Литмир - Электронная Библиотека
A
A

—No me esperaba esto de ti. On peut être jaloux, mais à ce point, c'est du dernier ridicule! 126

Levin se dio la vuelta a toda prisa, se retiró a lo más profundo de la avenida y siguió paseando arriba y abajo. Pronto oyó el traqueteo de la tartana y divisó a través de los árboles a Vásenka, con su gorra escocesa, que atravesaba la alameda tambaleándose a la menor sacudida, acomodado en un montón de heno (por desgracia, la tartana no tenía asiento).

«¿Qué pasa ahora?», pensó Levin, cuando un criado salió corriendo de la casa y detuvo la tartana. A continuación apareció el mecánico alemán, del que Levin se había olvidado por completo. Después de saludar a Veslovski e intercambiar algunas palabras con él, subió a la tartana, y los dos partieron juntos.

Stepán Arkádevich y la princesa estaban indignados del proceder de Levin. En cuanto a éste, no sólo se sentía ridiculeen grado sumo, sino culpable y avergonzado. No obstante, al recordar lo que su mujer y él habían sufrido y al preguntarse qué haría si se volviera a encontrar en la misma situación, se dijo que actuaría de la misma manera.

A pesar de lo que había sucedido, esa misma tarde, todos los presentes, excepto la princesa, que no perdonaba el proceder de Levin, dieron muestras de una animación y una alegría extremas, como unos niños después de un castigo o unos adultos después de una enojosa recepción oficial. Y esa misma noche, cuando la princesa se retiró, hablaron de la expulsión de Vásenka como de un acontecimiento muy lejano. Dolly, que había heredado de su padre el don de contar las cosas con gracia, hizo que a Várenka se le saltaran las lágrimas de risa al contar por tercera y cuarta vez, siempre con nuevos añadidos jocosos, que estaba a punto de ponerse unos lacitos nuevos en honor del invitado cuando entró en el salón y oyó el traqueteo del desvencijado carromato. ¿Quién lo ocuparía? Pues nada menos que Vásenka, con su gorrita escocesa, sus romanzas y sus polainas, sentado en un montón de heno.

—¡Si al menos hubieran ordenado que engancharan la calesa! Luego oigo que alguien grita: «¡Esperen!», y pienso que se han apiadado de él. Pero, cuando me acerco a mirar, veo que ese alemán tan gordo se instala a su lado y que se marchan juntos... Entonces me digo: «¡Adiós a mis lacitos!».

 

XVI

Daria Aleksándrovna no abandonó su proyecto de visitar a Anna. Lamentaba mucho apenar a su hermana y disgustar a Levin. Entendía que los dos hacían muy bien en no tener ninguna relación con Vronski; pero consideraba que su deber era visitar a Anna y demostrarle que sus sentimientos no podían cambiar, a pesar de que la situación de su amiga ahora fuera otra.

Como no quería recurrir a los Levin para hacer el viaje, envió a un criado a la aldea para que alquilara unos caballos. No obstante, cuando Levin se enteró, fue a verla para expresarle su malestar.

—¿Por qué crees que me desagrada tu viaje? Y, aunque así fuera, me desagradaría más aún que no aceptaras mis caballos —le dijo—. No me has dicho ni una vez que habías tomado la resolución de partir. Me disgusta que alquiles caballos en la aldea. Pero lo que más me preocupa es que, aunque te prometan llevarte, no cumplirán su palabra. Yo tengo caballos. Si no quieres que me enfade, debes aceptarlos.

Daria Aleksándrovna tuvo que dar su consentimiento. El día señalado Levin preparó cuatro caballos y otro de repuesto. Unos eran de labor y otros de silla, nada imponentes de aspecto, pero capaces de llevarla en un solo día. No le resultó fácil conseguirlos, porque en esos momentos también se necesitaban caballos para la princesa y para la comadrona, pero su sentido de la hospitalidad no le permitía que su cuñada alquilara caballos estando en su casa; además, sabía que los veinte rublos que le habían pedido por el viaje constituían un gasto muy oneroso para ella, y los asuntos financieros de Daria Aleksándrovna, que los Levin sentían como propios, no marchaban nada bien.

Siguiendo el consejo de Levin, Daria Aleksándrovna salió poco antes del amanecer. El camino era bueno; la calesa, cómoda; los caballos avanzaban a buen ritmo, y en el pescante, al lado del cochero, iba sentado el administrador, al que Levin había enviado en lugar de un criado para mayor seguridad. Daria Aleksándrovna se quedó traspuesta y sólo se despertó cuando llegaron a la posada en la que debían cambiar de caballos.

Después de tomar el té en la casa de aquel campesino rico en la que había hecho alto Levin de camino a las tierras de Sviazhski, de charlar con las mujeres acerca de los niños y con el dueño acerca del conde Vronski, a quien el anciano cubrió de elogios, a eso de las diez Daria Aleksándrovna reanudó su viaje. Cuando estaba en casa, la preocupación constante por sus hijos no le dejaba tiempo para pensar. En cambio ahora, en esas cuatro horas de trayecto, todos los pensamientos acumulados le vinieron de pronto a la cabeza, y pasó revista a su vida como no lo había hecho nunca, desde los ángulos más diversos. Hasta ella misma se extrañó de lo que se le ocurría. Al principio pensó en sus hijos, por los que estaba preocupada, a pesar de que la princesa y, sobre todo, Kitty (tenía más confianza en esta última) habían prometido ocuparse de ellos. «Con tal de que Masha no haga ninguna travesura, Grisha no reciba ninguna coz y Lily no sufra otra indigestión...» Pero al poco rato las cuestiones actuales cedieron su lugar a las del futuro inmediato. Se puso a pensar en que ese invierno tendrían que mudarse de piso en Moscú, cambiar los muebles del salón y encargar una pelliza para la hija mayor. Luego le vinieron a la cabeza diversas cuestiones relacionadas con un futuro más lejano: cómo haría para introducir a sus hijos en el mundo cuando crecieran. «Con las niñas no es tan difícil —se decía—, pero ¿y los chicos?

»No cabe duda de que ahora me ocupo mucho de Grisha, pero sólo porque, al no estar embarazada, dispongo de tiempo libre. Naturalmente, con Stiva no se puede contar. Los sacaré adelante con la ayuda de algunas personas de bien. Pero si vuelvo a quedarme encinta...» Y llegó a la conclusión de que no era justo considerar los dolores del parto como una señal de la maldición que pesa sobre las mujeres. «Dar a luz no es nada; lo duro son los meses de gestación», pensaba, recordando su último embarazo y la pérdida de su hijo. Luego repasó la conversación que había tenido con la campesina joven de la posada. Cuando le preguntó si tenía hijos, aquella hermosa muchacha le respondido alegremente:

—Tenía una niña, pero Dios se la llevó. La enterramos por la Cuaresma.

—¿Y te da mucha pena? —preguntó Daria Aleksándrovna.

—¿Por qué? El viejo tiene ya muchos nietos. No me daba más que preocupaciones. No me dejaba trabajar ni hacer nada. Era como tener las manos atadas.

A Daria Aleksándrovna le había parecido odiosa esa respuesta, a pesar del aspecto bondadoso de la joven, pero ahora, a su pesar, la recordaba. Esas palabras tan cínicas no dejaban de encerrar una parte de verdad.

«En general —se decía Daria Aleksándrovna, pasando revista a sus quince años de matrimonio—, mi vida ha discurrido entre embarazos, mareos, fases de embotamiento mental e indiferencia por todo y, encima, con esa deformación del cuerpo. Kitty, la joven y bonita Kitty, ya ha perdido buena parte de sus encantos; en cuanto a mí, sé que los embarazos me vuelven horrible. Los partos, los sufrimientos terribles y ese instante postrero... Luego la lactancia, las noches en vela, esos dolores espantosos...»

Sólo de pensar en los dolores que le causaban las grietas en los pechos, de los que no se había librado en ninguno de sus embarazos, Daria Aleksándrovna se estremeció. «Después las enfermedades de los niños, ese temor constante; más tarde la educación, las inclinaciones perversas —se acordó del estropicio de Masha con las frambuesas—, los estudios, el latín, todas esas cosas tan incomprensibles y difíciles. Y por encima de todo, la posibilidad de la muerte.» Por su imaginación volvió a pasar ese recuerdo que desgarraba su corazón de madre: el fallecimiento de su último hijo, que murió de difteria; el entierro, la indiferencia general ante ese pequeño ataúd rosado, su corazón destrozado y su dolor solitario delante de esa pálida frente, con rizos en las sienes, y esa boquita abierta y sorprendida en el momento en que colocaban la tapa rosa con un galón dorado en forma de cruz.

189
{"b":"145534","o":1}