—Sólo le falta hablar —dijo Agafia Mijáilovna—. No es más que una perra... pero entiende que el amo ha vuelto y que está triste.
—¿Triste?
—¿Cree usted que no me doy cuenta? ¡Cómo no voy a conocer a los señores? ¡Si he vivido con ellos desde niña! No se preocupe, señorito. Mientras la salud no falte y tenga uno la conciencia tranquila...
Levin la miró de hito en hito, sorprendido de que hubiera adivinado sus pensamientos.
—¿Le apetece un poco más de té? —dijo y, cogiendo la taza, salió de la habitación.
Laska seguía metiendo la cabeza debajo de su mano. Levin la acarició y entonces ella se hizo un ovillo a sus pies, estiró la pata trasera y apoyó encima la cabeza. Y, para demostrar hasta qué punto estaba satisfecha, entreabrió la boca, chasqueó los labios pegajosos y, acomodándolos mejor alrededor de los amarillentos dientes, se sumió en un estado de beatífica paz. Levin siguió con atención estos últimos movimientos.
«¡Lo mismo voy a hacer yo! —se dijo—. ¡Lo mismo voy a hacer yo! No vale la pena preocuparse. Todo se arreglará.»
XXVIII
A la mañana siguiente del baile, muy temprano, Anna Arkádevna mandó un telegrama a su marido en el que le anunciaba que partiría de Moscú ese mismo día.
—No, tengo que volver sin falta —le decía a su cuñada, sorprendida de que hubiera cambiado de planes y, por su tono de voz, parecía como si se hubiera acordado de pronto de un montón de asuntos que no admitían demora—. ¡No, es mejor que me vaya hoy mismo!
Stepán Arkádevich no iba a comer en casa, pero prometió volver a las siete para acompañar a su hermana.
Kitty tampoco se presentó. Según decía la nota que envió, le dolía la cabeza. Dolly y Anna comieron solas con los niños y la institutriz inglesa. Ya fuera por la inconstancia propia de los niños o porque adivinaran por instinto que Anna no era la misma que el día en que le habían cobrado tanto cariño y ya no se ocupaba de ellos, el caso es que dejaron de jugar con ella y de mostrarle afecto, y no manifestaron la menor pena por su marcha. Anna había pasado toda la mañana ocupada con los preparativos de la partida. Escribió billetes a sus conocidos de Moscú, estuvo haciendo cuentas y preparó el equipaje. En general, Dolly tuvo la impresión de que era presa de esa inquietud y esa preocupación que, como bien sabía ella, no suelen carecer de motivo, y en la mayoría de los casos encubre un profundo descontento. Después de comer, Anna se retiró a su habitación para vestirse, y Dolly la acompañó.
—¡Qué rara estás hoy! —le dijo Dolly.
—¿Yo? ¿Tú crees? No es eso, es que no estoy de humor. Me pasa a veces. Tengo ganas de llorar. Es una tontería, ya se me pasará —dijo Anna con cierta precipitación e inclinó el rostro enrojecido sobre el saquito diminuto en el que guardaba el gorro de noche y los pañuelos de batista. Sus ojos, que tenían un brillo especial, no paraban de llenarse de lágrimas—. No quería salir de San Petersburgo y ahora no me apetece regresar.
—Viniendo aquí, has hecho una buena obra —dijo Dolly, examinándola con atención.
Anna la miró con los ojos húmedos de lágrimas.
—No digas eso, Dolly. No he hecho nada ni podía hacer nada. A menudo me sorprende que la gente se haya puesto de acuerdo para mimarme. ¿Qué he hecho? ¿Qué podía hacer? Has encontrado en tu corazón suficiente amor para perdonar...
—¡Sin ti, Dios sabe lo que habría sucedido! ¡Qué feliz eres, Anna! —exclamó Dolly—. En tu alma todo es diáfano y puro.
—Todos tenemos skeletons 21en el alma, como dicen los ingleses.
—¿Qué skeletonspuedes tener tú? En ti todo es claridad.
—¡Los tengo! —dijo de pronto Anna, y una sonrisa maliciosa y burlona, inesperada después de las lágrimas, se asomó a sus labios.
—Bueno, no creo que esos skeletonssean muy lúgubres, sino más bien divertidos —objetó Dolly con una sonrisa.
—No, son lúgubres. ¿Sabes por qué me marcho hoy en lugar de mañana? Me cuesta confesártelo, pero quiero hacerlo —dijo Anna, reclinándose con aire decidido en el sillón y clavando la mirada en Dolly. A continuación, para gran sorpresa suya, advirtió que Anna se ruborizaba hasta las orejas, hasta la raíz de los rizos negros de la nuca—. Sí —prosiguió Anna—. ¿Sabes por qué Kitty no ha venido a comer? Tiene celos de mí. He destruido... He sido la causa de que ese baile, que tendría que haber sido un motivo de regocijo para ella, se convirtiera en un tormento. Es verdad que yo no tengo la culpa, o sólo un poco —añadió, arrastrando con voz débil esa última palabra.
—¡Ah, acabas de hablar en el mismo tono que Stiva! —dijo Dolly, echándose a reír.
Anna se ofendió.
—¡No, no! Yo no soy como Stiva —dijo, frunciendo el ceño—. Te lo cuento porque no me permito dudar de mí misma ni un instante —añadió.
Pero en el momento mismo en que hacía ese último comentario, se dio cuenta de que no estaba diciendo la verdad. No sólo dudaba de sí misma, sino que el recuerdo de Vronski la llenaba de inquietud. De hecho, había adelantado la partida con el único objeto de no volverlo a ver...
—Sí, Stiva me ha dicho que bailaste la mazurca con él y que...
—No puedes imaginarte lo absurdo que resultó todo. Yo sólo pensaba en hacer de casamentera, pero las cosas salieron de otro modo. Tal vez contra mi voluntad...
Se ruborizó y guardó silencio.
—¡Ah, los hombres se dan cuenta de eso en seguida! —dijo Dolly.
—Lo sentiría en el alma si él se lo hubiera tomado en serio —la interrumpió Anna—. Estoy convencida de que todo se olvidará y de que Kitty dejará de odiarme.
—Por otro lado, Anna, si quieres que te hable con franqueza, no me hace mucha gracia que Kitty se case con él. Además, si Vronski ha podido enamorarse de ti en un solo día, es mejor que todo quede como está.
—¡Ah, Dios mío, sería una estupidez! —dijo Anna, pero, al oír expresado en voz alta el pensamiento que la ocupaba, se sintió tan satisfecha que un intenso rubor cubrió su cara—. Y ahora me marcho convertida en enemiga de Kitty, a quien he cobrado tanto aprecio. ¡Ah, es encantadora! Pero tú lo arreglarás todo. ¿No es verdad, Dolly?
—¿Cómo va a ser enemiga tuya? Eso es imposible.
—Me gustaría que me tuvierais el mismo cariño que yo os tengo. Ahora os quiero más que antes —dijo Anna con lágrimas en los ojos—. ¡Ah, qué tonta estoy hoy!
Se pasó un pañuelo por la cara y empezó a vestirse.
Justo antes de partir, apareció Stepán Arkádevich, que se había retrasa do. Olía a vino y a tabaco y tenía el rostro colorado y alegre.
La emoción que sentía Anna se había apoderado también de Dolly. En el momento de abrazarla por última vez, murmuró:
—Recuerda, Anna, que nunca olvidaré lo que has hecho por mí. Recuerda que te quiero y que te querré siempre como a mi mejor amiga.
—No entiendo por qué —replicó Anna, besándola y ocultando sus lágrimas.
—Me has comprendido y me comprendes. ¡Adiós, querida!
XXIX
«Bueno, gracias a Dios, todo ha terminado», fue el primer pensamiento que se le pasó por la cabeza a Anna Arkádevna cuando se despidió por última vez de su hermano, que estuvo obstruyendo con su cuerpo la entrada al vagón hasta el tercer toque de campana. Anna ocupó su asiento, al lado de Ánnushka, y examinó el coche cama, envuelto en una suerte de semipenumbra. «Gracias a Dios, mañana veré a Seriozha y a Alekséi Aleksándrovich. Y mi agradable vida de antaño retomará su curso habitual.»
Sumida aún en ese estado de preocupación en el que se encontraba desde la mañana, se entregó con placer a los minuciosos preparativos del viaje: con sus manos ágiles y menudas abrió el saquito rojo, sacó un almohadón, se lo puso en las rodillas, se cubrió bien las piernas y se instaló cómodamente. Una señora enferma ya se estaba preparando para acostarse. Otras dos se pusieron a hablar con Anna, mientras una anciana gruesa se tapaba las piernas y se quejaba de la calefacción. Anna respondió a las dos señoras con un breve comentario, pero, barruntando que la conversación no iba a ser muy interesante, pidió a Ánnushka la linternita, que enganchó en el brazo del asiento y sacó de su bolso una novela inglesa y una plegadera. Al principio no pudo leer: le molestaba el alboroto, las idas y venidas; luego, cuando el tren se puso en marcha, le fue imposible no prestar atención a los ruidos; luego la distrajo la nieve que golpeaba la ventanilla izquierda y se pegaba al cristal, el revisor, que pasó por allí bien arropado y cubierto de nieve, y los comentarios sobre la virulenta ventisca. Más adelante se convirtió todo en monótona repetición: las mismas sacudidas, el mismo traqueteo, la misma nieve en la ventanilla, los mismos cambios bruscos de temperatura, los mismos rostros entrevistos en la penumbra, las mismas voces. Anna se concentró en la lectura. Ánnushka dormitaba ya, sosteniendo en las rodillas el saquito rojo con las manos enfundadas en guantes, uno de los cuales estaba roto. Anna se enteraba ahora de lo que leía, pero aquella lectura no le procuraba ninguna satisfacción: tenía tantas ganas de vivir que le costaba conformarse con el reflejo de esas vidas ajenas. Si la heroína de la novela cuidaba de un enfermo, a ella le entraban ganas de entrar sin hacer ruido en la habitación donde aquél convalecía; si un parlamentario pronunciaba un discurso, ansiaba ser ella quien tomara la palabra; si lady Mary galopaba en pos de su jauría, irritando a su nuera y asombrando a todos con su audacia, ella se moría por imitarla. Pero, como no era posible, se forzaba a seguir leyendo, dando vueltas entre sus pequeñas manos a la lisa plegadera.