Cuando subió a su habitación para vestirse y se contempló en el espejo, advirtió con alegría que estaba en uno de sus días buenos, es decir, en pleno dominio de todas sus fuerzas, algo que necesitaba muchísimo, en vista de lo que le esperaba: sentía una suerte de serenidad externa y sus ademanes eran desenvueltos y distinguidos.
A las siete y media, poco después de que bajara al salón, un criado anunció a Konstantín Dmítrich Levin. La princesa estaba todavía en su habitación y el príncipe todavía no había bajado. «Llegó el momento», pensó Kitty, y toda la sangre le afluyó al corazón. Se miró en el espejo y se asustó de su palidez.
Ahora sabía con certeza que Levin había venido antes para encontrarse a solas con ella y pedir su mano. Y en ese momento, por primera vez, todo el asunto se le presentó bajo una luz nueva y diferente. Sólo entonces comprendió que la cuestión no sólo le concernía a ella —con quién sería feliz y a quién amaba—, sino que en unos instantes iba a herir de un modo cruel a un hombre por el que sentía afecto... ¿Por qué? Porque ese simpático joven la quería, se había enamorado de ella. Pero no se podía hacer nada. Era preciso. No se podía obrar de otro modo.
«Dios mío, ¿es posible que deba decírselo yo misma? —pensaba—. Pero ¿qué le voy a decir? ¿Que no le quiero? No sería verdad. ¿Entonces? ¿Que amo a otro? No, es imposible. Lo mejor es que me vaya. Que salga de aquí ahora mismo.»
Ya se había acercado a la puerta, cuando oyó los pasos de Levin. «¡No! No estaría bien. ¿De qué me asusto? No he hecho nada malo. ¡Que pase lo que tenga que pasar! Le diré la verdad. Además, con él nunca me siento incómoda. Ahí está», se dijo viendo su fuerte figura, su aspecto apocado y sus ojos brillantes, clavados en ella. Lo miró directamente a la cara, como implorándole clemencia, y le tendió la mano.
—Me parece que he llegado demasiado pronto —dijo Levin, echando un vistazo al salón vacío. Y, cuando vio que sus expectativas se habían cumplido, que nada le impediría declararse, su rostro se ensombreció.
—Oh, no —dijo Kitty, sentándose a la mesa.
—Pero eso era precisamente lo que quería: verla a solas —dijo, sin tomar asiento ni levantar la vista, para no perder el valor.
—Mamá vendrá en seguida. Ayer estaba muy cansada. Ayer...
Hablaba sin saber ella misma lo que decía, y no apartaba de él sus ojos suplicantes y acariciadores.
Por fin se decidió Levin a mirarla, y entonces ella se ruborizó y guardó silencio.
—Le dije esta mañana que no sabía si iba a quedarme mucho tiempo... que todo dependía de usted... —Kitty cada vez bajaba más la cabeza, sin saber cómo iba a responder a lo que le iba a decir Levin—. Que depende de usted —repitió—. Quería decirle... Quería decirle... Para eso he venido... para... ¡pedirle que sea mi mujer! —exclamó por fin, sin saber él mismo lo que estaba diciendo; pero, dándose cuenta de que lo más terrible ya había pasado, se interrumpió y se quedó mirándola.
Kitty no levantaba los ojos del suelo y respiraba con dificultad. No cabía en sí de gozo. Una felicidad inmensa embargaba su corazón. Jamás se habría imaginado que esa declaración de amor pudiera causarle una impresión tan honda. Pero ese estado duró sólo un momento. De pronto se acordó de Vronski. Levantó hasta Levin sus ojos claros y sinceros y, al ver la desesperación que se reflejaba en su semblante, se apresuró a responder:
—No puede ser... Perdóneme...
¡Qué cerca de sí la había sentido un minuto antes, qué importante se le había antojado en su vida! ¡Y ahora qué distante y extraña se había vuelto!
—No podía ser de otro modo —dijo sin mirarla.
La saludó e hizo intención de retirarse.
XIV
En ese mismo instante entró la princesa. Una expresión de espanto asomó a su rostro cuando los vio solos y reparó en la turbación de ese hombre. Levin la saludó con una inclinación de cabeza y no dijo nada. Kitty guardaba silencio y no se atrevía a levantar los ojos. «Gracias a Dios, lo ha rechazado», pensó la madre, y sus labios esbozaron la sonrisa habitual con que recibía a sus invitados los jueves. Se sentó y empezó a hacerle preguntas a Levin sobre la vida que llevaba en el campo. Éste volvió a tomar asiento y se dispuso a esperar la llegada de los demás invitados, para poder marcharse sin que nadie lo notara.
Al cabo de cinco minutos llegó una amiga de Kitty, la condesa Nordston, que se había casado el invierno anterior.
Era una mujer seca, enfermiza, nerviosa, de tez amarillenta y brillantes ojos negros. Quería mucho a Kitty, y ese cariño, como el de toda mujer casada por una jovencita, se manifestaba en su deseo de que se guiara por su propio ideal de felicidad a la hora de elegir marido. Por eso prefería que se casara con Vronski. Levin, a quien había visto a menudo en casa de los Scherbatski a comienzos del invierno, le parecía desagradable. Cuando coincidían, su ocupación favorita y casi única consistía en burlarse de él.
—Me encanta cuando me mira desde lo alto de su grandeza, o interrumpe su brillante discurso porque me considera tonta, o cuando se muestra condescendiente conmigo. Eso último es lo que más me gusta: que se muestre condescendiente. Me alegro mucho de que no pueda soportarme —decía, cuando se refería a él.
Y no se equivocaba. En efecto, Levin no podía soportarla y despreciaba todo lo que ella consideraba meritorio y digno de orgullo: su nerviosismo, su indiferencia y su refinado desdén por lo que juzgaba grosero y material.
Entre la condesa Nordston y Levin se había establecido una clase de relaciones bastante frecuentes en sociedad: bajo capa de una amistad aparente, se profesaban un desprecio tan profundo que no podían tomarse en serio, ni siquiera sentirse ofendidos.
Nada más entrar, la condesa la emprendió con Levin.
—¡Ah, Konstantín Dmítrich! Así que ha vuelto usted a nuestra depravada Babilonia —dijo, recordándole lo que había dicho a principios del invierno, cuando comparó Moscú con Babilonia, y acto seguido le tendió su amarillenta mano—. ¿Es que nuestra Babilonia se ha regenerado o que usted se ha corrompido? —añadió, dirigiendo a Kitty una sonrisa burlona.
—Me halaga mucho, condesa, que no se haya olvidado usted de mis palabras —respondió Levin, ya recobrado de su desconcierto inicial, recurriendo a ese tono irónico y hostil que solía emplear cuando hablaba con ella—. Se ve que le han causado una honda impresión.
—¡Pues claro! Las anoto todas. Entonces, Kitty, ¿has ido otra vez a patinar?
Y se puso a hablar con Kitty. Por muy violento que le resultase a Levin marcharse en ese momento, se le antojaba preferible a pasar allí toda la velada, en compañía de Kitty, que le observaba a hurtadillas, aunque evitaba encontrarse con su mirada. Hizo intención de levantarse, pero en ese instante la princesa, viendo que no abría la boca, se dirigió a él:
—¿Va a quedarse mucho tiempo en Moscú? Si no recuerdo mal, formaba usted parte de la asamblea rural de su distrito, así que no podrá ausentarse mucho.
—No, princesa, he renunciado a mi cargo —dijo él—. Sólo voy a pasar unos días.
«Algo le ocurre —pensó la condesa Nordston, examinando el rostro serio y severo de Levin—. ¿Por qué no se lanza a sus discursos de costumbre? Pero ya le soltaré yo la lengua. Me divierte muchísimo que se ponga en ridículo delante de Kitty, y no me iré de aquí sin conseguirlo.»
—Konstantín Dmítrich —le dijo—, haga el favor de explicarme, usted que entiende de esas cosas, por qué en nuestra finca de Kaluga los campesinos y sus mujeres se han gastado en bebida todo lo que tenían y ahora se niegan a pagarnos. ¿Cómo es posible? Usted siempre los está alabando.
En ese momento otra señora entró en la habitación, y Levin se puso en pie.
—Perdóneme, condesa, pero no conozco el caso y por tanto no puedo decirle nada —respondió, reparando en un oficial que apareció detrás de la señora.