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—Los has visto, ¿verdad? Han vuelto.

Amalia frunció el ceño. Volvió a levantarse las gafas. Mostró de nuevo la cuenca vacía de su ojo izquierdo, y recriminó a Pepita:

—Yo no le he dicho a nadie a quién he visto ni a quién no he visto. A nadie se lo he dicho y a nadie se lo voy a decir. Vete a casa.

A nadie se lo ha dicho, y a ella tampoco se lo va a decir. Pero ya le ha dicho bastante. Pepita se irá a casa. Se despedirá de Amalia. Se alejará de ella sonriendo. Y se dirigirá hacia la puerta para esperar allí al abuelo de Elvira. Su nieto vive, le dirá.

Vive.

4

Las madres que tenían visita de sus hijos aguardaban impacientes en el patio mirando hacia la puerta. También las abuelas, como Reme, observaban la entrada con ansiedad. Algunas se preguntaban si reconocerían a los niños, otras estaban seguras de que no sería así. Junto a Reme, una madre se apretaba las manos con tanta fuerza que acabó por clavarse las uñas. La cancela acababa de abrirse. Dos niñas vestidas de luto fueron las primeras en entrar. La mayor no superaba los seis años, y le daba la mano a la pequeña.

—¿Son ésas?

—No lo sé, hace cuatro años que no las veo. No sé, no sé.

Era la mujer que se clavaba las uñas la que dudaba. Había sido detenida junto a su marido al comenzar la guerra, una semana después de dar a luz a su segunda hija. Las niñas se quedaron con la abuela paterna. Ella fue trasladada de una cárcel a otra y acababan de traerla desde Saturrarán. Fue allí, en un convento habilitado para penal situado en el límite de Guipúzcoa con Vizcaya, donde recibió la única carta de su suegra; le contaba que su hijo había muerto y le enviaba un retrato de las niñas. He podido ahorrar unas pesetillas, le escribió, para hacer un retrato de tus hijas y que puedas verlas. Pero no llegó a verlas. Rompieron la fotografía ante sus ojos por haberse negado a rezar el rosario, y después, rasgaron la carta despacio. Al ingresar en Ventas, se enteró de que hacía más de dos años que habían fusilado a su marido.

—Están de luto, tienen que ser mis pequeñas.

Las niñas caminaban asustadas hacia el centro del patio apretándose la mano una a la otra. La madre se acercó a ellas. Se agachó. Las miró de arriba abajo y les preguntó sus nombres. Al escucharlos, respiró profundamente.

—Soy vuestra madre.

Y abrió los brazos, esperándolas. Pero las niñas no se soltaron las manos. No hicieron ademán de acercarse al abrazo ofrecido.

—Soy yo, mamaíta.

No esperó más, apretó a sus hijas contra sí cuando éstas empezaron a llorar. El llanto desconsolado de la madre se oirá poco después en la galería número dos derecha.

—Mis pequeñas no me conocen, se han asustado de mí. Las he asustado.

Sus compañeras buscarán palabras de consuelo que no la consolarán:

—No, mujer, es que son muy chicas y la prisión impone.

Reme no quiere escuchar sus lamentos, se sienta en la silla de anea que le regaló Benjamín y saborea los pesos de su nieto, los abrazos de su hijo pequeño y sus risas atronadoras, su escándalo al correr hacia ella tirando de la mano del niño que nació en León, que apenas podía seguirle en la carrera. Saborea los besos que le dieron, y los besos que ella dio, con la mirada perdida, como Elvira, la niña pelirroja que no va a morir. Elvira se pierde en la mirada azulísima de su abuelo, en sus ojos de mar que le recuerdan a los ojos de su madre y le traen siempre la calma. Aunque, hoy, cree que le ha visto llorar. Sí, le ha visto llorar, le ha visto intentar secar el mar con un pañuelo.

—Ya está bien de embeleso, hay que trabajar.

Es Tomasa, que da unas palmadas y se acerca a Sole rompiendo su ensimismamiento. Y Sole parpadea sentada en su petate enrollado contra la pared del pasillo, intentando grabarse en lo más hondo los minutos que ha durado la visita de su hija. Uno a uno. Diez minutos.

—¡A trabajar se ha dicho! Venga, Sole, a ver qué tenemos.

Amalia llevaba gafas de ciego. Y no se las quitó. Veía. Sole ha sabido que veía porque respondió a sus gestos, pero al alzar las manos descubrió su bastón. También llevaba un bastón.

—¡Sole!, ¿me estás oyendo?

Sole abandona a su hija en el locutorio por el estrépito de las palmas y los gritos de Tomasa.

—¿Cómo no te voy a oír con las voces que pegas?

—Pues no se nota, carajo, mira a ver lo que ha mandado tu hija de una puñetera vez.

No es fácil encontrar los mensajes que llegan del exterior. Los paquetes son revisados minuciosamente por una funcionaria que requisa cualquier objeto que levante sospechas antes de entregarlos a las presas. Y hace tiempo que La Zapatones descubrió las latas de doble fondo y ya no pueden usarse.

—Como este paquete lo haya mutilado La Zapatones, vamos listas.

Sole revisa cada uno de los objetos que su hija le envía. En esta ocasión, es importante que no se destruya ni una sola palabra. Es importante, porque están preparando una fuga.

Sí, la fuga de Sole. Es preciso impedir que se descubra su cargo. A raíz de la detención de su hija, el Partido considera arriesgado que continúe en manos del enemigo.

—Cuidado con los pimientos.

Tomasa advierte a Sole, porque hace un mes que Sole mordió un pimiento y se llevó en la mordida la mitad de un Mundo Obrero escrito en papel biblia. Nadie se explicó cómo fueron capaces de copiarlo en una letra tan diminuta, y todas admiraron su tamaño: quizá un poco más pequeño que una cajetilla de tabaco.

Pero esta vez los pimientos vienen vacíos.

Será en el interior de una tartera, bajo los suculentos granos de arroz de una ración de paella, donde Sole encuentre un papel embutido en una tripa de chorizo.

—¡Aquí está!

Sole desenrolla el escrito y lee en voz alta: «Confirmado el día convenido, la invitada está de acuerdo.

"Arriba el telón" sigue en marcha y sin cambios.

¡Suerte, chiquetas!

La lectura en voz alta del mensaje por parte de Sole producirá un sobresalto en Elvira. Chiqueta. Sólo hay una persona a la que ella haya oído decir chiqueta. No dirá a nadie que en aquella palabra ha creído reconocer a su hermano. No lo dirá, pero Elvira estará atenta al más mínimo detalle de la operación. No lo dirá, porque Tomasa es muy estricta, y también Sole, y es posible que piensen que, si ella sospecha que su hermano ha enviado la nota, se pondrá nerviosa y fallará en su cometido. Pero Elvira no se pondrá nerviosa, no. Ella estará atenta. Y cuando doña Antoñita Colomé, la invitada, finja un desmayo, interrumpirá la representación de La Tempranicay bajará del escenario con todas las demás. El resto, será confusión. Será confusión, para que dos camaradas disfrazados con los uniformes que Reme ha confeccionado en el taller de costura reclamen a Sole. No dirá que sospecha que uno de ellos es su hermano. No lo dirá, pero va a estar al tanto. Y aprovechará la confusión para acercarse a la puerta.

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