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—¡Sangre mía!

Benjamín fue el último en abrirle los brazos. Reme escondió la cara en su pecho, susurrando:

—¡Pobre Benjamín!

Por todo mobiliario, una mesa camilla, seis sillas y un pequeño aparador encontró Reme en la sala del piso alquilado.

—¿Te gusta?

Sin soltar la mano de su marido, Reme contestó mirando a sus hijas:

—Muy bonito, y está muy limpio y muy ordenado.

—Tuvimos que vender tus muebles.

—No importa.

—Pero mira.

Benjamín abrió la puerta de la última habitación.

—Mira.

El dormitorio.

—La cama, las dos mesillas de noche, la cómoda y el armario ropero.

Reme se sentó en la cama y acarició con las palmas de las manos abiertas la colcha de croché que había tejido su madre.

—Y mi colcha.

Esa noche, en el dormitorio de Reme y Benjamín, dos cuerpos se encontraron. Reme se había dado un baño caliente, por primera vez en seis años.

—Amor mío.

—Amor mío.

Y por primera vez, las palabras de Reme y Benjamín hablaron de amor. La ternura venció al pudor que hasta entonces habían sentido. Ambos olvidaron el recato, el miedo a pronunciar el nombre del otro en un gemido.

—Benjamín.

—Reme, mi Reme.

Él le quitó el camisón, por vez primera.

La piel recién bañada de Reme recibió los besos de Benjamín. Ella acarició todo el cuerpo de su esposo, por primera vez en veintisiete años de matrimonio. Sorprendida, sostuvo en sus manos su descubrimiento mientras hundía la nariz en la axila de Benjamín.

—Qué bien hueles, amor mío.

—Sigue acariciándome así.

—¿Así?

—Así.

Fuego de lumbre en una chimenea. Así fue el amor.

—Benjamín.

—¿Qué?

—¿Estás dormido?

—Hoy voy a dormir en una cama.

—¿Eh?

—Estás dormido.

—No, no estoy dormido.

—Voy a dormir en un colchón de lana mullidito. En una cama. En mi cama, y con mi almohada.

Benjamín le acarició la mejilla.

—Y conmigo.

—Sí, y contigo.

—Pues anda, vamos a dormir, ¿no tienes sueño?

No, Reme no tenía sueño. Acurrucada en el hombro de Benjamín, recorría con la mirada su habitación intentando convencerse a sí misma de que era cierto que ella estaba allí. Si la viera Tomasa. Si Tomasa pudiera verla. Aunque es mejor que no la vea. Pobre Tomasa.

—Benjamín.

—¿Qué?

—Le he regalado la silla que me llevaste a una compañera de dentro.

—Has hecho bien.

Tomasa es buena. Tomasa no tiene maldad y se hace la dura para que no se le note que es buena. Tomasa quiso regalarle la cabecita negra del cinturón de Joaquina. Es buena, y generosa. Irá a esperarla el día que la suelten. Porque no tiene a nadie que vaya a esperarla. Y no tiene a nadie que le mande paquetes. Ella se los mandará. Sí. Y le escribirá cartas, porque no tiene a nadie que le escriba, y no hay tristeza más grande que verla en la hora del reparto esconderse en una esquina. Se esconde, Reme la ha visto esconderse muchas veces. Y sabe que lo hace para no ver la cara de las que extienden la mano hacia un sobre y para que nadie sepa que a ella no le han escrito nunca y nunca le escribirán. Menuda sorpresa va a llevarse. Le escribirá, y le dará noticias de la hija de Hortensia. Y de Elvirita. Y de Sole. Buscará a la hija de Hortensia, y a la niña pelirroja que le regaló a Tomasa el vestido de su madre. Querida hermana, así empezará la carta. Querida hermana, para que se la entreguen se hará pasar por su hermana, me alegraré que a la llegada de ésta, sí, eso es, su hermana, porque tiene que ser familiar directo.

Reme se dormirá pensando en Tomasa, buscando las palabras que escribirá en la primera carta. Ha de encontrar la forma de hablar de sus compañeras sin que la funcionaria que censura la correspondencia se dé cuenta. A Elvirita la llamará la niña de la maleta, y Hortensia será la madre de la chiquilla de ojos azules que no quería nacer. A Sole, no sabe cómo llamar a Sole. La puerta abierta de la jaula. La jaula abierta.

Sí, Sole será la jaula abierta.

13

Querida hermana: me alegraré que a la llegada de ésta te encuentres bien. Tomasa está en el centro del patio, con su sobre en la mano. Había corrido a esconderse al ver llegar a la paquetera con el correo, como hacía siempre, y cuando escuchó su nombre volvió a correr, esta vez hacia el centro del patio, con la mano extendida y los ojos fijos en el sobre que llevaba su nombre. Querida hermana, leyó. Reconoció a Reme por las cosas que le contaba. Reconoció a Hortensia en la madre de la niña que no quería nacer. Reconoció a Sole en la puerta abierta de la jaula y supo que seguía en Francia, aunque la palabra Francia estuviera tachada. Leyó Querida hermana y se paseó de un lado a otro para que todo el mundo viera que había recibido una carta. Mira, me ha escrito mi hermana, le dijo a la mujer que lloraba el día de la Merced, a Josefina. Mira, me ha escrito mi hermana, le mostró la carta a la chivata.

—No sabía yo que tuvieras una hermana.

—Ni falta que te hacía.

—¿Por qué no te ha escrito antes?

—¿A ti qué carajo te importa?

Tomasa no dirá a nadie que su hermana no es otra que Reme. No lo dirá. Dobló la carta, la metió en el sobre y mirando de lado a la chivata, que se rascaba con furia los brazos, se alejó de ella.

Desde que Reme se marchó, desde que se marcharon una a una las compañeras de su antigua familia, Tomasa pasea siempre sola por el patio. No le gustan las camaradas de su nueva familia. No le hacen gracia sus risas ni sus bromas. No ha hecho amistad con ninguna, ni siquiera con Josefina, que se esfuerza en ser amable con ella. Sólo Josefina se esfuerza. Las demás la miran mal, sobre todo cuando dividen la comida de los paquetes y la cuentan una y otra vez antes de darle su parte, y Tomasa come con la vista fija en el suelo.

Con el sobre en la mano, recorrió el patio a derecha y a izquierda. Mira, mira, me ha escrito mi hermana, repitió a las presas que se cruzaban con ella. Y se sentó en el banco donde, hacía tanto tiempo, tomaba el sol durante diez minutos al día, cuando Sole la alimentaba con una sonda a través de la cerradura de su celda de castigo. Sole, la camarada comadrona de Peñaranda de Bracamonte, la puerta abierta de la jaula. Tomasa apretó el sobre contra el pecho y buscó con la mirada la ventana de la galería número dos derecha. Desde allí, Reme, Hortensia y Elvira la miraban. Cuánto tiempo hacía de aquello. Cuánto tiempo. Imaginó las tres cabezas asomadas al cristal. Cuánto tiempo. Sentada en el banco contemplaba la ventana. Pero no estaba triste. Pronunció tres nombres en voz baja, para dejarse llevar por la añoranza. Hortensia. Elvira. Reme. Porque la añoranza tiene hoy tres nombres. Hortensia, la mujer que murió sin que Tomasa pudiera despedirse de ella. Elvira, la niña pelirroja que se fue sin su maleta. Y Reme, Querida hermana.

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