Después de admirar las crías de ese año, que eran de una hermosura poco común —las de más edad tenían ya el tamaño de las vacas de los campesinos y la becerra de la Pava, con sólo tres meses, tenía el tamaño de las de un año—, Levin mandó que sacaran una artesa y que les echaran de comer en el cercado. Pero, como no lo habían usado en todo el invierno, las vallas que habían preparado en el otoño se habían echado a perder. Mandó llamar al carpintero, a quien había dado órdenes de que se ocupara de la trilladora. Y se encontró con que éste estaba arreglando los rastrillos, que tendrían que haber estado listos antes de la Cuaresma. Se puso de muy mal humor. Le sacaba de sus casillas que no hubiera modo de acabar con esa dejadez, contra la que llevaba años luchando con todas sus fuerzas. Se enteró de que habían llevado las vallas, innecesarias en invierno, a las cuadras de los campesinos, donde se habían roto, pues eran de construcción ligera, pensadas para las terneras. Por si eso fuera poco, las gradas y todos los aperos agrícolas que tres carpinteros contratados expresamente tendrían que haber revisado y reparado en el transcurso del invierno seguían sin arreglar: se estaban ocupando de esa tarea cuando ya había llegado el momento de rastrillar. Levin mandó llamar al administrador, pero al final decidió ir a buscarlo en persona. Se lo encontró volviendo de la era, tan radiante como todo en ese día, con su caftán corto guarnecido de piel de cordero y una pajita rota entre los dedos.
—¿Por qué el carpintero no está componiendo la trilladora?
—Había pensado decírselo ayer. Es que era necesario arreglar las gradas. Ya es hora de labrar.
—¿Y qué habéis hecho durante el invierno?
—¿Para qué necesita al carpintero?
—¿Dónde están las vallas para el cercado de los terneros?
—Ordené que las pusieran en su sitio. ¡Pero con esta gente no hay manera! —dijo el administrador, gesticulando con los brazos.
—¡No diga usted con esta gente, sino con este administrador! —exclamó Levin, soliviantado—. ¡No sé para qué sigo teniéndole a mi servicio...! —gritó; pero, dándose cuenta de que de ese modo no iba a arreglar nada, dejó la frase a medias y se contentó con suspirar—. Entonces, ¿podemos empezar a sembrar? —preguntó, después de unos instantes de silencio.
—Mañana o pasado mañana se podrá sembrar detrás de Túrkino.
—¿Y el trébol?
—He enviado a Vasili y a Mishka a sembrarlo, pero no sé si lo conseguirán. La tierra sigue siendo un barrizal.
—Pero ¿cuántas hectáreas?
—Unas seis.
—¿Y por qué no todas? —exclamó Levin.
Al enterarse de que sólo iban a sembrar trébol en seis de las veinte hectáreas, Levin se enfadó todavía más. La teoría y su propia experiencia le decían que, para que el trébol brote bien, debe sembrarse lo antes posible, casi con nieve. Pero no conseguía que le hicieran caso.
—Nos faltan manos. ¿Qué se puede hacer con esta gente? Tres no han aparecido. Y además Semión...
—Haber llamado a alguno de los que se ocupan de la paja.
—Es lo que he hecho.
—¿Y dónde están?
—Cinco están preparando el abono. Cuatro remueven la avena para que no se estropee, Konstantín Dmítrich.
Levin sabía perfectamente lo que significa ese «para que no se estropee»: la avena inglesa destinada a la siembra se había echado a perder. Una vez más no habían hecho lo que les había ordenado.
—¿No os dije ya por la Cuaresma que la aventarais? —exclamó.
—No se preocupe, todo se hará a su debido tiempo.
Levin, irritado, hizo un gesto con la mano, se dirigió al granero para echar un vistazo a la avena y volvió al establo. La avena aún no se había echado a perder, pero los campesinos la estaban removiendo con palas, cuando habría sido más fácil arrojarla directamente al suelo. Después de ordenar que lo hicieran de ese modo y de llevarse a dos de los hombres que estaban allí trabajando para que sembraran el trébol, se calmó y se olvidó de sus desavenencias con el administrador. Por lo demás, el día era tan hermoso que no merecía la pena enfadarse.
—¡Ignat! —gritó a su cochero, que, remangado, estaba lavando la calesa cerca del pozo—. Ensíllame a...
—¿Cuál quiere, señor?
—Bueno, pues a Kolpik.
—A sus órdenes.
Mientras ensillaban el caballo, Levin volvió a llamar al administrador, que andaba por allí, para hacer las paces con él, y se puso a hablarle de las tareas que debían hacerse en la primavera y de sus planes para la hacienda.
Había que acarrear el estiércol lo antes posible, para que todo estuviese listo antes de la primera siega. Y arar sin interrupción el campo más alejado, para dejarlo en barbecho. La recogida del heno no se haría a medias con los campesinos: para esa labor se contrataría jornaleros.
El administrador escuchaba con atención y parecía esforzarse por aceptar los proyectos del amo, pero tenía ese aspecto desanimado y abatido que Levin conocía tan bien y que tanto le irritaba. Era como si quisiera decir: «Todo eso está muy bien, pero será lo que Dios quiera».
Nada disgustaba tanto a Levin como ese tono. Pero era el que empleaban todos los administradores que había tenido a su servicio. Todos habían mostrado la misma actitud ante sus propuestas: por eso había tomado la decisión de no enfadarse, pero se disgustaba y ponía todo su empeño en luchar contra esa fuerza elemental que siempre se oponía a sus designios y a la que había dado el nombre —no se le ocurría otro— de «lo que Dios quiera».
—Con tal de que tengamos tiempo —dijo el administrador.
—¿Y por qué no lo íbamos a tener?
—Hay que contratar sin falta a unos quinces jornaleros más. Pero no querrá venir ninguno. Hoy se presentaron algunos, pero pidieron setenta rublos por el verano.
Levin guardó silencio. Otra vez se le oponía esa fuerza. Sabía que, por más que lo intentara, no habría manera de contratar a un precio razonable a más de treinta y siete o treinta y ocho jornaleros, cuarenta como mucho. Podrían llegar a contratar cuarenta, pero no más. En cualquier caso, no pudo renunciar a seguir luchando.
—Mande a por ellos a Suri o a Chefirovka. Si no vienen suficientes hombres, hay que ir a buscarlos.
—Por eso que no quede —dijo Vasili Fiódorovich, apesadumbrado—. Pero debo decirle que los caballos están muy débiles.
—Compraremos otros. Ah, ya sé que ustedes harán siempre lo menos posible y de la peor manera —añadió, con una sonrisa—, pero este año no le voy a dejar hacer las cosas a su modo. Me ocuparé yo de todo.
—Tampoco es que duerma usted mucho ahora. A nosotros nos gusta trabajar bajo la mirada del amo.
—Entonces, ¿han sembrado trébol más allá del valle de los Abedules? Voy a ir a echar un vistazo —dijo Levin, mientras subía a lomos de Kolpik, el caballito bayo que le había traído el cochero.
—No podrá vadear los arroyos, Konstantín Dmítrich —le gritó el cochero.
—Bueno, en ese caso iré por el bosque.
Y el obediente caballo, tanto tiempo inactivo, resoplando y tirando de las riendas al atravesar los charcos, avanzó a buen paso por el patio enfangado y salió al campo.
La impresión de alegría que Levin había experimentado en el establo, al ver el ganado, se acrecentó aún más cuando salió a campo abierto, balanceándose acompasadamente al trote de su obediente caballo. Al atravesar el bosque, aspiró el aire tibio, aún impregnado de la frescura de la nieve. Aún se veían aquí y allá manchas de nieve porosa, surcadas de huellas. Le alegraba ver cada árbol, con el tronco cubierto de musgo reverdecido y las yemas a punto de estallar. Cuando salió del bosque, se abrió ante él un espacio inmenso, que se extendía como una alfombra uniforme, verde y aterciopelada, sin calveros ni manchas pantanosas, sólo rastros de nieve medio derretida en algunas hondonadas. No se enfadó al ver que la yegua de un campesino y su potro pisoteaban los prados (ordenó a un aldeano que se encontró por allí que los echara), ni tampoco al escuchar la respuesta burlona y estúpida de Ipat, a quien había preguntado: