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—¿Qué, Ipat? ¿Vamos a sembrar pronto?

—Primero tenemos que arar, Konstantín Dmítrich —le respondió.

Cuanto más se prolongaba su paseo, más alegre se sentía, y en su imaginación no paraban de surgir planes para la hacienda, a cual mejor: levantar un seto en la parte meridional de los campos para que no se acumulase la nieve; dividir las tierras laborables en nueve parcelas, abonar seis de ellas y reservar las otras tres para hierba; construir un establo en el lugar más alejado de la hacienda, excavar un estanque y preparar cercas portátiles para poder sacar el ganado y estercolar los campos. De ese modo podrían cultivarse trescientas hectáreas de trigo, cien de patatas y ciento cincuenta de trébol, sin agotar la tierra.

Mecido por esos sueños, siguiendo con cuidado las lindes para que el caballo no pisara los prados, llegó al lugar donde los trabajadores estaban sembrando el trébol. El carro con la simiente no estaba en el extremo, sino en medio del campo, y el trigo de invierno había sido aplastado por las ruedas y los cascos de los caballos. Los dos jornaleros estaban sentados en la linde, probablemente fumando de la misma pipa. La tierra del carro, con la que estaban mezcladas las semillas, no estaba desmenuzada, sino apelmazada o compactada en terrones helados. Al ver al amo, el jornalero Vasili se acercó al carro, mientras Mishka se ponía a sembrar. No estaban haciendo bien las cosas, pero Levin rara vez se enfadaba con los jornaleros. Una vez que Vasili estuvo a su lado, Levin le ordenó que sacara el caballo del sembrado.

—No se preocupe, señor. Volverá a crecer —replicó Vasili.

—Limítate a cumplir lo que te digo —exclamó Levin.

—Muy bien, señor —respondió Vasili, agarrando al caballo por la cabeza—. Es una simiente de primera, Konstantín Dmítrich —añadió, en tono obsequioso—. ¡La única pena es que cuesta mucho avanzar! Es como si arrastráramos veinte kilos de tierra en cada bota.

—¿Y por qué no habéis cribado la tierra? —preguntó Levin.

—La desmenuzamos con las manos —respondió Vasili, cogiendo un terrón con semillas y triturándolo.

Vasili no tenía la culpa de que no hubieran cribado la tierra, pero Levin se enfadó de todos modos.

Para aplacar su indignación y hacer que lo malo le pareciera bueno, recurrió a un método que había puesto en práctica con éxito en más de una ocasión. Después de contemplar cómo Mishka levantaba a cada paso enormes cantidades de barro, se apeó del caballo, cogió la sembradora de manos de Vasili y se dispuso a sembrar.

—¿Hasta dónde has llegado?

Vasili le indicó un lugar con el pie, y Levin se puso a sembrar como pudo las semillas mezcladas de tierra. Avanzaba con dificultad, como por un pantano. Una vez completado un surco, Levin se detuvo, bañado en sudor, y le entregó la sembradora al jornalero.

—Bueno, señor, espero que en verano no me eche la culpa por este surco —dijo Vasili.

—¿Por qué? —preguntó Levin alegremente, comprobando que su remedio había funcionado.

—Ya lo verá cuando llegue el verano. Será diferente. Mire ese campo que sembré la pasada primavera. ¡Eso sí que es sembrar! Porque debe saber usted, Konstantín Dmítrich, que trabajo para usted como para mi propio padre. No me gusta hacer las cosas de cualquier manera ni permito que los demás trabajen mal. Lo que es bueno para el amo es bueno para nosotros. Mire allí —añadió, señalando el campo—. Se alegra el corazón sólo de verlo.

—Y qué primavera tenemos este año, Vasili.

—Ni los más viejos recuerdan otra igual. He estado hace poco en casa, y el viejo ha sembrado tres acres de trigo. Dice que no se puede distinguir del centeno.

—¿Hace mucho que sembráis trigo?

—Desde hace dos años. Nos enseñó usted y nos dio dos medidas. Vendimos la cuarta parte y sembramos las tres restantes.

—Bueno, no dejes de deshacer los terrones —dijo Levin, acercándose al caballo—. Y vigila a Mishka. Si la cosecha es buena, recibirás cincuenta kopeks por hectárea.

—Muy agradecido. Pero ya sin eso estamos contentos con usted.

Levin montó en su caballo para inspeccionar un campo donde sembraron trébol el año anterior y otro que ya había sido arado para sembrar trigo de primavera.

El trébol que despuntaba entre los rastrojos tenía un aspecto inmejorable. Había prendido y destacaba con su intenso verdor entre los tallos rotos del trigo del año anterior. En esa tierra medio helada, el caballo chapoteaba y se hundía hasta las corvas. Era imposible avanzar por la tierra labrada; sólo se podía ir por donde había un poco de hielo, pues en los surcos que se habían deshelado el caballo se hundía. Habían labrado el campo a conciencia. En un par de días podría rastrillarse y sembrar. Todo le parecía hermoso y alegre. Levin regresó vadeando los arroyos, con la esperanza de que las aguas hubiesen bajado. Y no se equivocó: pudo atravesarlos, asustando a su paso a una pareja de patos salvajes. «Debe de haber también chochas», pensó. Justo cuando llegaba al recodo del camino que conducía a su casa, se encontró con un guardabosques que le con firmó su suposición.

Levin prosiguió la marcha al trote, para que le diera tiempo a comer y preparar su escopeta para la tarde.

 

XIV

Al acercarse a la casa, en la mejor disposición de ánimo, Levin oyó una campanilla del lado de la entrada principal.

«Debe de ser alguien que viene de la estación —pensó—. Es justo la hora del tren de Moscú... ¿Quién será? ¿Acaso Nikolái? Me dijo que tal vez, en lugar de ir a tomar las aguas, vendría a visitarme.»

En un primer momento se sintió contrariado, pues temía que la presencia de su hermano agriara la alegría primaveral que le embargaba. Pero, acto seguido, avergonzado de su egoísmo, se dispuso a recibirle con los brazos abiertos y una tierna alegría, si es que era él. Espoleó al caballo y, al salir de las acacias, vio una troika de alquiler que venía de la estación, y en el interior distinguió a un señor con una pelliza. No era su hermano. «Ah, si fuera una persona simpática, con la que poder charlar un poco», pensó.

—¡Vaya! —exclamó Levin con jovialidad, levantando los brazos al cielo—. ¡Qué visita tan agradable! ¡Ah, cuánto me alegro de verte! —exclamó, al reconocer a Stepán Arkádevich.

«Él me informará de cuándo se celebrará la boda, si es que no se ha celebrado ya», se dijo para sus adentros.

Y en ese hermoso y espléndido día de primavera se dio cuenta de que el recuerdo de Kitty no le entristecía lo más mínimo.

—¿A que no me esperabas? —preguntó Stepán Arkádevich, apeándose del trineo. Tenía salpicaduras de barro en el caballete de la nariz, en una mejilla y en una ceja, pero rebosaba salud y contento—. En primer lugar, he venido para verte —dijo, abrazándole y besándole—; en segundo, para pegar unos tiros; y en tercero, para vender el bosque de Yergushovo.

—¡Estupendo! ¿Has visto qué primavera tenemos? ¿Cómo has podido llegar en trineo?

—Habría sido aún más difícil en coche, Konstantín Dmítrich —respondió el cochero, viejo conocido del amo de la casa.

—Bueno, me alegro muchísimo de verte —dijo Levin, con una sonrisa sincera, alegre y pueril.

A continuación acompañó a su amigo a la habitación de invitados, a la que llevaron también las cosas de Stepán Arkádevich: un saco de viaje, una escopeta con su funda y una caja de cigarros, y, dejándolo solo para que se lavara un poco y se cambiara de ropa, se dirigió a su despacho para dar órdenes sobre el trébol y las labores de labranza. Agafia Mijáilovna, a quien importaba mucho el buen nombre de la casa, le salió al encuentro en el vestíbulo para hacerle unas preguntas relativas a la comida.

—Haga lo que quiera, pero deprisa —dijo Levin y se fue a ver al administrador.

Cuando regresó, Stepán Arkádevich, ya lavado, peinado y con una sonrisa radiante, salía de su habitación. Subieron juntos al piso de arriba.

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