Dolly había pasado esos días sola con sus hijos. No le apetecía hablar de su desgracia, y con ese peso en el corazón le era imposible tratar de cosas irrelevantes. Sabía que, de un modo u otro, acabaría contándoselo todo a Anna, y la alegría de poder sincerarse con alguien alternaba con la rabia que le producía la necesidad de mostrar su humillación ante la hermana de su marido y de escuchar esas frases manidas de consuelo y esas exhortaciones.
No dejaba de mirar el reloj, esperando la llegada de su cuñada de un momento a otro, pero, como suele suceder en tales casos, estaba tan pendiente del momento que ni siquiera oyó el timbre.
Al percibir el frufrú de un vestido y el rumor de unos pasos ligeros al lado mismo de la puerta, se volvió, y su cara extenuada no expresó alegría, como habría deseado, sino sorpresa.
—¿Cómo? ¿Ya has llegado? —le dijo, besándola.
—¡Dolly, cuánto me alegro de verte!
—Y yo también —respondió ésta con una leve sonrisa, tratando de averiguar, por la expresión de Anna, si estaba enterada de lo sucedido. «Seguro que lo sabe», pensó, al reparar en la mirada compasiva de su cuñada—. Bueno, vamos. Te acompaño a tu habitación —prosiguió, tratando de aplazar lo más posible el momento de la explicación.
—¿Este es Grisha? ¡Dios mío, cómo ha crecido! —dijo Anna y, después de dar un beso al niño, añadió, sin apartar los ojos de Dolly y ruborizándose—: No, quedémonos mejor aquí.
Se quitó el chal y, como el sombrero se le había enganchado en un mechón de sus cabellos negros y rizados, se desembarazó de él sacudiendo la cabeza.
—¡Se ve que rebosas felicidad y salud! —dijo Dolly casi con envidia.
—¿Yo?... Sí —dijo Anna—. ¡Dios mío, si es Tania! Tiene la misma edad que mi Seriozha —añadió, refiriéndose a la niña que acababa de entrar, a la que cogió en brazos y dio un beso—. ¡Un encanto de niña! ¡Un encanto! Enséñamelos a todos.
Se acordaba no sólo del nombre y la edad exacta de cada uno, sino también del carácter y las enfermedades que habían tenido. Como no podía ser menos, Dolly apreció esa atención.
—Bueno, vamos a verlos —dijo—. Lástima que Vasia esté dormido.
Después de ver a los niños, se dirigieron las dos solas al salón para tomar una taza de café. Anna extendió la mano hacia la bandeja, pero en seguida la apartó.
—Dolly —dijo—, Stepán me lo ha contado todo.
Dolly la miró con frialdad. Esperaba esas frases de falsa compasión, pero Anna no recurrió a ellas.
—¡Dolly, querida! —añadió—. No quiero defenderle ni consolarte, porque me parece imposible. Déjame sólo que te diga, querida, que te compadezco con toda mi alma.
En sus brillantes ojos, coronados por las espesas pestañas, aparecieron de pronto unas lágrimas. Se sentó más cerca de su cuñada y le cogió la mano con la suya enérgica y menuda. Dolly no la retiró, pero su semblante seguía siendo bastante severo.
—Es inútil consolarme —dijo—. ¡Después de lo que ha pasado, todo está perdido, todo!
Pero, nada más pronunciar esas palabras, la expresión de su rostro se dulcificó. Anna llevó a sus labios la mano delgada y seca de Dolly y la besó.
—Pero, Dolly, ¿qué se puede hacer? ¿Qué? —preguntó—. ¿Cuál es el mejor modo de acabar con esta horrible situación? En eso es en lo que hay que pensar.
—Todo ha terminado, así de simple —dijo Dolly—. Y lo peor de todo es que no puedo dejarlo, ¿entiendes? Estoy atada por los niños. Y no puedo seguir viviendo con él. Sólo verlo es un martirio.
—Dolly, querida, Stepán me ha contado su versión, pero me gustaría oír también la tuya. Cuéntamelo todo.
Dolly le dirigió una mirada inquisitiva, y por la expresión de su cara se dio cuenta de que su compasión y su cariño eran sinceros.
—Bueno —exclamó de pronto—. Pero tendré que empezar por el principio. Ya sabes cómo me casé. Por culpa de la educación de maman, no sólo era inocente, sino también estúpida. No sabía nada. Dicen que los maridos suelen hablarles a sus mujeres de su vida de solteros, pero Stiva... —se corrigió—, pero Stepán Arkádevich no me contó nada. No vas a creerme, pero hasta ahora pensaba que yo era la única mujer que había conocido. Así he vivido ocho años. Debes tener en cuenta que no sólo no sospechaba que me fuese infiel, sino que consideraba imposible esa posibilidad. Y figúrate, con esas ideas, me entero de pronto de todo ese horror, de toda esa vileza... Entiéndeme. Estaba plenamente convencida de mi felicidad, y de repente... —prosiguió, conteniendo los sollozos— recibo una carta... una carta de él dirigida a su amante, a la institutriz de mis hijos. ¡Ah, es demasiado horrible! —Sacó apresuradamente un pañuelo y se cubrió la cara—. Puedo entender que en un momento de pasión... —continuó, después de una pausa—, pero engañarme con esa premeditación y esa malicia... ¿Y con quién?... Cuando pienso que ha seguido siendo mi marido mientras tenía relaciones con ella... ¡Qué espanto! Tú no puedes comprenderlo...
—¡Ah, sí, claro que lo comprendo, querida Dolly! ¡Lo comprendo muy bien! —dijo Anna, apretándole la mano.
—¿Y crees que se da cuenta de todo el horror de mi situación? —prosiguió Dolly—. ¡En absoluto! Está feliz y contento.
—¡No! —la interrumpió Anna en cuanto oyó ese último comentario—. Da pena verlo. Los remordimientos no le dan tregua.
—Pero ¿es capaz de sentir remordimientos? —la interrumpió Dolly a su vez, examinando con atención el rostro de su cuñada.
—Sí, lo conozco. Da pena verlo. Ambas lo conocemos. Es bueno, pero también orgulloso, y ahora se siente humillado. Lo que más me ha impresionado —Anna adivinó lo que más podía conmover a Dolly— es que le atormentan dos cosas: se avergüenza delante de los niños y lamenta haberle causado esta pena tan enorme, porque te ama; sí, te ama más que a nadie en el mundo —se apresuró a añadir, viendo que Dolly se disponía a hacer alguna objeción—. «No, no, no me perdonará nunca», repite sin cesar.
Dolly había apartado la mirada y escuchaba con aire pensativo.
—Sí, me doy cuenta de que su situación es horrible. El culpable siempre sufre más que el inocente —dijo—, siempre que sea consciente de que es el causante de toda la desdicha. Pero ¿cómo perdonarle? ¿Cómo puedo volver a ser su mujer después de la relación que ha tenido con ella? Vivir con mi marido bajo el mismo techo será un suplicio para mí precisamente porque sigo profesándole el mismo cariño de siempre... —Los sollozos le impidieron continuar. Pero, como hecho a propósito, cada vez que se ablandaba un poco, volvía a lo que más indignación le causaba—. Ella es joven y bonita —prosiguió—. ¿Comprendes, Anna, quién me ha arrebatado mi juventud y mi belleza? Él y sus hijos. Lo he sacrificado todo por él, y en ese empeño he perdido todo lo mío. Ahora, claro, prefiere a una mujer más lozana, aunque sea vulgar. Seguro que han hablado de mí, o peor aún, ni siquiera me han tenido en cuenta. ¿Entiendes? —De nuevo brilló en sus ojos una llamarada de odio—. ¿Qué va a decirme después de lo que ha pasado? ¿Acaso puedo creerle? Nunca. No, todo ha terminado, todo lo que constituía el consuelo y la recompensa por el trabajo, por los sufrimientos... ¿Podrás creerme? Hace un momento estaba dándole clase a Grisha. Antes esa ocupación me gustaba, ahora se ha convertido en un tormento. ¿Para qué tanto esfuerzo? ¿Para qué tanto trabajo? ¿Qué falta me hacen los niños? Lo más terrible es que en mi alma, de pronto, todo está patas arriba; en lugar del amor y la ternura de antaño, sólo siento ira por él; sí, ira. Podría matarle y...
—Dolly, cariño, te comprendo, pero no te atormentes. Estás tan alterada, tan ofendida que muchas cosas no las ves a su verdadera luz.
Dolly se calmó, y ambas guardaron silencio unos minutos.
—¿Qué puedo hacer, Anna? Piensa algo, ayúdame. Llevo días dándole vueltas a la cabeza y no he podido encontrar ninguna solución.
A Anna no se le ocurría ninguna salida, pero su corazón respondía a cada palabra, a cada gesto de su cuñada.