—Saldrían corriendo —dijo Dolly—. Así que no serían más que un estorbo.
—Y, si intentan escapar, que les lancen una descarga por detrás o que los persigan cosacos con látigos.
—Perdóneme, príncipe, pero eso es una broma, una broma de mal gusto —dijo Serguéi Ivánovich.
—No veo que sea una broma que... —empezó Levin, pero Serguéi Ivánovich lo interrumpió.
—Cada miembro de la sociedad está llamado a desempeñar la tarea que le corresponde —dijo—. Y los intelectuales cumplen con su cometido expresando la opinión pública. La expresión plena y unánime de la opinión pública constituye la principal contribución de la prensa, y al mismo tiempo un fenómeno que debería llenarnos de alegría. Hace veinte años habríamos callado, pero ahora se oye la voz del pueblo ruso, que está dispuesto a alzarse como un solo hombre y a sacrificarse por sus hermanos oprimidos; es un gran paso y una prueba de fuerza.
—Pero no se trata sólo de sacrificarse, sino de matar turcos —dijo tímidamente Levin—. El pueblo se sacrifica, y está dispuesto a seguir sacrificándose en beneficio de su alma, pero no para matar —añadió, relacionando, sin darse cuenta, el tema de la conversación con las ideas que tanto le preocupaban.
—¿Cómo en beneficio de su alma? Entienda usted que a un naturalista esa expresión le resulta bastante confusa. ¿Qué es el alma? —preguntó Katavásov, con una sonrisa.
—¡Ah, lo sabe usted de sobra!
—¡Le juro que no tengo la menor idea! —replicó Katavásov, riéndose a carcajadas.
—«No he venido a traer la paz, sino la espada», dice Cristo —replicó por su parte Serguéi Ivánovich, citando con toda naturalidad, como si fuera la cosa más comprensible del mundo, el pasaje del Evangelio que más desconcertaba a Levin.
—Así es —repitió el viejo, que seguía allí de pie, respondiendo a una mirada que Serguéi Ivánovich le había dirigido por casualidad.
—Sí, amigo mío, le hemos batido a usted en toda regla. ¡En toda regla! —gritó alegremente Katavásov.
Levin enrojeció de enojo, no por sentirse derrotado, sino por no haberse contenido y haberse puesto a discutir.
«No, no puedo discutir con ellos —pensó—. Ellos tienen una coraza impenetrable, y yo estoy desnudo.»
Veía que era imposible convencer a su hermano y a Katavásov, y más aún dejarse convencer por ellos. Lo que predicaban era la misma soberbia del intelecto que había estado a punto de destruirle. No podía aceptar que decenas de hombres, entre ellos su propio hermano, tuvieran derecho a decidir, basándose en lo que les habían contado unos centenares de voluntarios llegados a la capital, unos picos de oro, que tanto ellos como la prensa expresaban la voluntad y el pensamiento del pueblo, y además un pensamiento que encontraba su expresión en la venganza y el asesinato. No podía aceptarlo porque no veía la expresión de esos sentimientos en el pueblo, entre el que vivía, ni tampoco los encontraba en sí mismo (y no podía considerarse otra cosa que una de las personas que componían el pueblo ruso), y, sobre todo, porque, lo mismo que el pueblo, no sabía ni podía saber en qué consistía el bien común, pero sabía con certeza que sólo era posible alcanzarlo cuando uno se sometía por completo a esa ley del bien revelada a cada hombre. Por tanto, no podía desear la guerra ni predicarla, cualesquiera que fueran los propósitos comunes que se persiguieran. Compartía el punto de vista de Mijáilich y del pueblo, cuya manera de pensar había quedado plasmada en esa leyenda sobre la llamada a los varegos: «Reinad y gobernad sobre nosotros. Os prometemos gustosamente una obediencia completa. Aceptamos todo el trabajo, todas las humillaciones, todos los sacrificios; pero no nos encargaremos de juzgar ni de decidir». Y ahora el pueblo, según Serguéi Ivánovich, renunciaba a ese derecho, por el que había pagado un precio tan alto.
Le habría gustado decir que, si la opinión pública era un juez infalible, ¿por qué la revolución y la comuna no habrían de ser igual de legítimos que ese movimiento en favor de los eslavos? Pero con ese tipo de argumentos no les convencería. Lo único que tenía claro era que la discusión irritaba a Serguéi Ivánovich y que, por tanto, no tenía ningún sentido continuarla. Así pues, guardó silencio, no sin antes llamar la atención de sus invitados sobre las nubes que se estaban amontonando y aconsejarles que regresaran a casa.
XVII
El príncipe y Serguéi Ivánovich montaron en la tartana y partieron. Los demás, apretando el paso, emprendieron el regreso a pie.
Pero las nubes, tan pronto aclarándose como oscureciéndose, avanzaban tan deprisa que se vieron obligados a acelerar aún más el paso para llegar a la casa antes de que se pusiera a llover. Las más cercanas, bajas y negras como humo de hollín, se desplazaban por el cielo con sorprendente velocidad. Aún quedaban unos doscientos pasos para llegar a la casa, se había levantado el viento, y de un momento a otro podía desencadenarse el aguacero.
Los niños corrían delante, dando gritos de alegría y de miedo. Daria Aleksándrovna, forcejeando con la falda, que se le había pegado a las piernas, ya no andaba, sino que corría, sin apartar los ojos de los niños. Los hombres caminaban a grandes pasos, sujetándose el sombrero. Ya estaban a punto de llegar a la escalinata cuando una gruesa gota se estrelló contra el borde del canalón de hierro. Entre un rumor de voces alegres, los niños y los adultos corrieron a refugiarse bajo techado.
—¿Y Katerina Aleksándrovna? —preguntó Levin, al encontrarse en el recibidor con Agafia Mijáilovna, que había salido a su encuentro con chales y mantas.
—Pensábamos que estaba con ustedes —respondió.
—¿Y Mitia?
—Probablemente en Kolok, con el aya.
Levin cogió las mantas y salió corriendo.
En ese breve intervalo de tiempo las nubes habían cubierto el sol y reinaba una oscuridad tan completa como en un eclipse. El viento soplaba con obstinación, como si se hubiera propuesto detener a Levin, arrancaba las hojas y las flores de los tilos, despojaba las ramas blancas de los abedules, dejándolas con un aspecto extraño y monstruoso, lo doblaba todo en la misma dirección: las acacias, las flores, la bardana, la hierba y las copas de los árboles. Las muchachas que trabajaban en el jardín, lanzando fuertes gritos, corrían a guarecerse bajo el tejado del edificio de la servidumbre. La blanca cortina del chaparrón había alcanzado ya el bosque lejano y la mitad del campo cercano, y avanzaba rápidamente hacia Kolok. La humedad de la lluvia, que caía en gotas menudas, se percibía en el aire.
Luchando con el viento, que se obstinaba en arrancarle las mantas de las manos, Levin, inclinado hacia delante, se acercaba ya a Kolok y empezaba a entrever una mancha blanca detrás de un roble, cuando de pronto un vivísimo resplandor atravesó el cielo, la tierra entera se incendió y la bóveda celeste pareció resquebrajarse por encima de su cabeza. Al abrir de nuevo los ojos deslumbrados, Levin vio horrorizado, a través del espeso velo de la lluvia que ahora lo separaba de Kolok, que la copa verde de un roble que se alzaba en medio del bosque había cambiado extrañamente de posición. «¿Lo habrá alcanzado el rayo?», apenas tuvo tiempo de pensar, cuando la copa del roble, acelerando su movimiento, se ocultó detrás de otros árboles, y oyó el estruendo del árbol gigantesco al desplomarse.
La luz del relámpago, el estallido del trueno y el frío repentino que recorrió su cuerpo se fundieron en una única sensación de espanto.
—¡Dios mío, Dios mío! ¡Que no haya caído sobre ellos! —exclamó.
Y, aunque se dio cuenta inmediatamente de lo insensato que era su ruego, pues el árbol se había desplomado ya, lo repitió, sabiendo que no disponía de nada mejor que esa plegaria absurda.
Llegó corriendo al lugar en el que solían sentarse y no los encontró.