Tomó su puntero y mostró el creciente perímetro de la zona de cuarentena. Señaló la situación del centro del desastre.
Luego se inclinó de nuevo hacia su auditorio.
—Escuchen ahora —dijo—, ya que el mundo no puede seguir soportando esta tortura.
Respiró profundamente y puso toda la fuerza de su ser en sus palabras.
- ¡Brujas del mundo, uníos!-dijo—. ¡Uníos para hacerlo limpio, limpio, limpio! ¡Witch limpia AHORA!
La palabra final estaba ya en el aire cuando el censor de la emisora consiguió cortar el contacto.
El Presidente y su gabinete pusieron al país en una doble alerta. Rusia había terminado con la epidemia de Formosa, según las últimas noticias, y ahora iban a atacar directamente a los Estados Unidos antes de enviar su ultimátum.
La gente de todo el mundo aceptó la historia con una inesperada calma. Al igual que lo de Hiroshima, era algo demasiado inesperado, demasiado grande, totalmente inimaginable. Lo que estaba sucediendo era muy raro, desde luego, y la gente iba a su trabajo con aspecto preocupado, o furioso, o enojado, pero con una inesperada calma.
Los periódicos publicaron amplios editoriales acerca del problema, preguntándose quién había terminado con la epidemia de Formosa —¿tenía alguien la respuesta?— y dejando para los estadistas el problema de lo que la posesión de una fuerza tal de saneamiento podía significar. Luego cambiaron radicalmente de tema, ya que nadie estaba seguro de lo que tenía que creer.
Bill Howard ya no estaba en la emisora, desde luego. No le importaba. Ahora tenía un verdadero problema.
Hemos comprado un poco de tiempo —pensaba—. Un poco de tiempo para desarrollarnos.
Hemos comprado un poco de tiempo a los fanáticos y a sus estadistas, a los cabezas de chorlito y a sus políticos, a los militares y a los industriales...
Nosotros, la gente de la calle, tenemos hoy un poco más de tiempo del que disponíamos ayer.
¿Cuánto tiempo?
Bill Howard lo ignoraba.
En aquella ocasión, hubo tiempo para actuar. En aquella ocasión, habían transcurrido unas semanas, mientras la crisis iba en aumento y el mundo se enfrentaba a una muerte horrible. La crisis había sido larga. Dio tiempo para que un hombre utilizara su cerebro y encontrara una solución.
La próxima vez podría ser distinto. Podía haber un satélite esperando, con un botón dispuesto para ser pulsado. Había una terrible cantidad de botones que esperaban ser pulsados, se dijo Bill a sí mismo, botones por todo el mundo, proyectiles teledirigidos apuntando a... sí, a todos los pueblos del mundo.
La próxima vez podía suceder todo en el espacio de unas horas, incluso de unos minutos. La próxima vez, las bombas podían estar en el aire antes incluso de que la gente supiera que los botones iban a ser pulsados.
Bill Howard sacó su máquina de escribir.
Cuando uno tiene un problema lo mejor que puede hacer es hablarle a la máquina de escribir, si es la única cosa que puede escucharle.
¿Cuál es el problema?, se preguntó a sí mismo. E inmediatamente lo escribió. Empezó por el principio y le contó toda la historia a su máquina de escribir. Le contó cómo había sucedido todo.
Ahora, pensó, hay que encontrarle un final a la historia.
Si se deja con la indicación Continuar, continuar, desde luego. Alguien pulsará un día un botón, y, con ello, escribirá la última palabra de la historia: FIN.
El problema era, en esencia, bastante sencillo explicado en términos de milagro.
Del modo que iban las cosas, se necesitaba un milagro para que el mundo se mantuviera unido el tiempo suficiente para disipar todos los malentendidos. Se necesitaba un milagro para que se impusiera el sentido común, que era el único sustituto posible contra las impuestas apetencias de guerra.
El poder de las brujas era, evidentemente, un poder para el pueblo: para el pueblo que necesitaba aquella protección, que necesitaba aquellos milagros.
Nunca sabremos quién hizo el trabajo —se dijo a sí mismo Bill Howard—. Es mejor así. Es como cambiar de sitio un mueble muy pesado. Uno puede decir "Yo no lo he hecho" pues a pesar de haberlo empujado, no ha conseguido que se mueva. Uno puede incluso estar seguro de no haberlo hecho. Pero el mueble se mueve si se coloca a su alrededor a la gente necesaria.
¿Quiénes son las brujas? Son el pueblo, y el pueblo no es para quemarlo. Para quemarlos son los fanáticos y sus estadistas, los cabezas de chorlito y sus políticos, los cerebros y los trusts de cerebros... pero las brujas, no.
Una hora más tarde, Bill Howard se sentaba de nuevo ante su máquina de escribir. Había expuesto el problema general... pero ahora tenía un problema específico, y para un hombre de su categoría profesional, era un problema completamente sincero.
Necesitaba otra ocasión para invocar a aquel poder. Sólo una ocasión. Lo suficiente para eliminar aquella violenta arraigada resistencia a la idea de que el pueblo tenía poderes... ¡y podía hacer milagros!
Los Intrusos
Edmond Cooper
Fue como si el universo hubiera empezado a dar vueltas repentinamente. De un modo lento, impresionante, miríadas de puntitas de diamante, flotando a través de un océano de absoluta oscuridad, empezaron a oscilar en ordenado ritmo alrededor de la nave lunar. Súbitamente, la Tierra se balanceó como una linterna en la víspera de Todos los Santos, y la propia luna se hizo invisible por la popa del vehículo espacial.
Hacía seis horas que la nave había cruzado la frontera neutral en su prolongado descenso a través de un cuarto de millón de millas de silencio. Ahora, después de cinco días de gravedad cero, el momento de la acción había llegado.
Las estrellas dejaron de girar y la verde linterna de la Tierra quedó colgada de algún invisible garfio. El universo estaba inmóvil otra vez: la nave lunar se había colocado en posición para su dificultoso aterrizaje.
A quinientas millas de distancia, los profundos cráteres de la Luna abrían amenazadoramente sus fauces a la nave en descenso. Iban ensanchándose, mostrando sus ocultos perfiles, sus desolados espolones rocosos, y toda la inmovilidad de pesadilla de un mundo petrificado.
Seis ansiosos pares de ojos miraban a través de los paneles de observación. Vieron al cráter Tycho, rodeado de resquebrajaduras y arrugadas llanuras de lava, abalanzarse a su encuentro como si estuviera ávido por tragarse a la nave.
Pasados diez minutos seis hombres habrían realizado un sueño de conquista imaginado desde hacía siglos: pisar la superficie de la Luna.
El capitán Harper contempló, como hipnotizado, la pantalla situada en frente de su litera, y se preguntó si Dios les ayudaría. El profesor Jantz, matemático y astrónomo, intentaba librarse del temor elemental que empezaba a invadirle, calculando el cubo de 789. Los doctores Jackson y Holt, geólogo y químico, respectivamente, intercambiaban instrucciones en voz baja previendo la difícil posibilidad de que uno de ellos sobreviviera al otro. Pegram, el navegante, acariciaba una pata de conejo; y Davis, el mecánico, recitaba mentalmente El Viaje Dorado a Samarkanda, mientras contemplaba una manoseada fotografía de la muchacha con la cual podía haberse casado.
¡ Sesenta segundos para el punto encendido-susurró el altavoz —. Cuarenta y cinco segundos... treinta segundos... quince segundos... diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno... cero!