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«Debe de ser Vronski», pensó y, para asegurarse, se volvió hacia Kitty, que ya había tenido tiempo de reconocer al recién llegado y ahora posaba la mirada en Levin. Le bastó ver el brillo involuntario de esos ojos para entender, con tanta seguridad como si se lo hubiera dicho ella misma, que Kitty amaba a ese hombre. Pero ¿qué clase de persona era?

Ahora, para bien o para mal, tenía que quedarse. Necesitaba saber cómo era el hombre del que Kitty se había enamorado.

Hay personas que, en presencia de un rival afortunado en cualquier ámbito de la vida, están dispuestas a negarle sus virtudes y ver sólo sus defectos. Otras, por el contrario, no desean más que adivinar los méritos que le han valido la victoria y, con el corazón desfalleciente, buscan exclusivamente sus virtudes. Levin pertenecía a ese segundo grupo. Por lo demás, no tuvo dificultades en descubrir los atractivos y las cualidades de Vronski: saltaban a la vista. Vronski era moreno, de estatura mediana y complexión fuerte, guapo de cara, con rasgos firmes, en los que se reflejaba una extremada serenidad. En toda su figura, desde los negros cabellos cortos hasta el mentón recién rasurado y su amplio uniforme nuevo, se percibía una sencillez entreverada de elegancia. Después de ceder el paso a la señora que acababa de entrar, Vronski se acercó a la princesa y después a Kitty.

Al tiempo que se acercaba, sus hermosos ojos brillaron con una ternura especial y sus labios, según le pareció a Levin, esbozaron una sonrisa apenas perceptible de felicidad y de modesto triunfo; luego se inclinó delante de ella, respetuoso y solemne, y le tendió la mano ancha, aunque pequeña.

Después de saludar y dedicar unas palabras a cada uno de los presentes, se sentó sin mirar a Levin, que no le quitaba los ojos de encima.

—Permítame que les presente —dijo la princesa, señalando a Levin—. Konstantín Dmítrich Levin. El conde Alekséi Kirílovich Vronski.

Vronski se levantó y, mirándole con expresión amistosa, le estrechó la mano.

—Creo recordar que el pasado invierno tenía que haber comido con usted —dijo, dedicándole una de sus sinceras y afables sonrisas—, pero se marchó usted al campo de manera repentina.

—Konstantín Dmítrich detesta la ciudad y odia a quienes vivimos en ella —dijo la condesa Nordston.

—A juzgar por lo bien que las recuerda, mis palabras han debido de causarle una profunda impresión —dijo Levin y, recordando que ya había hecho antes ese comentario, se ruborizó.

Después de mirar a Levin y a la condesa, Vronski sonrió.

—¿Y pasa usted todo el tiempo en el campo? —preguntó—. Supongo que se aburrirá usted en invierno.

—No, tengo muchos quehaceres; además, uno no se aburre nunca consigo mismo —respondió Levin con sequedad.

—Me gusta el campo —replicó Vronski, haciendo como si no se hubiera dado cuenta del tono de Levin, aunque no le había pasado desapercibido.

—Pero espero, conde, que no tenga intención de pasar todo el año en la aldea —dijo la condesa Nordston.

—No sé, nunca me he quedado mucho tiempo. Pero una vez me embargó una sensación extraña —prosiguió—. Nunca he echado tanto de menos el campo, el campo ruso, con sus campesinos y sus abarcas como cuando pasé con mi madre el invierno en Niza. Como usted sabe, Niza es una ciudad muy aburrida. Por lo demás, hasta Nápoles y Sorrento nos cansan en seguida. Pues es precisamente en esos lugares donde uno se acuerda de Rusia con mayor viveza, sobre todo del campo. Es como si...

Se dirigía tan pronto a Kitty como a Levin y pasaba su serena y amistosa mirada de uno a otro. Por lo visto, decía lo primero que se le pasaba por la cabeza.

Al darse cuenta de que la condesa Nordston quería decir algo, se interrumpió, dejando la frase a medias, y se quedó escuchándola con atención.

La conversación no decayó en ningún momento, de modo que la vieja princesa no tuvo que recurrir a los dos poderosos proyectiles que tenía siempre a mano por si se producía algún silencio: la educación clásica frente a la moderna y el servicio militar obligatorio. En cuanto a la condesa Nordston, no encontró ocasión de hacer rabiar a Levin.

Éste quería tomar parte en la conversación general, pero no lo conseguía. No paraba de decirse para sus adentros: «Me marcho ahora mismo» pero no se iba, como si estuviera a la espera de algo.

La conversación pasó a ocuparse de las mesas giratorias y de los fantasmas, y la condesa Nordston, que creía en el espiritismo, se puso a contar los prodigios de que había sido testigo.

—¡Ah, condesa, le ruego por lo más sagrado que me lleve a una de esas sesiones! Nunca he encontrado nada extraordinario, aunque lo he buscado por todas partes —dijo Vronski, sonriendo.

—Muy bien, el próximo sábado —respondió la condesa Nordston—. Y usted, Konstantín Dmítrich, ¿cree en esas cosas? —le preguntó a Levin.

—¿Por qué me lo pregunta? Ya sabe lo que voy a decirle.

—Pero quiero oír su opinión.

—Pues opino que esas mesas giratorias —respondió Levin— sólo demuestran que nuestras pretendidas clases educadas están a la misma altura que los campesinos. Ellos creen en el mal de ojo, en hechizos y brujerías, y nosotros...

—Entonces, ¿no cree usted?

—No puedo creer, condesa.

—Pero si lo he visto con mis propios ojos.

—También las campesinas dicen que han visto duendes.

—¿Así que piensa usted que no digo la verdad?

Y estalló en una risa forzada.

—No, Masha, Konstantín Dmítrich sólo está diciendo que no puede creer en esas cosas —intervino Kitty, ruborizándose por Levin; éste se dio cuenta y, aún más irritado, quiso replicar, pero en ese momento Vronski, con su sonrisa alegre y franca, intervino en la conversación, impidiendo que tomara un curso desagradable.

—¿No admite usted ni siquiera la posibilidad? —preguntó—. ¿Por qué no? Admitimos la existencia de la electricidad, de la que no sabemos nada. ¿Por qué no puede existir una fuerza nueva, aún desconocida, que...?

—Cuando se descubrió la electricidad —le interrumpió bruscamente Levin—, simplemente se confirmó la existencia de un fenómeno cuyo origen y efectos se desconocían; pasarían siglos antes de que pudiera pensarse en su aplicación. Los espiritistas, por el contrario, han empezado hablando de mesas que les transmiten mensajes y de apariciones de espíritus, y a partir de ahí se han referido a una fuerza desconocida.

Vronski escuchaba atentamente a Levin, como solía hacer en tales casos; se veía que sus palabras le interesaban.

—Sí, pero los espiritistas dicen: aún no sabemos qué clase de fuerza es esta, pero podemos constatar que existe y que actúa en tales condiciones. A los científicos corresponde averiguar en qué consiste. No veo por qué no puede existir una fuerza nueva, si...

—Pues porque, en el caso de la electricidad, cada vez que frote un pedazo de resina con lana —volvió a interrumpirle Levin—, se producirá un fenómeno conocido, mientras que en el espiritismo no sucede cada vez; en consecuencia, no estamos ante un fenómeno natural.

Vronski probablemente advirtió que la conversación estaba adquiriendo un carácter demasiado serio para un salón, porque, en lugar de replicar, se volvió a las damas con una alegre sonrisa.

—¿Por qué no hacemos una prueba, condesa? —preguntó.

Pero Levin quiso acabar de expresar su pensamiento.

—En mi opinión —prosiguió—, es un error que los espiritistas traten de explicar sus prodigios recurriendo a una fuerza desconocida. Hablan claramente de una fuerza espiritual y pretenden someterla a una prueba material.

Todos esperaban a que acabara de hablar, y Levin se daba cuenta.

—Y yo opino que sería usted un médium excelente —dijo la condesa Nordston—. ¡Hay en usted tanto entusiasmo!

Levin abrió la boca para responder, pero de pronto se ruborizó y no dijo nada.

—Vamos a probar lo de las mesas, se lo ruego —dijo Vronski—. ¿Da su permiso, princesa?

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