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«¿Y todo eso para qué? ¿Qué sentido tiene? Viviré sin gozar de un instante de reposo, tan pronto embarazada como ocupada con la crianza, siempre enfurruñada y de mal humor, atormentándome a mí misma y atormentando a los demás, haciéndome odiosa a mi marido... Y encima para que mis hijos sean desgraciados, no completen su educación ni tengan dónde caerse muertos. Ya este año, de no haber sido porque nos han invitado los Levin, no sé dónde habríamos pasado el verano. Desde luego Kitty y Kostia son tan delicados que apenas se da uno cuenta, pero esto no puede seguir así. En cuanto empiecen a tener hijos, no estarán en condición de ayudarnos. Incluso ahora pasan algunos apuros. Y ¿cómo va a ayudarnos papá, cuando apenas le ha quedado nada? No seré capaz de sacar adelante yo sola a los niños, a no ser que recurra a la ayuda ajena y me someta a humillaciones de todo tipo. Pongámonos en el mejor de los casos, que no muera ninguno de los niños y que, mal que bien, consiga educarlos. Como mucho, lo único que habré conseguido es que no sean unos haraganes. Esto es lo único que puedo esperar. Y para eso, ¡cuántos sufrimientos y trabajos!... ¡La vida entera arruinada!» De nuevo recordó lo que le había dicho la muchacha de la posada y volvió a sentir la misma repugnancia, aunque no pudo por menos de reconocer que había un fondo de verdad en esas crueles palabras.

—¿Queda mucho, Mijáila? —preguntó Daria Aleksándrovna al administrador para ahuyentar esos angustiosos pensamientos.

—Dicen que desde esta aldea sólo hay siete verstas.

La calesa atravesó la calle de la aldea y llegó a un puentecillo, por el que avanzaba un jovial grupo de campesinas con bultos al hombro, intercambiando comentarios alegres y ruidosos. Al pasar el coche a su lado, se detuvieron y lo miraron con curiosidad. A Daria Aleksándrovna todos esos rostros vueltos hacia ella se le antojaron rebosantes de salud y contento, y el ansia de vida que se adivinaba en ellos la irritó. «Todos viven, todos disfrutan de la vida —prosiguió con sus reflexiones, cuando la vieja calesa, dejando atrás a las mujeres, enfilaba una cuesta y avanzaba de nuevo al trote, sacudida por el agradable traqueteo de las suaves ballestas—. Yo, en cambio, como una prisionera que sale de la cárcel, liberada de un mundo de preocupaciones que me está matando, sólo ahora dispongo de un momento para reconsiderar mi pasado. Todos viven: esas campesinas, mi hermana Natalia, Várenka, Anna, a la que voy a ver ahora. Sólo yo carezco de vida propia. Todos se ensañan con Anna. ¿Por qué? ¿Acaso soy yo mejor? Al menos yo tengo un marido a quien amo. No tanto como quisiera, pero le amo. En cambio, Anna no quería al suyo. ¿De qué es culpable? Quiere vivir. Dios nos ha inculcado esa necesidad en el corazón. Es más que probable que yo hubiera hecho lo mismo. Hasta ahora sigo sin saber si tomé la decisión correcta al seguir sus consejos, cuando vino a verme a Moscú en aquellos momentos terribles. Tendría que haber abandonado a mi marido y haber empezado una vida nueva. Habría podido amar y ser amada de veras. ¿Acaso es mejor mi situación actual? No respeto a mi marido, sólo lo necesito —pensaba—. Por eso lo aguanto. ¿Acaso es eso mejor? Entonces aún podía gustar, conservaba parte de mi belleza», siguió diciéndose. De pronto sintió deseos de mirarse en el espejito de viaje que llevaba en la bolsa e hizo intención de sacarlo; pero, al ver la espalda del cochero y del administrador, que se bamboleaba en el pescante, le dio miedo de que se volvieran y la sorprendieran, y lo dejó donde estaba.

Pero no necesitaba mirarse para saber que ya era demasiado tarde. Se acordó de Serguéi Ivánovich, que la distinguía con una particular estima, y del bueno de Turovtsin, amigo de Stiva, que la había ayudado a cuidar de sus hijos cuando cogieron la escarlatina y que estaba enamorado de ella. Había también un muchacho muy joven que, como su marido le había dicho en broma, había juzgado que era la más guapa de las tres hermanas. Y por su imaginación desfilaron las historias de amor más apasionadas e inverosímiles. «Anna ha actuado bien, y no seré yo quien le haga ningún reproche. Es feliz, hace feliz a otra persona, y no se ha abandonado como yo. Seguro que no ha perdido su lozanía ni su inteligencia y que sigue mostrándose abierta a todo», pensaba Daria Aleksándrovna, y una sonrisa maliciosa y satisfecha asomó a sus labios, porque, al tiempo que repasaba el idilio de Anna, se representaba otro casi idéntico, protagonizado por ella misma y un hombre imaginario que la adoraba, suma de diversos hombres conocidos. Lo mismo que Anna, se lo confesaba todo a su marido. Y sonrió al figurarse la cara de sorpresa y perplejidad que pondría Stepán Arkádevich al enterarse de la noticia.

En tales ensoñaciones ocupó el tiempo hasta que llegaron al giro del camino real que conducía a Vozdvízhenskoie.

 

XVII

El cochero detuvo los caballos y miró hacia la derecha donde, al pie de un carro, en un campo de centeno, había un grupo de campesinos. El administrador hizo intención de apearse, pero luego se lo pensó mejor y se puso a llamar a uno de ellos con gritos imperiosos, haciéndole señas para que se acercara. La brisa levantada por la marcha del vehículo se calmó cuando se detuvieron. Los tábanos se abalanzaron sobre los sudorosos caballos, que trataban rabiosamente de desembarazarse de ellos. El sonido metálico de una guadaña que estaban afilando cesó de golpe. Uno de los campesinos se incorporó y se acercó a la calesa.

—¿Es que no tienes sangre en las venas? —gritó irritado el administrador al campesino, que avanzaba con parsimonia, pisando con los pies descalzos los montículos del camino seco y mal apisonado—. ¡Ya podías darte un poco más de prisa!

El anciano, con los cabellos rizados sujetos por una tira de corteza de árbol, la espalda encorvada y ennegrecida por el sudor, apretó el paso, se aproximó a la calesa y apoyó la atezada mano en el guardabarros.

—¿Vozdvízhenskoie? ¿La casa del señor? ¿La residencia del conde? —replicó—. Está justo al otro lado del recodo. No hay más que girar a la izquierda y, siguiendo uno todo derecho, llega a la avenida. ¿A quién van a ver? ¿Al conde en persona?

—¿Están en casa, amigo? —preguntó Daria Aleksándrovna en términos un tanto vagos, pues no sabía cómo debía referirse a Anna.

—Supongo que sí —respondió el campesino, dando unos pasos y dejando en el polvo del camino una huella perfecta de la planta del pie, con los cinco dedos marcados—. Supongo que sí —repitió, con el deseo evidente de entablar conversación—. Ayer llegaron más invitados. Y en buen número. ¿Qué quieres? —añadió, volviéndose hacia uno de sus compañeros, que le había gritado algo desde el carro—. ¡Ah, sí! Hace poco pasaron por aquí a caballo. Iban a ver la segadora mecánica. Ahora deben de estar en casa. Y ustedes ¿de dónde vienen?

—De muy lejos —respondió el cochero, apeándose del pescante—. Entonces, ¿no queda mucho?

—Ya te he dicho que está ahí mismo. En cuanto salgas... —respondió el campesino, pasando la mano por el guardabarros.

Un mozo sano y robusto se acercó también.

—¿Habrá algún trabajo para la cosecha en vuestras tierras? —preguntó.

—No lo sé, amigo.

—Entonces tienes que girar a la izquierda y luego seguir recto —dijo el campesino, intentando retener a los viajeros, pues quería charlar un rato más.

El cochero sacudió las riendas, pero apenas habían llegado a la curva cuando se oyeron las voces de los dos campesinos:

—¡Alto! ¡Eh, muchacho! ¡Alto!

El cochero se detuvo.

—¡Vienen por ahí! ¡Son ellos! —volvió a gritar el campesino—. ¡Mira qué deprisa van! —añadió, señalando cuatro jinetes y un charabán en el que viajaban dos personas.

Los jinetes eran Vronski, su jockey, Veslovski y Anna; los ocupantes del charabán, la princesa Varvara y Sviazhski. Volvían de los campos, adonde habían ido para ver cómo funcionaba la segadora que acababa de llegar.

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