— Leestoy muy agradecida. El día de ayer pasó sin que me diera cuenta. Adiós, condesa.
Adiós, amiga mía —respondió la condesa—. Deje que le bese esa cara tan bonita. Con toda la franqueza que me concede la edad, le digo que le he cobrado cariño.
A pesar de que era una frase trillada, Anna Karénina, por lo visto, creyó en su sinceridad y se alegró al oírla. Se ruborizó, se inclinó ligeramente, acercó el rostro a los labios de la condesa, se enderezó de nuevo y, con esa sonrisa suya que parecía flotar entre los labios y los ojos, tendió su pequeña mano a Vronski, que se la estrechó lleno de felicidad, concediendo una gran importancia a la energía y fuerza de ese gesto. Anna Karénina salió con paso rápido y sorprendentemente ligero, teniendo en cuenta la redondez de sus formas.
—Es muy simpática —dijo la anciana.
Lo mismo pensaba el hijo. La siguió con los ojos, sin dejar de sonreír, hasta que su graciosa figura se perdió de vista. Contempló por la ventana como se acercaba a su hermano, le cogía del brazo y le contaba algo con animación, probablemente alguna anécdota que no tenía la menor relación con él. Esa idea le contrarió.
—Entonces, maman, ¿estás completamente bien? —volvió a preguntar, volviéndose hacia su madre.
Muy bien, estupendamente. Alexandre ha sido muy amable. Y Marie se ha puesto muy guapa. Es una mujer muy interesante.
Y de nuevo se puso a hablarle de los asuntos que más le preocupaban: del bautizo de su nieto, razón por la que había viajado a San Petersburgo, y de la particular benevolencia que el soberano testimoniaba a su hijo mayor.
—Ahí está Lavrenti —dijo Vronski, mirando por la ventana—. Podemos irnos ya, si te parece bien.
El viejo mayordomo, que había viajado con la condesa, entró para anunciar que todo estaba listo. La condesa se levantó para salir.
Vamos, ya no hay mucha gente —dijo Vronski.
La doncella se hizo cargo del bolso y del perrito, mientras el mayordomo y un mozo llevaban los demás bultos. Vronski tomó del brazo a su madre; pero, cuando se disponían a apearse del vagón, pasaron corriendo varias personas con cara de susto, entre ellas el jefe de estación con su gorra de color tan especial. Por lo visto, había sucedido algo insólito. Los pasajeros del tren volvían corriendo.
—¿Qué?... ¿Qué?... ¿Dónde?... ¡Se ha tirado!... ¡Le ha aplastado!... —decían algunas voces.
Stepán Arkádevich y su hermana, cogidos del brazo, volvían también, con expresión asustada. Sorteando a la gente que se agolpaba en el andén, se detuvieron al pie de la puerta del vagón.
Las señoras volvieron a subir al tren, mientras Vronski y Stepán Arkádevich se acercaron a los que pasaban para enterarse de los detalles del accidente.
El guardavías, ya porque estuviese borracho o demasiado abrigado para protegerse del intenso frío, no oyó retroceder al tren, que lo había arrollado.
Antes de que regresaran Vronski y Stepán Arkádevich, las señoras ya se habían enterado de todos esos pormenores por boca del mayordomo.
Stepán Arkádevich y Vronski vieron el cadáver mutilado. A Oblonski, por lo visto, le causó una enorme impresión. Fruncía el ceño y parecía a punto de echarse a llorar.
—¡Ah, qué horror! ¡Ah, Anna, si lo hubieras visto! ¡Ah, qué horror! —repetía.
Vronski guardaba silencio. La expresión de su hermoso rostro era grave, pero denotaba un completo dominio de sí mismo.
—¡Ah, si lo hubiera visto usted, condesa! —dijo Stepán Arkádevich—. Y su mujer está allí... Da pena verla... Se arrojó sobre el cadáver. Dicen que era el único sostén de una familia numerosa. ¡Qué horror!
—¿Y no se podría hacer algo por ella? —preguntó Anna Karénina en un susurro, muy agitada.
Vronski la miró y acto seguido se apeó del vagón.
—Ahora mismo vuelvo, maman—dijo desde la portezuela.
Al cabo de unos minutos, cuando regresó, Stepán Arkádevich hablaba ya con la condesa de una cantante nueva, mientras ésta miraba con impaciencia la portezuela, en espera de que apareciera su hijo.
—Ahora podemos irnos —dijo Vronski, nada más entrar.
Se apearon todos juntos. Vronski iba delante con su madre. Detrás, Anna Karénina con su hermano. Cerca ya de la salida, los alcanzó el jefe de estación, que corría detrás de Vronski.
—Le ha entregado usted doscientos rublos a mi ayudante. ¿Sería usted tan amable de decirme para quién son?
—Para la viuda —dijo Vronski, encogiéndose de hombros—. No entiendo qué necesidad hay de preguntarlo.
—¿Ha dado usted esa cantidad? —gritó Oblonski a sus espaldas y, apretando el brazo de su hermana, añadió—: ¡Muy bien, muy bien! ¿No es verdad que es un muchacho encantador? Mis respetos, condesa.
Y se detuvo para ayudar a su hermana a buscar a la doncella.
Cuando salieron de la estación, el carruaje de los Vronski ya había partido. Las personas con las que se cruzaban seguían hablando de lo sucedido.
—¡Una muerte horrible! —dijo un señor al pasar a su lado—. Según dicen, quedó partido en dos.
—Al contrario. Me parece una muerte muy sencilla, casi instantánea —replicó otro.
—¿Cómo es posible que no tomen medidas? —decía un tercero.
Anna Karénina se sentó en el coche, y Stepán Arkádevich vio con sorpresa que sus labios temblaban y que a duras penas lograba contener las lágrimas.
—¿Qué te pasa, Anna? —le preguntó, cuando ya se habían alejado unos metros.
—Es un mal presagio —respondió ella.
—¡Qué bobada! —dijo Stepán Arkádevich—. Has llegado, que es lo más importante. No puedes imaginarte cuántas esperanzas he puesto en ti.
—¿Hace mucho que conoces a Vronski? —preguntó ella.
—Sí. ¿Sabes?, es posible que se case con Kitty.
—¿De veras? —dijo Anna en voz baja—. Bueno, ahora hablemos de ti —añadió, moviendo la cabeza, como si quisiera expulsar físicamente un pensamiento superfluo e inoportuno—. Háblame de tus asuntos. Recibí tu carta, y aquí me tienes.
—Sí, en ti tengo puestas todas mis esperanzas —dijo Stepán Arkádevich. —Bueno, cuéntamelo todo.
Y Stepán Arkádevich se puso a relatarle lo que había sucedido. Al llegar a casa, Oblonski ayudó a su hermana a apearse, suspiró, le apretó la mano y se dirigió a su oficina.
XIX
Cuando Anna entró, Dolly se hallaba en la salita con un muchacho rubio y gordito, que ya se parecía a su padre, y le tomaba la lección de francés. El niño leía, dando vueltas en la mano a un botón medio desprendido de la chaqueta, que trataba de arrancar. Su madre le había apartado la mano regordeta varias veces, pero él seguía insistiendo. Entonces Dolly lo arrancó y se lo guardó en el bolsillo.
—Deja las manos quietas, Grisha —dijo, y retomó su labor: estaba tejiendo una colcha que había empezado hacía mucho tiempo, y de la que siempre se ocupaba en los momentos difíciles. Trabajaba con movimientos nerviosos, marcando los puntos con los dedos y contándolos. Aunque le había dicho a su marido la víspera que no le importaba lo más mínimo la llegada de su hermana, se había preparado para recibirla y la esperaba con emoción.
Aunque estaba abatida, destrozada por la pena, Dolly se acordó de que Anna era la esposa de uno de los personajes más importantes de San Petersburgo, así como una grande damepetersburguesa. Gracias a esa circunstancia, no cumplió lo que le había dicho a su marido, es decir, no se olvidó de la llegada de su cuñada. «A fin de cuentas, Anna no tiene la culpa de nada —pensaba—. No puedo decir nada malo de ella, y, en lo que a mí se me refiere, sólo me ha demostrado cariño y amistad.» Bien es verdad que, si su memoria no la engañaba, la casa de los Karenin en San Petersburgo no le había causado una buena impresión. Se apreciaba algo falso en la vida de aquella familia. «¿Por qué no iba a recibirla? ¡Con tal de que no se le ocurra consolarme! —se decía Dolly—. He pensado cientos de veces en todos esos consuelos, en todas esas admoniciones, en todas esas llamadas al perdón cristiano, pero nada de eso sirve de ayuda.»