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—No te preocupes, yo me encargo.

—Que regrese a Pamplona.

—De acuerdo.

Amalia comenzó a bajar del cerro despacio. Y los demás comenzaron a subir.

Eran las seis de la tarde del día dos de noviembre de mil novecientos cuarenta y dos.

Había comenzado a llover.

8

A Mateo no le gustaba que las mujeres estuvieran en el monte. Toleraba a Sole porque se marcharía pronto, y porque Elvira le había contado que ella fue quien atendió a Hortensia en el parto. Y aceptaba a la chiquilla pelirroja porque había demostrado que era valiente, como su hermano, y porque había aprendido a manejar las armas como un hombre. Él mismo la había adiestrado, le enseñó a disparar con su naranjero y a distinguir el sonido de las armas. Podría manejar cualquiera, aunque ella prefería su pistolita, una pequeña pistola que llevaba al cinto. Además, tenía formación política, mucho más avanzada que la mayoría de los guerrilleros de la partida. En la cárcel había aprendido todo lo que sabía de política. Y en la escuela de campaña daba clases a los hombres que no sabían leer ni escribir. Era lista, a los dieciséis sabía más que muchos que mueren de viejos. Y era fuerte. No había tardado ni un mes en curarse de la fiebre que le subía por las tardes, y casi se había curado también de la tos que se trajo de Ventas. Respiraba el aire del monte con ansia y aunque parecía una mocosa, cargaba con el macuto y el fusil y no se quejaba nunca en las marchas. Ni siquiera tropezó una sola vez cuando debían caminar de espaldas en la nieve para despistar con las huellas. Pero era mujer, aunque pareciera un muchacho, y las mujeres no deben andar como gatas salvajes por el monte. Mateo aceptaba a Elvira porque era hermana de El Chaqueta Negra. La aceptaba, porque le hablaba de Tensi.

—Háblame de Tensi, Elvirita.

—¿De la madre, o de la hija?

—De las dos.

—Tu hija tiene los ojos más azules que el cielo. Y Hortensia nunca te llamaba Cordobés, ni Mateo, ella te llamaba Felipe.

Cuando Mateo le pedía que le hablara de Tensi, Elvira siempre le decía que su mujer le llamaba Felipe. A él le gustaba recordar a Hortensia escuchando a Elvira.

Sí, toleraba a Elvira, porque le hablaba de Tensi. Porque cuando la chiquilla pelirroja pronunciaba el nombre de su esposa, y después el suyo, él se emocionaba al sentir que los reunía por un instante. Hortensia. Felipe.

Pero era mujer, y las mujeres no deben vivir como alimañas en el monte. El Chaqueta Negra no debió traerla, y lo sabe. Por eso la deja a su cuidado cuando la partida realiza una acción, como ahora. Centinela le ha dicho que es, y la chiquilla se lo ha creído. A él no puede engañarle, la excusa de que Elvira no ha participado jamás en un secuestro no es suficiente. Siempre hay una primera vez. Tampoco sirve que diga que es demasiado joven, en la partida de El Tordo están sus dos hijas, ninguna pasa de los dieciséis y nunca se quedan a guardar el campamento. Pero El Chaqueta Negra trata a su hermana como si fuera todavía la niña que dejaron en el puerto de Alicante, y esta chiquilla dejó de ser una niña al salir por la puerta de la prisión, o a lo mejor al entrar, quién lo sabe. Es una mujer, y por eso no debió traerla. No. No debió traerla.

El Pico Montero era un conjunto de rocas rodeadas de zarzas que coronaban un cerro. La formación en círculo de las piedras formaba en su interior una explanada que la guerrilla utilizaba como campamento base, y a pocos metros de las zarzas, bajo un pequeño canchal, una profunda grieta de una roca les servía de depósito de aprovisionamiento, donde almacenaban armas, municiones y propaganda. El Chaqueta Negra instaló allí su cuartel general; de allí se había marchado con la partida de El Tordo a realizar el secuestro del recaudador de la Fiscalía de Tasas de El Altollano; y allí aguardaban Elvira y Mateo su regreso. Mientras esperaban, ella lavaba su ropa, y él la miraba. La chiquilla pelirroja había cavado un hoyo en el suelo, lo forró con una piel de oveja y lo llenó de agua. Agua clara, y nada más. El jabón estaba prohibido, a fin de evitar la tentación de usarlo en el río y que la espuma pudiera delatarlos. Mateo acababa de enterrar las latas vacías de las sardinas que les habían servido de alimento para todo el día. Se acercó a ella con la intención de pedirle que le hablara de Tensi. Pero al ver la energía con la que restregaba un pantalón, le habló de la suerte que tendría el hombre que se casara con ella.

—¿Por qué?

—Porque lo llevarás siempre la mar de limpio, chiquilla.

—Si te crees que yo voy a casarme para llevar limpio a mi marido estás tú bueno. El que quiera ir de limpio que se lave su ropa. No has aprendido nada de la República, Mateo, los tiempos de los señoritos se acabaron.

—Tú sí que estás buena, y eso sí que era un Gobierno de señoritos. No sé qué carajo me habían de enseñar a mí.

—Que los hombres y las mujeres somos iguales, a ver si te enteras.

—¿Iguales para qué, para lavar la ropa?

—Y para votar, por ejemplo, que para algo nos dieron el sufragio.

—Pero qué tendrá que ver una cosa con la otra, las mujeres no sabéis discutir, os escapáis por la rama aunque no haya ningún árbol cerca. Me he confundido, era un Gobierno de señoritas, y por eso os dieron el sufragio. Señoritas cagadas de miedo.

—¡Qué burro eres, Cordobés! ;Qué burro!

Mateo se dio media vuelta y se alejó del recuerdo de Hortensia sin haberla recordado. Elvira era mujer, aunque pareciera un muchacho, y no se puede hablar con una mujer sin perderse en mitad de la conversación. Y menos, de política. Las mujeres quieren saberlo todo y se quedan en querer saberlo. En unos minutos volverá a ratificarse en su idea, cuando El Chaqueta Negra regrese con la partida y diga que los hermanos del recaudador se negaron a pagar el rescate. Elvira se acercará a Mateo y le preguntará:

—¿Qué ha pasado?

—Nada, lo han ajusticiado.

—¿A quién?

—¿A quién va a ser, chiquilla? ¿No han ido a raptar al de la Fiscalía de Tasas?

Mateo percibirá un leve temblor en los labios de Elvira, cuando ella quiera saber quién lo ha matado y él le diga que cualquiera.

—Uno u otro, qué más da. Le han pegado tres o cuatro tiros en la cabeza allí mismo y asunto terminado.

Ella preguntará quién es el que ha tomado esa decisión. Él contestará que esas decisiones no se toman.

—Las reglas son las reglas. Si no pagan, no pagan. De nada servirá que Mateo intente explicarle a Elvira que ellos no raptan a cualquiera:

—A ver si te crees que era un corderito, ese hijo puta se dedicaba al estraperlo. A cuenta de la Fiscalía de Tasas, se ha llenado los bolsillos con el hambre de los pobres.

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