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Un rayo de luz, procedente de las ventanas de Agafia Mijáilovna, la vieja nodriza, que ahora desempeñaba funciones de ama de llaves, iluminaba el patio cubierto de nieve que había delante de la casa. La anciana aún no dormía. Despertó a Kuzmá, que salió a la escalinata descalzo y soñoliento.

La perra Laska, que en su precipitación estuvo a punto de derribarlo, también salió al encuentro del amo, ladrando y restregándose contra sus piernas; se levantaba sobre las patas traseras con intención de plantar las delanteras en su pecho, pero no se atrevía.

—¡Qué pronto ha regresado, señor! —dijo Agafia Mijáilovna.

—Es que echaba de menos todo esto, Agafia Mijáilovna. En ningún lugar se está como en casa —respondió Levin, pasando a su despacho.

Trajeron una vela, y la estancia se fue iluminando poco a poco, revelando detalles familiares: las astas de ciervo, los estantes de libros, el espejo, la estufa, con ese tubo de salida que llevaba tanto tiempo esperando una reparación; el sofá de su padre, la mesa grande con un libro abierto, el cenicero roto, el cuaderno con anotaciones de su puño y letra. Cuando vio todos esos objetos, dudó por un momento de la posibilidad de organizar esa vida nueva en la que había estado soñando por el camino. Era como si esos vestigios de su vida pasada le cercaran y le dijeran: «No, no te escaparás de nosotros, no te convertirás en otra persona. Seguirás siendo el de siempre, con tus dudas, tu eterno descontento de ti mismo, tus vanas tentativas de enmienda, tus caídas y esa ansia perpetua de alcanzar una felicidad de la que jamás has gozado y que te está vedada».

Pero, a cuanto le decían sus cosas, una voz interior replicaba que no había que someterse al pasado, que podía hacer consigo mismo lo que se le antojara. Prestando oídos a esa voz, se acercó a un rincón donde había dos pesas de dieciséis kilos cada una y se puso a levantarlas, tratando de animarse con un poco de ejercicio. Al oír unos pasos al otro lado de la puerta, se apresuró a dejar las pesas en su sitio.

Entró el administrador y le dijo que, gracias a Dios, todo iba a las mil maravillas, con la única salvedad de que el alforfón se había quemado un poco en la secadora nueva. Esa noticia irritó a Levin, pues la secadora había sido construida y en parte inventada por él. El administrador siempre se había mostrado contrario y ahora le anunciaba ese contratiempo con un aire secreto de triunfo. Convencido de que el incidente se había producido porque no habían tomado las precauciones que les había indicado cientos de veces, se enfadó y reprendió al administrador. Pero también se había producido un acontecimiento importante y alegre: había parido Pava, su vaca mejor y más cara, adquirida en una feria de ganado.

—Kuzmá, dame la pelliza. Y ordena que traigan una linterna. Voy a echar un vistazo —dijo al administrador.

El establo de las vacas más valiosas estaba justo detrás de la casa. Atravesó el patío, con un montón de nieve al pie del arbusto de lilas, y se acercó al establo. Cuando abrió la puerta helada, salió un vaho caliente de estiércol, y las vacas, desconcertadas por la luz de la linterna, a la que no estaban habituadas, se removieron sobre la paja fresca. El ancho y liso lomo de la vaca holandesa, negro con manchas blancas, brilló en la penumbra. Berkut, el toro, yacía con el anillo en el belfo; por un momento hizo intención de levantarse, pero luego se lo pensó mejor y se limitó a mugir un par de veces cuando pasaron a su lado. Pava, un ejemplar magnífico de color rojizo, enorme como un hipopótamo, estaba vuelta de espaldas y olisqueaba a su ternera, impidiendo que los recién llegados la vieran.

Levin entró, examinó a Pava y levantó sobre sus largas y endebles patas a la ternera de manchas rojas. La vaca mugió inquieta, pero se tranquilizó cuando Levin le acercó la ternera, a la que se puso a lamer con su áspera lengua, después de exhalar un profundo suspiro. La ternera sacudía la cola y apretaba el hocico contra las ingles, buscando las ubres.

—Alumbra un poco por aquí, Fiódor, trae la linterna —dijo Levin, examinando la ternera—. ¡Se parece a su madre! Aunque la capa es del padre. Es muy hermosa. Larga y con fuertes ijadas. ¿No es verdad que es hermosa, Vasili Fiódorovich? —le dijo al administrador, a quien ya no guardaba rencor por el asunto del alforfón, gracias a la alegría que le había proporcionado la ternera.

—¿Y cómo no iba a serlo? Por cierto, Semión el contratista vino al día siguiente de marcharse usted. Habrá que llegar a algún acuerdo con él, Konstantín Dmítrich —dijo el administrador—. Me parece que ya le he hablado antes del asunto de la máquina.

Esta única frase bastó para que Levin volviera a prestar atención a todos los detalles de su hacienda, que era grande y requería grandes cuidados. Del establo pasó directamente a la oficina, donde habló con el administrador y con el contratista Semión. A continuación volvió a la casa y, subiendo las escaleras, entró en el salón.

 

XXVII

Era una casa grande, antigua. Aunque Levin vivía solo, la caldeaba y la ocupaba toda. Sabía que era absurdo, que no estaba bien y que no cuadraba con sus nuevos planes, pero esa casa constituía todo un mundo para él. Era el mundo en el que habían vivido y muerto su padre y su madre. Habían llevado una existencia que juzgaba ideal y soñaba con restablecerla con su mujer, con su familia.

Aunque apenas se acordaba de su madre, veneraba su memoria. No podía pensar en una esposa que no fuera la reencarnación de ese ideal, de ese dechado de perfección y santidad que había sido su madre.

No sólo no concebía el amor a una mujer fuera del matrimonio, sino que primero se imaginaba a la familia y después a la mujer que se la proporcionaría. Por tanto, su idea del matrimonio no se parecía en nada a la de la mayoría de sus conocidos, que lo consideraban un acontecimiento más de la vida social. Para Levin era el aspecto más importante de la existencia, del que dependía toda la felicidad. ¡Y ahora debía renunciar a eso!

Entró en el saloncito donde tenía costumbre de tomar el té y se sentó en el sillón con un libro en la mano; y, mientras Agafia Mijáilovna le servía una taza y después se acomodaba en una silla, al pie de la ventana, con su frase habitual: «Voy a sentarme, señorito», tuvo la impresión, por extraño que pueda parecer, de que no había renunciado a sus sueños, de que sin ellos le sería imposible vivir. Todo acabaría cumpliéndose, ya fuera con una mujer o con otra. Leía el libro, pensaba en lo que acababa de leer, hacía un alto para escuchar a Agafia Mijáilovna, que hablaba sin parar; y, entre tanto, se representaba sin orden ni concierto diversas escenas de su futura vida familiar. Se daba cuenta de que en el fondo de su alma se había formado, establecido y arraigado una idea fija.

Agafia Mijáilovna le contaba que Prójor, olvidándose de Dios, se había emborrachado con el dinero que Levin le había dado para comprar un caballo y había pegado a su mujer hasta dejarla medio muerta. Mientras escuchaba, Levin leía el libro y retomaba el curso de los pensamientos suscitados por la lectura. Era el tratado de Tyndall sobre el calor. 20Se acordó de haber censurado al autor por la satisfacción con que hablaba del éxito de sus experimentos y por su falta de miras filosóficas. De pronto se le pasó por la cabeza un pensamiento agradable: «Dentro de dos años tendré dos vacas holandesas; es posible que Pava siga con vida; y a esas tres hay que añadir las doce crías de Berkut. ¡Qué maravilla!». Volvió a sumergirse en la lectura.

«Bueno, supongamos que el calor y la electricidad sean la misma cosa. Pero ¿es posible resolver un problema sustituyendo una cantidad por otra en una ecuación? No. ¿Entonces? El vínculo que existe entre todas las fuerzas de la naturaleza se percibe de manera instintiva... Será especialmente agradable cuando la cría de Pava se convierta en una vaca de manchas rojas, y todo el rebaño, al que se unirán las otras tres... ¡Qué maravilla! Mi mujer y yo saldremos con los invitados para ver llegar a las vacas... Y mi mujer dirá: "Kostia y yo hemos cuidado a esta ternera como a una hija". "¿Cómo pueden interesarle esas cosas?", preguntará un invitado. Y ella responderá: "Todo lo que le interesa a mi marido me interesa a mí". Pero ¿quién será ella?» —Y se acordó de lo que había sucedido en Moscú...—. Bueno, ¿qué le vamos a hacer?... Yo no tengo la culpa. Pero todo tomará un nuevo curso. Es absurdo pensar que la vida no lo permitirá, que el pasado no lo permitirá. Hay que luchar para vivir mejor, mucho mejor...» Levantó la cabeza y se quedó pensativo. La vieja Laska, que aún no se había repuesto de la alegría por su regreso y había salido al patio a ladrar a sus anchas, entró en la pieza, trayendo una bocanada de aire fresco, se acercó moviendo la cola, puso la cabeza bajo la mano de su amo y emitió un aullido quejumbroso, reclamando sus caricias.

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