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—¿Cómo no me voy a preocupar?

—Anda, mamá, no llores.

Tensi recoge la llave que ha caído al suelo. Limpia las lágrimas de Pepita con sus dedos, le da un beso en la mejilla, y le pregunta qué es lo que guarda en el puño.

A espaldas de Tensi, doña Celia mira a Pepita y niega con la cabeza. Suplica con un gesto que no le entregue a la hija el trozo del vestido de su madre. Hace tiempo que doña Celia ha dejado de ir al cementerio con su sobrina Isabel, y con unas tijeras. Hace tiempo que los familiares tienen permiso para enterrar a sus muertos. Pero doña Celia no ha olvidado el dolor que desfiguraba los rostros cuando ella entregaba los trocitos de tela. Pepita no lo ha pensado bien. Ella no quiere ver ese dolor en el rostro de Tensi.

Al ver la expresión de doña Celia, Pepita reconoce su error.

—¿No vas a decirme qué es eso que tienes en la mano?

Sin contestar a Tensi, Pepita mira a doña Celia. Mira la sentencia, y doña Celia vuelve a negar con un movimiento de cabeza.

—Mamá, que te estoy preguntando qué es lo que tienes en la mano.

Pepita recoge las cartas y la sentencia, besa el trocito de tela antes de guardarlo todo en la lata, y contesta que es un recuerdo.

—Es un recuerdo.

Sólo un recuerdo.

30

Va a cumplir cuarenta y dos años, Pepita. Se sitúa frente al espejo y observa las canas de sus sienes y del mechón que nace en su frente. Aún es hermosa, aunque ella sólo vea en su reflejo la necesidad de teñir su cabello y la amenaza de las arrugas que rodean sus ojos.

Unos segundos bastan para que Pepita se coloque el velo y huya de su propia imagen. Unos segundos, para que busque su caja de lata bajo la cama; para leer la última carta de Jaime. La carta donde habla de un rumor.

Queridísima mía: Corre un rumor por la prisión, cada día más fuerte, y siento que cada día es más cierto que pronto estaremos juntos. Muy pronto, chiqueta. Sí, muy pronto.

Un rumor habla de la posibilidad de un indulto inminente. El Papa ha muerto. El indulto alcanzará a las condenas de treinta años que no hayan sido conmutadas por las penas de muerte, en su sexta parte.

Pepita vuelve a hacer los cálculos que Jaime detalla en su carta. El indulto le cubriría cinco años, más diecinueve que lleva en la cárcel son veinticuatro, de modo que le quedan otros seis de condena por cumplir, que ésos son los que le tocan de condicional, está más claro que el agua más clara.

Vuelve a leer las indicaciones de Jaime. Te enviaré un telegrama en cuanto me llegue la notificación del indulto, quizá sea después del Consejo de Ministros del jueves de la semana que viene. Si quieres casarte en Madrid, tendrá que ser el mismo día de mi libertad, arréglalo todo para la boda, porque no me dejarán quedarme en Madrid ni una sola noche.

Pepita lee la palabra indulto, lee libertad, lee semana que viene, lee boda, y recuerda que doña Celia y Tensi la están esperando. Antes de guardar la carta en la caja, se detiene en el poema de Luis Álvarez Piñer que Jaime utiliza para despedirse de ella,

Procura no herir tu corazón en su escarcha.

No dejes que se enrede en el reloj

el azul de tus ojos.

se sujeta en la cabeza un velo negro con dos horquillas y se dirige a la cocina:

—¿Está usted preparada, señora Celia?

—Sí, vamos.

—¿Voy bien?

—Claro que vas bien.

—No me he pintado los labios.

—Ni falta que te hace, vas a pedirle al cura que te case con Jaime no que se case contigo.

—¿Y Tensi?

—Ya sabes lo impaciente que es, nos espera abajo.

—¿Se ha puesto manga larga?

—Sí.

—¿Seguro? No vaya a ser que no la dejen entrar.

—Se ha puesto una rebeca, no empieces tú también.

Las tres mujeres caminan aprisa hacia la iglesia. Pepita mira al frente con ansiedad y marca el paso de la joven y de la anciana que la acompañan. Cuando entren en la sacristía, el sacerdote las estará esperando:

—Ustedes dirán.

—Quiero casarme.

Pepita expondrá su caso. Su novio es ateo.

—Pero yo creo en Dios.

Ya les han negado una vez el sacramento de matrimonio. Su novio es una persona política y no va a renunciar a sus ideas, aunque consiente en casarse. Saldrá muy pronto de la prisión de Burgos. Se irán a Córdoba, donde Pepita conserva la casa de su padre.

—Quiero entrar casada con él en mi casa.

—Te conozco, hija mía, te he visto muchas veces frente a la imagen del santo y sé que eres una mujer piadosa y devota. Yo podría casarte, pero estamos hablando de un sacramento, y tu novio es comunista.

Pepita no aparta su mirada azulísima de los ojos del sacerdote. Tampoco doña Celia y Tensi han dejado de mirarle ni un solo instante. Intervienen las dos para interceder a favor de Pepita:

—Pero el novio quiere casarse.

—Y el sacramento le vale a ella, ¿o no le vale?

—Sí, a ella le vale, pero yo no puedo bendecir ese matrimonio. Las cosas son así, hija mía.

Pepita tomó una mano del sacerdote.

—Las cosas son así o como queramos que sean. Yo soy cristiana y usted es cura. Las cosas son así, pero también pueden ser de otros modos y de otras maneras, y usted no puede decirme eso para que yo me conforme, que a mí se me han juntado ya las hambres con las ganas de comida y no me voy a conformar. Mire, padre, yo lo traigo todo, menos el libro de familia que tenemos que ir los dos al juzgado, lo traigo todo, la fe de bautismo, el certificado de nacimiento, mío y de él, una devoción grandísima y la esperanza de que usted consienta en casarme y San Tadeo me ampare.

El sacerdote se llamaba Abundio. Le conmovió la determinación de Pepita, apretó su mano, le pidió que le siguiera y la invitó a sentarse en el primer banco de la iglesia. Tensi y doña Celia salieron de la sacristía tras ellos, y esperaron ante la imagen de San Judas Tadeo. Pepita y don Abundio estuvieron hablando largo rato. Él le rogó que le contara toda su historia. Ella se la contó. Y le dijo que durante años había fingido estar casada:

—Años y años, ¿sabe usted? Que se me paraban los pulsos yendo a Burgos sin saber si me dejarían pasar y hasta que entraba al locutorio no se me quitaban las angustias que llevaba agarradas al alma.

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