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—¡Es maravillosa! ¡Un encanto! —exclamó, mirando a Várenka, que en ese momento le tendía a la francesa un vaso de agua—. Mira qué amable es y con qué sencillez lo hace todo.

—Me hacen gracias tus engouements 37—dijo la princesa—. No, es mejor que nos demos la vuelta —añadió, viendo acercarse a Levin, en compañía de aquella señora y de un médico alemán, a quien decía algo en voz alta y tono poco ceremonioso.

Ya se volvían para irse cuando de pronto oyeron no ya un comentario destemplado, sino un grito. Levin, que se había detenido, vociferaba; el médico también se había acalorado. Pronto les rodeó una multitud. La princesa y Kitty se alejaron a toda prisa; en cuanto al coronel, se unió a los espectadores para enterarse de lo que había ocurrido.

Al cabo de unos minutos las alcanzó.

—¿Qué ha pasado? —preguntó la princesa.

—¡Es una vergüenza! ¡Qué desfachatez! —respondió el coronel—. Nada me da más miedo que encontrarme con rusos en el extranjero. Ese señor alto ha reñido con el médico, le ha dicho cosas impertinentes, le ha acusado de que no lo curaba como es debido y hasta lo ha amenazado con el bastón. ¡Una vergüenza, ya se lo he dicho!

—¡Ah, qué desagradable! —exclamó la princesa—. Bueno, ¿y cómo ha acabado todo?

—Gracias a Dios intervino esa señorita... la del sombrero hongo. Creo que es rusa —dijo el coronel.

—¿Mademoiselle Várenka? —preguntó Kitty con alegría.

—Sí, sí. Antes de que nadie tuviera tiempo de reaccionar, cogió a ese señor del brazo y se lo llevó.

—Ya ve, mamá —le dijo Kitty a su madre— ¡Y se asombra usted de mi entusiasmo!

Al día siguiente Kitty advirtió que su mademoiselle Várenka había incluido a Levin y a la mujer que le acompañaba en el número de sus protégés. Se acercaba a ellos, les hablaba y actuaba de intérprete de la mujer, que no hablaba ninguna lengua extranjera.

Kitty empezó a suplicar a su madre con mayor insistencia aún que le permitiera trabar conocimiento con Várenka. En suma, por más desagradable que fuera para la princesa dar el primer paso para entrar en relación con madame Stahl, que se daría no pocos aires, hizo algunas indagaciones sobre Várenka, y, una vez convencida de que no había nada malo, aunque tampoco nada bueno, en el hecho de que su hija intimara con esa muchacha, se acercó personalmente a ella y se presentó.

Eligió para abordarla un momento en que Kitty había ido al manantial y Várenka se había detenido delante de la panadería.

—Permítame que me presente —dijo con su digna sonrisa—. Mi hija se ha prendado de usted. Puede que no me conozca. Soy...

—El sentimiento es más que recíproco, princesa —se apresuró a responder Várenka.

—¡Qué bien se portó usted ayer con nuestro pobre compatriota! —dijo la princesa.

Várenka se ruborizó.

—No me acuerdo. Creo que no hice nada —replicó.

—¡Cómo que no! Salvó a ese Levin de una situación desagradable.

—Sí, sa compagne 38me llamó y yo procuré calmarle. Está muy enfermo, y se había irritado con el médico. Yo estoy acostumbrada a tratar a esa clase de enfermos.

—Sí, he oído que vive usted en Menton con madame Stahl. Según tengo entendido, es tía suya. Yo conocía a su belle soeur.

—No, no es mi tía. La llamo maman, pero no tenemos lazos de parentesco. En cualquier caso, me ha criado ella —respondió, ruborizándose de nuevo.

Dijo todo eso con tanta sencillez y una expresión tan dulce, sincera y franca que la princesa comprendió por qué su hija se había encaprichado de ella.

—En fin, ¿y qué pasa con ese Levin? —preguntó la princesa.

—Se marcha —respondió Várenka.

En ese momento llegó Kitty del manantial, resplandeciente de satisfacción al advertir que su madre había entablado conversación con su amiga desconocida.

—Bueno, Kitty, ya ves que tu ardiente deseo de conocer a mademoiselle...

—Várenka —apuntó ésta, sonriendo—. Así me llama todo el mundo.

Kitty enrojeció de alegría y pasó un buen rato apretando en silencio la mano de su nueva amiga, que se limitó a tenderle la suya, sin responder a esa presión. En cambio, su rostro se iluminó con una sonrisa serena y alegre, aunque un tanto melancólica, dejando al descubierto unos dientes grandes, pero magníficos.

—Hace tiempo que yo también deseaba conocerla.

—Pero está usted tan ocupada...

—Ah, al contrario, no tengo nada que hacer —respondió Várenka.

Pero en ese mismo instante tuvo que dejar a sus nuevas conocidas, porque dos niñas rusas, hijas de un enfermo, se acercaban corriendo.

—¡Várenka, la llama mamá! —gritaron.

Y Várenka las siguió.

 

XXXII

A continuación paso a referir las informaciones de las que entró en conocimiento la princesa, no sólo relativas al pasado de Várenka y su relación con madame Stahl, sino también sobre esta última.

Madame Stahl, de quien unos decían que había amargado la vida de su marido, mientras otros aseguraban que había sido él quien envenenó la suya con su comportamiento inmoral, había sido siempre una mujer enfermiza y arrebatada. Se había divorciado ya de su marido, cuando dio a luz a su primer hijo, que murió poco después del parto. Los familiares de madame Stahl, que conocían su sensibilidad y temían que esa noticia acabara con su vida, sustituyeron al niño muerto por la hija de un cocinero de la corte, que había nacido esa misma noche, en la misma casa de San Petersburgo. Esa niña era Várenka. Madame Stahl se enteró más tarde de que la pequeña no era hija suya, pero siguió criándola, tanto más cuanto que poco tiempo después Várenka se quedó huérfana.

Madame Stahl llevaba ya más de diez años viviendo en el extranjero, en el sur, sin levantarse de la cama. Unos decían que se había labrado su posición social haciéndose pasar por una mujer virtuosa y de altos principios religiosos, mientras otros aseguraban que esos sentimientos eran sinceros, que sólo pensaba en el bien ajeno. Nadie sabía si era católica, protestante u ortodoxa, pero había algo de lo que no cabía duda: tenía relaciones de amistad con los más encumbrados personajes de todas las iglesias y credos.

Mademoiselle Várenka no se había separado nunca de ella en todos esos años de vida en el extranjero, y cuantos conocían a madame Stahl la trataban y la querían.

Una vez enterada de todos esos detalles, la princesa no encontró ningún inconveniente en que su hija se hiciera amiga de Várenka, tanto más cuanto que sus modales y su educación eran impecables: hablaba de maravilla el francés y el inglés. Y, lo más importante, le transmitió el pesar de madame Stahl, a quien su enfermedad, decía, la privaba del placer de conocerla.

Kitty estaba cada vez más encantada con su amiga, en quien descubría a diario nuevos motivos de admiración.

Cuando se enteró de que Várenka cantaba muy bien, la princesa la invitó a que fuera a su casa una tarde.

—Kitty toca el piano y, aunque el que tenemos aquí no es gran cosa, la verdad, será para nosotras un inmenso placer oírla cantar —dijo la princesa con esa sonrisa fingida tan suya, que en ese momento desagradó muchísimo a Kitty, pues se había dado cuenta de que a Várenka no le apetecía cantar. No obstante, la muchacha se presentó por la tarde, trayendo consigo sus partituras. La princesa había invitado a Maria Yevguénevna, a su hija y al coronel.

A Várenka parecía no importarle lo más mínimo que hubiese desconocidos, y, sin perder un instante, se acercó al piano. No sabía acompañarse, pero leía música sin la menor dificultad. Kitty, que tocaba bien, la acompañó.

—Tiene usted un talento extraordinario —dijo la princesa, después de que Várenka interpretase de manera admirable la primera canción.

Maria Yevguénevna y su hijo le dieron las gracias y también la alabaron.

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