—Cordobés, coge su macuto.
Los ladridos de los perros no cesan. Ahora se han sumado otros perros.
—Deprisa.
Jaime habla con el tono de voz más bajo que le es posible. Saca su pañuelo del bolsillo y se lo mete en la boca a Elvira.
—¿Puedes respirar?
La chiquilla pelirroja asiente con la cabeza.
—Cuando dejes de toser, te lo sacas.
Levantándose del suelo, Elvira vuelve a asentir. Su hermano ladea la cabeza, atento a los ladridos que no cesan. Señala la cavidad de una roca e indica a Elvira y a Mateo que le sigan. Al tiempo que camina, esparce a su paso la pimienta que lleva en una bolsa para despistar el olfato de los perros. Continúan ladrando. Es muy posible que los suelten a rastrear. En caso de que sea así, los detendrá la pimienta. Agazapados los tres, con la espalda contra la pared de piedra de la cueva, esperarán al silencio mientras la tos de Elvira se ahoga en un pañuelo. Apenas unos minutos después, los perros comienzan a calmarse. Cuando los ladridos desaparezcan por completo, reanudarán la marcha. Jaime besará a su hermana en la frente antes de dar la orden de comenzar a caminar. Y ella intentará esbozar una sonrisa apretando la mordaza entre los dientes.
Sin el peso del macuto en su espalda, Elvira recuperará el ritmo de sus compañeros en la marcha, pero no se atreverá a liberar su boca hasta no alcanzar el campamento de El Pico Montero.
—Lo siento.
Lo siento, le dirá a El Chaqueta Negra, y añadirá que lamenta no haberse metido ella misma el pañuelo. Había olvidado la consigna: durante las marchas, un simple estornudo puede traer la muerte. Ella lo sabía. Pero lo había olvidado. El sonido de la tos se sofoca con un pañuelo. No volverá a pasar, jurará. Y él volverá a besarla en la frente.
—Estás ardiendo, chiqueta.
Está ardiendo, sí.
Jaime ordena a Mateo que releve en la guardia a las hijas de El Tordo, extrañado al ver que son las únicas que guardan el campamento.
—¿Dónde están los demás?
—Han ido a El Altollano.
Las hijas de El Tordo caminan a un paso de Jaime, que conduce de la mano a su hermana al interior de la tienda de hule. Mientras ayuda a Elvira a tenderse sobre un lecho de hojas secas y la arropa con dos mantas que saca del macuto, continúa interrogándolas:
—¿A qué han ido a El Altollano?
—A pasar la noche.
—¿No os han dicho qué iban a hacer allí?
—Sólo nos han dicho que iban a pasar la noche, y que nosotras no podíamos ir.
De madrugada, cuando regrese la partida, El Chaqueta Negra convocará a los hombres a consejo. Ante la tienda, El Tordo se defenderá de la acusación de negligencia alzando la voz. Y sus hijas bajarán la mirada al escuchar las palabras que atraviesan el hule.
—¿Has arriesgado la seguridad de este campamento por ir a una casa de putas?
La fiebre de Elvira le impedirá abrir los ojos. Las hijas de El Tordo creerán que duerme. Pero no duerme.
—Es una casa de confianza.
—Has puesto en peligro a tus hombres. Nos has puesto a todos en peligro.
—Teníamos que descargar.
—Pues descargáis con la mano.
—No es lo mismo, ya estamos hartos de tocar la zambomba.
—No te hagas el gracioso.
—No me hago el gracioso, pero te digo yo que de vez en cuando hay que tocar la flauta, y no hay flauta sin agujeros.
—Déjate de flautas, abandonar sin vigilancia un campamento es una negligencia grave.
—!Pero si estaban las chicas!
—Escúchame bien, Tordo, porque no lo quiero repetir, faltas como ésta se castigan con la muerte.
Elvira intenta abrir los ojos. Pero los párpados pesan. Arden. Tiembla. Las últimas palabras de su hermano aumentan su temblor. Se castigan con la muerte. Busca refugio entre las mantas. Esconde la cabeza. El sabor de la cena le llena la boca. Tiene calor. Va a toser. Ahora puede toser. Sí. Tiene frío. Se castigan con la muerte. Se ahoga. Se destapa la cabeza. Ahora puede toser. La muerte. Se incorpora. Se castigan con la muerte. Las judías con chorizo salen disparadas con un golpe de tos. La tibieza de una mano le sujeta la frente. Y ella siente la mano de Tomasa. Otras manos la ayudan a recostarse de nuevo, limpian el vómito de su barbilla y enjugan con un trapo limpio y fresco su sudor. Un paño fresco en la frente. Tomasa. Es Tomasa quien refresca su rostro con paños fríos. Reme sonríe. Y Hortensia escribe en su cuaderno azul. Reme va a cantar. Elvira ya no intenta abrir los ojos. Ahora se deja llevar, se abandona. Recibe dulcemente los cuidados de las hijas de El Tordo. Sus labios se han agrietado.
—Tengo sed.
Una mano le alza la cabeza y sostiene el peso de su nuca, otra le acerca una cantimplora a los labios.
Tiembla.
—Reme, qué mal cantas.
Tiene frío. Un camión se lleva a Las Trece Rosas y Julita Conesa no deja de cantar. Joaquina deshace un cinturón. Joaquina tiene el pelo liso y negro, y los ojos grandes. Se castigan con la muerte. Hortensia lleva trece rosas en la mano. Reme sigue cantando. Hortensia lleva trece rosas muertas en la mano. Y ella acaricia una cabecita negra.
—Abrázame.
Tiene frío.
—¡Reme!
Grita Reme.
Tiene frío por dentro.
—¡Reme!
Abre los ojos y los vuelve a cerrar. Y se deja llevar por una voz que le ofrece un abrazo. Una voz desde muy lejos, desde muy dentro:
—Ven, sangre mía.
11
La desesperación es una forma de negar la verdad, cuando asumirla supone aceptar un dolor insoportable. Y el cuerpo se niega, se rebela. El sentimiento ruge. Y Tomasa se deshace por dentro y por fuera en un rincón de la celda. Sentada en la silla de Reme se deshace. Porque Reme se ha ido.
Sí.
Reme se ha ido. Y Tomasa rumia su desconcierto moviendo la cabeza a derecha y a izquierda. Se araña la cara. Rumia su alarido. Se muerde los labios. Mira hacia el frente. La pared. Mira hacia el suelo. Echa de golpe la nuca hacia atrás. Muros. No siente dolor. Se muerde los labios y niega con la cabeza. Se araña los brazos. Sus compañeras duermen. Reme se ha ido.
—¿Qué te pasa?