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Vronski se detuvo y preguntó sin rodeos:

—¿Qué quieres decir? ¿Que ayer pidió la mano de tu belle soeur...? 16

—Puede ser —dijo Stepán Arkádevich—. Ésa fue la impresión que me dio. Y si se marchó temprano y estaba de mal humor, no cabe duda de que... Lleva mucho tiempo enamorado y me da mucha pena.

—¡Vaya!... En cualquier caso, creo que Kitty puede aspirar a un partido mejor —dijo Vronski, enderezando el pecho y reanudando la marcha—. No obstante, no lo conozco —añadió—. ¡Sí, debe de ser una situación incómoda! Por eso la mayoría preferimos la compañía de chicas como Clara. Con ellas no puede haber otro fracaso que la falta de dinero; aquí, en cambio, te juegas tu dignidad. Ahí está el tren.

En efecto, se oyó a lo lejos un silbido. Al cabo de unos minutos el andén tembló y apareció la locomotora, expulsando nubes de humo que el frío arrastraba por el suelo, la biela de la rueda del medio subiendo y bajando a ritmo lento y regular, el maquinista arrebujado y cubierto de escarcha saludando a un lado y otro. De pronto el temblor del andén aumentó y detrás del ténder, que pasó aún más despacio, apareció el furgón de los equipajes, en el que iba un perro que no dejaba de ladrar. Por último, destilaron los vagones de pasajeros, que se estremecían ligeramente antes de detenerse.

Un apuesto revisor bajó de un salto y tocó el silbato; a continuación empezaron a salir, uno a uno, los impacientes viajeros: un oficial de la guardia que iba muy erguido y miraba con aire severo a su alrededor; un comerciante ágil y sonriente, con una bolsa de viaje; un campesino con un saco al hombro.

Vronski, al lado de Oblonski, contemplaba los vagones y a los viajeros, olvidado por completo de su madre. Lo que acababa de oír a propósito de Kitty le había causado una mezcla de excitación y alegría. Sin darse cuenta, irguió el pecho, y sus ojos centellearon. Experimentaba un sentimiento de triunfo.

—La condesa Vronski viene en ese compartimento —dijo el apuesto revisor, acercándose a él.

Esas palabras le despertaron, le obligaron a pensar en su madre y en su encuentro inminente. En el fondo de su alma no la respetaba y, aunque no se diera cuenta, no sentía por ella ningún cariño. En cualquier caso, su educación y los usos del círculo en el que se movía no le permitían imaginarse otro comportamiento que el de un hijo sumiso y obediente en grado sumo. Pero, cuanto mayores eran sus muestras externas de obediencia y sumisión, menos la respetaba y la quería en su fuero interno.

 

XVIII

Vronski subió al vagón detrás del revisor y se detuvo a la entrada del compartimento para dejar salir a una señora. Gracias a esa intuición de los hombres de mundo, le bastó una sola mirada para determinar que, por su aspecto, esa mujer tenía que pertenecer a la mejor sociedad. Después de disculparse, se dispuso a seguir su camino, pero sintió la necesidad de mirarla una vez más, no porque fuera especialmente bella o por la elegancia y la discreta donosura que desprendía su figura, sino por la expresión delicada y tierna que tenía su rostro encantador al pasar. En ese preciso instante, también ella se volvió. Sus brillantes ojos grises, que parecían oscuros por las espesas pestañas, se detuvieron amables y atentos en el rostro de Vronski, como si lo hubiera reconocido; luego se volvieron hacia la muchedumbre que se aproximaba, como buscando a alguien. En esa breve mirada Vronski tuvo tiempo de apreciar la animación contenida que irradiaba su semblante y revoloteaba entre los ojos resplandecientes, así como la sonrisa apenas perceptible que curvaba sus labios de grana. Era como si todo su ser acumulara un exceso de energía que se manifestaba en contra de su voluntad, ya en forma de sonrisas o de vivas miradas. Aunque procuraba velar el resplandor de sus ojos, no podía oscurecer la luz que envolvía la tímida sonrisa de sus labios.

Vronski entró en el compartimento. Su madre, una anciana seca de ojos negros y pelo rizado, examinó a su hijo sin dejar de parpadear y esbozó una leve sonrisa con sus delgados labios. Luego se levantó, entregó a la doncella una bolsita, tendió a su hijo su enjuta y descarnada mano, le levantó la cabeza y le dio un beso en la cara.

—¿Recibiste mi telegrama? ¿Estás bien? Gracias a Dios.

—¿Has tenido un buen viaje? —preguntó Vronski, sentándose a su lado y prestando oídos, sin querer, a una voz de mujer que se oía al otro lado de la portezuela. Sabía que pertenecía a la dama con la que acababa de cruzarse.

—En cualquier caso, no estoy de acuerdo con usted —decía la voz.

—Un punto de vista petersburgués, señora.

—Nada de petersburgués, simplemente femenino —respondió.

—Bueno, permítame que le bese la mano.

—Adiós, Iván Petróvich. Mire a ver si está mi hermano por ahí y dígale que venga —dijo la dama al lado mismo de la portezuela, y volvió a entrar en el compartimento.

—¿Qué? ¿Ha encontrado a su hermano? —preguntó Vronski, dirigiéndose a ella. En ese momento se dio cuenta de que se trataba de la señora Karénina—. Su hermano está aquí —dijo, poniéndose en pie—. Perdone que no la haya reconocido —añadió Vronski, inclinándose—. Por lo demás, nuestro encuentro anterior fue tan breve que no creo que se acuerde usted de mí.

—Nada de eso —dijo ella—. Podría haberle reconocido porque tengo la impresión de que su madre y yo hemos hablado de usted todo el viaje —añadió, permitiendo por fin que la animación que luchaba por manifestarse se concretara en una sonrisa—. Pero mi hermano sigue sin aparecer.

—Ve a llamarlo, Aliosha —dijo la vieja condesa.

Vronski salió al andén y gritó:

—¡Oblonski! ¡Por aquí!

Pero la señora Karénina no aguardó a que llegara su hermano. Nada más verlo, salió del vagón con pasos resueltos y ligeros. En cuanto Oblonski se acercó a ella, le pasó el brazo izquierdo por el cuello, en un gesto que llenó de sorpresa a Vronski por su energía y distinción; luego lo atrajo hacia ella y le dio un fuerte beso. Vronski, que no le quitaba los ojos de encima, sonrió sin saber por qué. Pero de pronto recordó que su madre le estaba esperando y volvió al interior del compartimento.

—¿Verdad que es encantadora? —le preguntó la condesa, refiriéndose a Anna Karénina—. Cuando su marido la instaló a mi lado, me puse muy contenta. Nos hemos pasado charlando todo el viaje. Bueno, ¿y tú? Dicen que... vous filez le parfait amour. Tant mieux, mon cher, tant mieux. 17

—No sé de qué estás hablando, maman—respondió el hijo con frialdad—. Bueno, maman, vamos.

Karénina volvió a entrar en el compartimento para despedirse de la condesa.

—Bueno, condesa, usted ha encontrado a su hijo y yo a mi hermano —dijo con voz alegre—. Por lo demás, había agotado todas mis historias. No habría podido contarle nada más.

—No lo creo, querida —dijo la condesa, cogiéndole la mano—. Podría dar la vuelta al mundo en su compañía sin aburrirme. Es usted una de esas mujeres simpáticas con las que resulta tan agradable hablar como callar. Y en cuanto a su hijo, le ruego que no se preocupe. Es imposible no separarse alguna vez.

Anna Karénina seguía inmóvil, muy erguida, y sonreía con los ojos.

—Anna Arkádevna tiene un hijo de ocho años —le explicó la condesa a Vronski—. Por lo visto, no se ha separado nunca de él, y está muy apenada de haberlo dejado.

—Sí, la condesa y yo hemos estado hablando todo el tiempo, yo de mi hijo y ella del suyo —dijo Anna Karénina, y de nuevo una sonrisa iluminó su rostro, una sonrisa llena de ternura, en este caso dirigida a él.

—Se habrá aburrido usted mucho —dijo Vronski, cogiendo al vuelo, como si de una pelota se tratase, la coquetería que le había lanzado.

Pero al parecer ella no tenía intención de proseguir la conversación en ese tono, porque se volvió a la anciana condesa y añadió:

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