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—Mire cuánta gente se ha reunido a escucharla —dijo el coronel, mirando por la ventana.

En efecto, al pie de la ventana se había congregado un número considerable de personas.

—Me alegro mucho de que les haya gustado —respondió Várenka con sencillez.

Kitty miraba a su amiga con orgullo. Admiraba no sólo su arte y su voz, sino también su rostro y, sobre todo, su comportamiento: era evidente que no pensaba en su interpretación, ni concedía la menor importancia a los elogios. Simplemente parecía preguntarse: «¿Tengo que seguir cantando o ya es suficiente?».

«Si hubiera sido yo —se dijo Kitty para sus adentros—, ¡qué orgullosa me habría sentido! ¡Cómo me habría alegrado viendo esa muchedumbre bajo la ventana! Y a ella le da completamente igual. Sólo le preocupa no mostrarse descortés y complacer a mamá. ¿Qué hay en ella? ¿De dónde saca las fuerzas para desentenderse de todo y no perder la serenidad? ¡Cómo me gustaría saberlo y poderlo aprender!», pensaba Kitty, contemplando ese rostro impasible.

La princesa pidió a Várenka que cantara otra pieza, y ésta, de pie al lado del piano, volvió a cantar con la misma precisión, soltura y maestría, marcando el compás con su mano menuda y atezada.

La siguiente composición del cuaderno de música era una canción italiana. Kitty tocó el preludio, que le gustó mucho, y se volvió hacia Várenka.

—Saltémonosla —dijo Várenka, ruborizándose.

Kitty examinó el rostro de su amiga con una mirada asustada e inquisitiva.

—Bueno, tocaré otra —se apresuró a decir, pasando las hojas. Había comprendido que esa pieza estaba unida a algún recuerdo.

—No —replicó Várenka, poniendo la mano en la partitura y sonriendo—. No, cantemos ésa.

Y la interpretó con la misma serenidad, frialdad y perfección que las anteriores.

Cuando terminó, todos volvieron a darle las gracias. A continuación sirvieron el té. Kitty y Várenka salieron al jardincillo contiguo a la casa.

—Esa canción le recuerda algo, ¿verdad? —preguntó Kitty—. No es necesario que me cuente nada —se apresuró a añadir—, sólo que me diga si no estoy equivocada.

—¿Y por qué no se lo iba a contar? —dijo Várenka con gran naturalidad y, sin esperar respuesta, prosiguió—: Sí, me trae recuerdos, recuerdos penosos. Hace algún tiempo estuve enamorada de un hombre y solía cantarle esa pieza.

Kitty la miraba en silencio, enternecida, con los ojos muy abiertos.

—Le quería y él me quería a mí. Pero su madre se opuso a nuestro matrimonio y él se casó con otra. Ahora vive cerca de nosotros, y a veces lo veo. ¿Es que no se le ha ocurrido que yo podía tener también una historia de amor? —dijo, y en su hermoso rostro resplandeció por un instante una chispa de ese fuego que, según barruntaba Kitty, en otro tiempo debía iluminarlo por completo.

—Pues claro que sí. Si yo fuera hombre, después de conocerla a usted, no podría enamorarme de ninguna otra. Lo que no entiendo es que, por no contrariar a su madre, pudiera olvidarla y hacerla desgraciada. No tenía corazón.

—Nada de eso. Es un hombre muy bueno y yo no me siento desdichada; al contrario, soy muy feliz. Entonces, ¿no vamos a cantar más hoy? —añadió, dirigiéndose a la casa.

—¡Qué buena es usted! ¡Qué buena! —exclamó Kitty y, deteniéndola, la besó—. ¡Ojalá pudiera parecerme un poco a usted, aunque sólo fuera un poco!

—¿Y qué necesidad tiene de parecerse a nadie? Es usted encantadora tal como es —dijo Várenka, con esa sonrisa suya tan peculiar, que expresaba a un tiempo ternura y cansancio.

—No, yo no valgo nada. Pero dígame... Espere, sentémonos un poco —prosiguió Kitty, animándola a que se sentara de nuevo en el banco, a su lado—. Dígame, ¿es que no le parece humillante que un hombre desprecie su amor, que lo rechace...?

—Pero si no lo despreció. Estoy segura de que me quería, pero era un hijo obediente...

—¿Y si hubiese actuado de ese modo no a instancias de su madre, sino siguiendo su propia voluntad? —preguntó Kitty, dándose cuenta de que acababa de revelar su secreto y de que su rostro, ardiente con el rubor de la vergüenza, la había traicionado.

—En ese caso se habría portado mal y yo no me preocuparía de él —respondió Várenka, dándose perfecta cuenta de que ya no estaban hablando de ella, sino de Kitty.

—Pero ¿y la ofensa? —preguntó Kitty—. Es imposible olvidar la ofensa. Imposible —añadió, recordando cómo había mirado a Vronski en el último baile, cuando cesó la música.

—Pero ¿a qué ofensa se refiere? ¿Acaso se comportó usted mal?

—Peor aún: actué de modo vergonzoso.

Várenka movió la cabeza y puso su mano en la de Kitty.

—¿Por qué vergonzoso? —preguntó—. Estoy segura de que no le confesó usted su amor a un hombre que la trataba con indiferencia.

—Pues claro que no. Nunca le dije ni una palabra, pero él lo sabía. No, no, hay miradas, hay gestos... Aunque viva cien años, jamás olvidaré esa afrenta.

—¿Por qué? No lo entiendo. La cuestión es si sigue usted enamorada de él o no —dijo Várenka, yendo al meollo del asunto.

—Le odio. Y no puedo perdonarme.

—¿Qué es lo que no puede perdonarse?

—La vergüenza, la ofensa.

—¡Ah, si todo el mundo fuera tan sensible como usted! —replicó Várenka—. No hay muchacha que no haya pasado por algo parecido. No tiene tanta importancia.

—¿Y entonces qué la tiene? —preguntó Kitty, mirándola a la cara con sorpresa y curiosidad.

—Ah, muchas cosas —respondió Várenka, sonriendo.

—¿Qué, por ejemplo?

—Hay cosas mucho más importantes —respondió Várenka, sin saber qué decir.

En ese momento la princesa gritó desde la ventana:

—¡Kitty, hace fresco! ¡Ven a ponerte un chal o entra en casa!

—¡Ya es hora de que me vaya! —dijo Várenka, levantándose—. Aún tengo que ir a ver a madame Berthe. Me lo ha pedido.

Kitty la sujetaba por la mano y le preguntaba con una mirada llena de súplica y apasionada curiosidad: «¿Cuáles son esas cosas importantes que proporcionan tanta serenidad? Usted lo sabe. ¡Dígamelo!». Pero Várenka no entendió el sentido de esa mirada. Sólo pensaba en que tenía que visitar a madame Berthe antes de volver a casa de maman, para tomar el té a las doce. Entró en el salón, cogió las partituras, se despidió de todos y se dispuso a marcharse.

—Permítame que la acompañe —dijo el coronel.

—Claro —dijo la princesa—. ¿Cómo va a ir sola de noche? Permita al menos que la acompañe Parasha.

Kitty se dio cuenta de que Várenka apenas pudo contener una sonrisa cuando le sugirieron la necesidad de que alguien la acompañara.

—No se preocupen. Voy sola a todas partes y nunca me ha pasado nada —replicó, cogiendo el sombrero.

Y, después de besar una vez más a Kitty, a quien no había revelado lo que de verdad era importante, se internó en la semipenumbra de la noche estival y se alejó con paso decidido, las partituras bajo el brazo, llevándose el secreto de esa calma y esa dignidad tan envidiables.

 

XXXIII

Kitty conoció también a madame Stahl, y esa relación, así como la amistad con Várenka, no sólo ejerció una gran influencia sobre ella, sino que la ayudó a aliviar su dolor. Gracias a esas dos personas se le abrió un mundo completamente nuevo, que no tenía nada en común con su pasado; un mundo elevado, hermoso, desde cuya cima podía contemplar su vida anterior con tranquilidad. Había descubierto que, además de esa vida instintiva que había llevado hasta entonces, existía otra espiritual, revelada por la religión, pero una religión muy diferente de la que Kitty conocía desde niña, que consistía en asistir a los oficios y vísperas del Asilo de Viudas, 39donde podía encontrarse con conocidos suyos, y en aprenderse de memoria textos en eslavo eclesiástico 40con ayuda de un sacerdote. La de ahora era una religión elevada, misteriosa, ligada a toda clase de ideas y sentimientos hermosos, en la que se podía creer no sólo por deber, sino también por amor.

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