gran número de cestas de diversas formas y tamaños.

La temprana luz del sol dibujaba largas y fantásticas sombras detrás de todos los enseres y utensilios, de la expedición. En el cielo, la bola verde de la Tierra, grande y cercana destacaba de su telón de fondo, tachonado de estrellas.

Entretanto, en el cuarto de navegación de la esfera el capitán Harper dirigía la palabra a sus compañeros, antes de abandonar la nave.

—Dentro de cuatro semanas, caballeros —estaba diciendo—, llegará la nave Número Dos. Su cargamento, como ustedes saben, consistir principalmente en alimentos y en otros dos tractores lunares. Si por entonces podemos tener la base bien establecida, y si hemos procurado completar la exploración preliminar, habremos ahorrado una gran cantidad de tiempo; y la expedición podrá partir directamente. Como aquí no somos más que seis, es evidente que tendremos que trabajar de firme. Lo primero que hemos de hacer es montar un campamento. Hasta que no hayamos hecho esto, no podemos pensar en otros trabajos. Doctor Jackson, usted es geólogo... ¿Ha localizado algún rincón donde podamos montar el campamento en condiciones de seguridad?

—He encontrado un lugar ideal —respondió Jackson—. Está a cosa de una milla de distancia, prácticamente en línea recta con el Tycho y con la nave. Hay una grieta de unos treinta pies, con una protección de roca encima, que puede defendernos del peligro de los meteoritos. Pero tendremos que labrar una escalera en la roca, porque las paredes son casi verticales alrededor de toda la grieta.

—¿Cuántas unidades-vivienda podrá contener? —preguntó Harper.

—Por lo menos tres. No veo ningún motivo para que no pueda albergar tres unidades y el laboratorio. Y si, eventualmente, deciden aumentar la expedición, hay varias grietas contiguas en las cuales pueden instalarse perfectamente un par de unidades suplementarias.

—Doctor Holt, usted exploró el lugar con Jackson. ¿Cuál es su opinión?

El capitán miró al químico con aire interrogante. Holt, que sólo tenía treinta años, era el miembro más joven de la expedición.

—Por estos alrededores hay muchas grietas, pero ninguna de ellas me ha parecido tan adecuada como la señalada por el doctor Jackson. Estoy de acuerdo con él. Podía haber sido mucho peor.

—Entonces, será mejor que pongamos manos a la obra —dijo el capitán Harper, cogiendo el capuchón de su traje antipresión—. Cuanto antes montemos la primera unidad, mejor. —Miró a través de una mirilla de cristal plastificado—. Algo me dice que sentiremos grandes deseos de abandonar esta tierra muerta antes de que pase mucho tiempo... ¿Alguna pregunta?

—Ha llegado el momento de establecer contacto por radio con la Tierra —dijo Pegram—. ¿Desea usted enviar algún mensaje, señor?

El capitán Harper se dispuso a colocarse el capuchón de su traje antipresión, pero antes de hacerlo se alisó la poblada cabellera que empezaba a grisear.

—Dígales —respondió, sin la menor huella de humor en su rostro —que este lugar está tan muerto que lo más probable es que, si vemos una brizna de hierba, nos pongamos a gritar como conejos asustados.

Instalar la unidad-vivienda en la grieta que el doctor Jackson había escogido les llevó tres días terrestres en cuyo tiempo el sol se había alzado por detrás de las distantes cordilleras y colgaba como una brillante bola de fuego en el cielo negro, tachonado de estrellas.

El día lunar, cuya duración equivalía a una quincena terrestre, había alcanzado ahora el nivel de la media mañana.

Mientras estuvieron montando la primera unidad-vivienda, el capitán Harper y sus compañeros comieron y durmieron en el tractor, que estaba acondicionado de acuerdo con la presión terrestre, y era lo bastante grande para acoger cómodamente a los seis. Más tarde, cuando fuese utilizado para trabajos de reconocimiento a larga distancia, tendrían que vivir en él durante una semana sin interrupción. Esta primera experiencia de lo que era la vida en sus angostos compartimientos representaba un valioso entrenamiento.

De cuando en cuando, los hombres se tomaban unos minutos de descanso y contemplaban con ojos maravillados el paisaje áspero y desprovisto de vida bajo su bóveda de oscuridad.

Estaban impresionados por su propia pequeñez y, al mismo tiempo, por su colosal hazaña, por la idea de que probablemente eran la primera forma de vida orgánica que iba a establecerse en la luna.

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