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El día de Todos los Santos, ante los ojos asombrados de la reclusión, Antoñita Colomé actuó en el penal de Ventas. Elvira la miraba orgullosa sin poder evitar mover los labios al compás de la canción que ofrecía la artista desde el escenario.
Apoya en el quicio de la mancebía
miraba encenderse las luces de mayo...
Nadie creyó a la niña pelirroja cuando aseguró que doña Antoñita había accedido a amadrinar la representación de La Tempranica. Nadie confió en que respondiera a la carta que Elvira le envió, previa autorización de La Veneno, donde le pedía en nombre de todas las presas, y con todo el cariño y la admiración que sentía por ella, que fuera la madrina de honor de una zarzuela y cantara una canción.
Los aplausos llenaron el patio de un estruendo inédito hasta entonces en el penal. Vivas, Bravos y Guapa se alzaban en gritos hasta el escenario cuando Elvira le entregó un ramo de flores a la madrina de honor al finalizar su actuación. La Veneno sonreía arrogante desde la primera fila de asientos, puesta en pie, como todos los demás. Ella también se sentía orgullosa. Ella era la anfitriona de la invitada más importante que había tenido jamás. Aplaudía con entusiasmo mirando de reojo la silla vacía que se encontraba a su derecha. Allí se sentaría doña Antoñita, junto a ella, para asistir a la representación de La Tempranica. La miró besar a Elvira al recibir el ramo y bajar del escenario de su brazo. Al llegar a la silla vacía que la esperaba, la artista acarició el cabello rojo de la niña, la besó en la mejilla, y le sonrió. Después besó el escapulario delantero del hábito de La Veneno y tomó asiento. Todas envidiaron a Elvira, también La Veneno, porque a ella le había besado el escapulario, pero no le había sonreído. Sin apenas mirarla, tomó el escapulario que le había ofrecido, lo acercó a los labios sin rozarlo, se sentó a su derecha y miró al frente.
El penal se había convertido en un gigantesco anfiteatro. El patio no era suficiente para albergar a toda la población reclusa, de manera que permitieron a las internas que no cabían que se asomaran a las ventanas, palcos improvisados sobre una platea repleta de presas y de funcionarias que no quisieron perderse la ocasión de admirar a la Colomé. En los últimos asientos, junto a la cancela, se encontraba don Fernando, que había pedido permiso para asistir con su mujer, doña Amparo. Ambos se habrían sentado junto a La Zapatones en la primera fila, si doña Amparo no hubiera declinado la invitación alegando que prefería estar cerca de la puerta por temor a las aglomeraciones. En realidad, doña Amparo temía a las reclusas. El aspecto de aquellas mujeres famélicas la sobrecogió nada más verlas y prefirió no mezclarse con ellas.
—¡Arriba el telón!
Gritó Tomasa desde bambalinas. Y las demás actrices que componían el reparto contestaron:
—¡Arriba!
Dio comienzo la primera escena. Tomasa representó a la perfección el papel que le hubiera correspondido a Hortensia, La Moronda. Elvira no dejó de mirar a Antoñita Colomé desde el escenario mientras representaba a María. Y en la escena segunda, Reme gritó más que nunca al cantar La tarántulaen el personaje de Gabriel:
No se mata con piedra ni palo.
Maldita la araña que a mí me picó.
La señal convenida. La tarántula.Cuando el plantel de actrices al completo, en contra del libreto de Julián Romea, invadiera el escenario y todas las voces se sumaran a la de Gabriel para cantar La tarántula, doña Antoñita fingiría un desmayo.
El plantel de actrices se sumó a Reme. Cantaron a coro La tarántula.
La señal.
Fingió la artista.
Se desmayó.
Las actrices continuaron cantando La tarántula. Alzaron la voz hasta desgarrar las gargantas. La canción sobrepasó las tapias y llegó al exterior de la prisión. Al otro lado del patio, esperaban la señal dos hombres uniformados.
Maldita la araña que a mí me picó.
El resto, fue confusión.
Dos falangistas exhibieron en la puerta una orden de traslado a nombre de Soledad Pimentel, natural de Peñaranda de Bracamonte, mientras la representación era interrumpida por las actrices y todas ellas bajaban del escenario para acercarse a su madrina de honor. La Veneno abanicaba a la recién desmayada. La Zapatones pedía a gritos que avisaran al médico. Tomasa vociferó que había visto una rata. Las presas que ocupaban el patio gritaron a su vez y comenzaron a correr de un lado a otro. Las que estaban asomadas a las ventanas quisieron bajar. Y bajaron. El médico tardó en llegar hasta la primera fila. La mujer del médico se quedó atrás. La chivata intentaba tranquilizarla. Sole se apostó en la puerta que daba a la galería de salida. Reme y Tomasa se apostaron a su lado. Elvira corrió hacia ellas. La portera corrió hacia el patio. La siguieron los centinelas armados que vigilaban el exterior del penal y los dos falangistas que llevaban una orden de traslado en la mano. Elvira los vio llegar. Escudriñó el rostro de los dos falangistas. Sole se separó de Reme y de Tomasa y dio un paso al frente:
—Soy Soledad Pimentel.
Los falangistas la cogieron cada uno de un brazo.
—¡Venga con nosotros!
Uno de ellos miró a Elvira a los ojos y le ordenó con voz bronca:
—Tú, ven aquí.
Elvira acarició la cabecita negra del cinturón de Joaquina que llevaba siempre en el bolsillo, y se acercó. Él la cogió por un brazo, como a Sole. Y se dieron los cuatro la vuelta.
A veces no hay que pedir permiso a Dios para hacer planes. A veces no hay que temer su risa, ni su furia. Pero antes de que los falangistas lleguen a la puerta de salida, La Zapatones gritará a sus espaldas:
—¡Alto!
El más joven se vuelve hacia ella iracundo:
—¿Desde cuándo se da el alto a los salvadores de la patria?
—Bueno, es que se iban ustedes sin..., y como se llevan a dos internas, pues...
El falangista le extiende la orden de traslado al tiempo que ordena a la funcionaria que abra la puerta. La Zapatones lee el pliego de papel y vuelve a titubear:
—Aquí sólo pone a una. Y ustedes, ustedes se lle..., bueno, ésta, con ésta qué pasa.
—Esta me la llevo para mí, se la traigo mañana.
—La última que se llevaron así me la devolvieron hecha una pena.
—¿Y qué?
—La directora dijo que no se llevarían a ninguna más sin papeles para diligencias.
—Llame a la directora, y acabemos de una vez.
Desde el fondo del pasillo, un grupo numeroso de personas se acercaba. En medio caminaba don Fernando junto a la hermana María de los Serafines. El médico llevaba a doña Antoñita Colomé en los brazos. Su mujer, doña Amparo, le seguía extasiada sin perder de vista el perfil bellísimo y pálido de la Colomé. Mercedes marchaba a su paso, igualmente extasiada. Reme y Tomasa vigilaban de cerca a la chivata. La Zapatones corrió hacia La Veneno y le mostró la orden de traslado de Soledad Pimentel.