Estaban en el otro extremo del bosque, bajo un viejo tilo, y lo llamaban. Dos figuras vestidas de oscuro (antes sus prendas eran claras) se inclinaban sobre algo. Eran Kitty y el aya. Cuando Levin llegó corriendo a su lado, la lluvia había cesado y empezaba a aclarar. El aya tenía el bajo del vestido seco, pero el de Kitty estaba completamente empapado y pegado al cuerpo. Aunque ya no llovía, las dos seguían en la misma posición que cuando estalló la tormenta: de pie, inclinadas sobre un cochecito con una sombrilla verde.
—¡Están sanos y salvos! ¡Gracias a Dios! —exclamó Levin, chapoteando en los charcos con sus zapatos llenos de agua y casi fuera de los pies, mientras se acercaba corriendo.
El rostro mojado y rubicundo de Kitty, enmarcado por el sombrero deformado, estaba vuelto hacia él y sonreía tímidamente.
—Pero ¿cómo no te da vergüenza? ¡No me entra en la cabeza cómo se puede ser tan imprudente! —le dijo muy enfadado a su mujer.
—Te juro que no tengo la culpa. Estábamos a punto de irnos, pero tuvimos que demorarnos un poco para cambiar al niño. Acabábamos de... —replicó Kitty, a modo de disculpa.
Mitia, sano y salvo, completamente seco, seguía durmiendo.
—¡Gracias a Dios! ¡No sé ni lo que digo!
Recogieron los pañales mojados. El aya sacó al niño del cochecito y lo llevó en brazos. Levin iba al lado de su mujer, y, sintiéndose culpable por haberse enfadado, le apretaba la mano a escondidas del aya.
XVIII
A lo largo del día, mientras tomaba parte en las conversaciones más variadas, en las que no parecía interesarse demasiado, Levin, a pesar de su decepción por que no se hubiera operado en él el cambio que esperaba, no dejaba de sentir con alegría la plenitud de su corazón.
Después de la lluvia todo estaba demasiado mojado para salir de paseo. Además, los negros nubarrones de tormenta no habían desaparecido del horizonte, y se desplazaban de un extremo al otro, acompañados del rumor del trueno. Todos los invitados pasaron el resto del día en casa.
No hubo más discusiones. Al contrario, después de la comida, todos se hallaban en la mejor disposición de ánimo.
Al principio Katavásov hizo reír a las señoras con sus originales bromas, que tanto gustaban a quienes lo trataban por primera vez. Luego, a sugerencia de Serguéi Ivánovich, les refirió sus interesantes observaciones sobre la vida y las diferencias de carácter y hasta de fisonomía de los machos y las hembras de las moscas caseras. Serguéi Ivánovich también estaba alegre y a la hora del té, a petición de su hermano, expuso su opinión sobre el futuro de la cuestión oriental, y lo hizo con tanta sencillez y elegancia que todos lo escucharon con placer.
Kitty fue la única que no pudo escucharlo hasta el final, porque la llamaron para bañar a Mitia.
Al cabo de unos minutos también llamaron a Levin a la habitación del niño.
Dejando la taza de té y lamentando interrumpir una conversación tan interesante, se dirigió a la habitación del niño con inquietud, preguntándose por qué lo habrían llamado, pues sólo lo hacían en casos de importancia.
A pesar de que le había interesado mucho el proyecto de Serguéi Ivánovich (que no había podido escuchar en su totalidad) sobre la nueva era histórica que estaban llamados a inaugurar los cuarenta millones de eslavos, en unión de Rusia, porque era un tema completamente nuevo para él, y a pesar de su curiosidad e inquietud por conocer la causa por la que le habían llamado, en cuanto salió del salón y se quedó solo se acordó de sus reflexiones de esa mañana. Y todas esas consideraciones sobre la importancia del elemento eslavo en la historia universal le parecieron tan insignificantes comparadas con lo que sucedía en su alma que por un instante se olvidó de todo y se abandonó al mismo estado de ánimo que le había embargado por la mañana.
Esta vez no se puso a repasar, como solía hacer antes, todo el curso de sus pensamientos (ya no lo necesitaba). Una vez recobrado el sentimiento que lo había guiado, y que estaba relacionado con sus ideas, descubrió que era más fuerte y definido que antes. Ahora, para poder tranquilizarse, no necesitaba ir pasando de un razonamiento a otro hasta llegar al sentimiento que buscaba. Al contrario. Ahora la sensación de alegría y serenidad era más intensa que antes, y el pensamiento se quedaba rezagado.
Paseaba por la terraza, contemplando dos estrellas que habían surgido en el cielo ya oscuro, cuando de pronto se le pasó por la cabeza: «Sí, mientras miraba el cielo, me dije que la bóveda que veía no era ninguna ilusión; pero eso no era todo, había algo más que me oculté a mí mismo. En cualquier caso, fuera lo que fuese, no puede haber ninguna objeción. Basta con que reflexione un poco más, y todo quedará aclarado».
Ya se disponía a entrar en la habitación del niño cuando se acordó de lo que se había ocultado a sí mismo. Era lo siguiente: si la demostración principal de la divinidad consiste en la revelación de lo que es el bien, ¿por qué esa revelación se limitaba a la Iglesia cristiana? ¿Qué relación tenían con esa revelación las creencias de los budistas y de los mahometanos, que también predicaban y hacían el bien?
Le parecía que tenía una respuesta para esa pregunta. Pero, antes de que tuviera tiempo de formulársela, entró en el cuarto del niño.
Kitty, remangada, estaba al lado de la bañera en la que chapoteaba el niño. Al oír los pasos de su marido, se volvió hacia él y lo llamó con una sonrisa. Con una mano sostenía la cabeza del rollizo bebé, que flotaba de espaldas, moviendo las piernecitas, mientras con la otra le echaba agua por el cuerpo, apretando regularmente una esponja.
—¡Míralo, míralo! —dijo, cuando Levin se acercó—. Agafia Mijáilovna tiene razón. Ya reconoce a la gente.
No cabía duda de que Mitia había empezado a reconocer a los suyos.
En cuanto Levin se aproximó a la bañera, hicieron una nueva prueba, que despejó todas las dudas. La cocinera, a la que habían llamado por ese motivo, ocupó el lugar de Kitty y se inclinó sobre el pequeño, que frunció el ceño y movió la cabeza con aire descontento. Pero, cuando Kitty la sustituyó, la carita de Mida resplandeció con una sonrisa, puso las manos en la esponja y emitió un extraño ruidito de satisfacción que causó un entusiasmo inesperado no sólo en su madre y la niñera, sino también en Levin.
El aya sacó al niño de la bañera con una sola mano, lo roció de agua, lo envolvió en una toalla, lo secó y, al ver que chillaba desesperado, se lo entregó a la madre.
—Me alegro de que empieces a quererlo —le dijo Kitty a su marido, después de sentarse tranquilamente en su sitio habitual, con el niño pegado al pecho—. Me alegro mucho. La verdad es que estaba empezando a preocuparme. Decías que no sentías nada por él.
—¿Cómo voy a decir yo eso? Lo único que dije es que estaba decepcionado.
—¿Decepcionado del niño?
—No de él, sino de mis sentimientos. Esperaba algo más. Esperaba que, como una sorpresa, brotara en mí un sentimiento nuevo y agradable. Pero, en lugar de eso, me embargó una mezcla de repugnancia y compasión... —Kitty escuchaba con atención por encima del niño, mientras se ponía en los finos dedos las sortijas que se había quitado para bañarlo—. Lo que quiero decir es que el temor y la compasión eran mucho más intensos que cualquier placer. Sólo hoy, después del miedo que he pasado durante la tormenta, he comprendido cuánto lo quiero.
Una radiante sonrisa iluminó el rostro de Kitty.
—¿Te asustaste mucho? —preguntó—. Yo también, pero tengo mucho más miedo ahora que ha pasado todo. Voy a ir a ver el roble. ¡Qué simpático es Katavásov! En general, ha sido un día muy agradable. Eres muy bueno con Serguéi Ivánovich cuando te lo propones... Bueno, vete con ellos. Después del baño la habitación se llena de vapor y hace tanto calor que no hay quien aguante.